Peter Weir

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(Sidney, 1944)

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Peter Weir tiene una rara habilidad en el cine de hoy. Su cine es extraño. Frío, con poca o ninguna concesión al dramatismo. Weir proporciona una mirada exterior de curiosidad, debajo del excelente narrador de historias que es. Solamente en el caso de El Club de los Poetas Muertos (posiblemente y en mi opinión, la peor película de su escasa filmografía) se permite entrar de cabeza en el mundo de los pañuelos de papel a mayor gloria de un Robin Williams que empezaba a hartarse de ser el mamarracho de turno. El resto de sus films son una mirada a la vida en sus situaciones más extremas y complicadas, desde el ambiente bélico a la realidad televisada más absurda. ¿Cómo actúa la vida sobre las personas? ¿Cómo elegimos el camino que define nuestra personalidad en medio de un mundo que nos supera o que nos rechaza? ¿Qué resulta del choque entre culturas, identidades, culturas distintas, y, por último, cómo nos afecta de cara al futuro?. Componente de la nueva ola australiana, ese éxodo de directores australianos que encontraron fama y fortuna en las Américas durante los años 80, al igual que Gilliam Armstrong o, mas claramente, George Miller (Mad Max), Weir es, sin duda alguna, el miembro más destacado de este atípico club.

Archy Hamilton y Frank Dunne son corredores de fondo. Rivales, amigos, y finalmente camaradas en Gallipoli (1981), la primera película de Peter Weir con proyección internacional. Dos jóvenes que no pueden esperar a enrolarse en la I Guerra Mundial, con las tropas australianas buscando carnada fresca dado el rechazo al alistamiento de los veteranos. Mel Gibson saltó, junto con Mad Max, al estrellato internacional gracias a ésta película donde su papel de protagonista como Frank Dunne está perfectamente equilibrado con el de Mark Lee como Hamilton. Sin embargo, el terrible campo de batalla turco y la demoledora derrota se nos muestran en la segunda mitad de la película. Weir ha dedicado los primeros 50 minutos a mostrarnos como se desarrolla la amistad entre Dunne y Hamilton, lo que nos despierta un inmediato sentimiento de preocupación por el destino de los dos muchachos. Gallipoli reúne las marcas distintivas de su director desde un principio: la obra de un autor disfrazada de alegato antibelicista.

El Año que Vivimos Peligrosamente (1982) nos lleva al levantamiento indonesio de 1965 contra el despótico régimen del general Sukarno. Weir nos deleita con un fresco de la sociedad indonesa, su cultura, sus ambiciones, su política, a través del inolvidable personake de Billy Kwan (tremenda comida de tarro: Kwan es un reportero enano y homosexual, enamorado del personaje de Mel Gibson, pero esta interpretado por una mujer, Linda Hunt. Si esta señora hubiera medido un metro más de altura, ahora mismo tendría más de un Oscar® en su cuarto de baño, aparte del recibido por esta película, pero ya sabemos como es Hollywood). Tan importante es Kwan, tan sencilla su forma de ver el mundo y atenerse a sus principios, que los personajes de Gibson y de Sigourney Weaver quedan eclipsados en una historia de amor insustancial que sirve de contraste con la mágica perspectiva del pequeño reportero. Es obra de Weir la creación de la densa atmósfera de la película, mágica y extrañamente sutil, que nos acompaña cada minuto. Es una historia de supervivencia, pero también una historia de personas en una época de cambios que no entienden, que les rebasan, y que, al estilo de El Americano Impasible, terminan por cambiarles para siempre.

En 1985 llega su mejor película, su clásico a elegir. Hablamos de Único Testigo. De entre todas las películas que tratan el choque entre el campo y la ciudad, ésta es la mas nombrada por la radicalidad de los extremos que se tocan. Harrison Ford se mete en la piel del duro policía John Book, conocedor de la ciudad, de sus peligros, y de la violencia del ser humano. Book recibe el caso de su vida cuando debe proteger a un niño y a su madre de unos peligrosos y despiadados agentes corruptos que han cometido un crimen del que el chaval es testigo en una inolvidable secuencia en los lavabos de la Grand Central Station. A partir de ahí, Book se verá obligado a protegerles con un pequeño problema en contra: tanto el niño como la madre son Amish, ese extraño grupo de gente que han hecho de la sencillez, la paz, el aislamiento y el trabajo duro en el campo su modo de vida. Es un choque de trenes. Book, completamente desorientado en el nuevo mundo en el que vive, sólo encuentra su punto de apoyo en sus dos protegidos: el pequeño Samuel (Lukas Haas, desaparecido de los grandes éxitos y no es de extrañar, 30 tacos y con una cara clavadita a Fievel, el ratón ese de los dibujos animados) y su madre viuda, Rachel (Kelly McGillis, esta sí que desaparecida de verdad desde el 2001), con la que Book iniciará una apasionada, incompleta y hermosa historia de amor.

Peter Weir comienza así su etapa mas, ejem, experimental. Ya no solo le interesan las historias curiosas, sino también las más extravagantes. Es un rollo muy parecido al de David Lynch: si consigues dominar el cine normal, deja de hacer cine normal. La Costa de los Mosquitos es su siguiente obra: las aventuras de Allie Fox, un extravagante científico que carga con su familia a la selva de América central. Primero, para construir una fábrica de hielo. Después, para construir un mundo mejor. Excéntrico y dogmático, Fox (interpretado por un Harrison Ford en su mejor momento) no dudara en enfrentarse a todo y a todos para conseguir su sueño, aunque le lleve demasiado lejos. Escrita por Paul Schrader, guionista de Taxi Driver, en otro de sus libretos acerca de la pérdida de la humanidad en un mundo que nos manda a hacer puñetas mas veces de las que quisiéramos. Lo malo es que todo es tan extravagante que no terminamos de creérnoslo muy bien, lo que va en detrimento de la película. El “bache” de Weir continúa con Sin Miedo a la Vida, rodada en 1993, con Jeff Bridges, acompañado de Isabella Rosellini, Tom Hulce (Amadeus), y una extraordinaria Rosie Perez, como Max Klein, un arquitecto que sobrevive a un terrible accidente de avión, a raíz del cual le entra un complejo de inmortal que amenaza con destruirle tanto a él como a su familia. Poco a poco, Klein va forzando la máquina para probarse a si mismo que no puede morir, al tiempo que su verdadera muerte, la social, la familiar se va apoderando de su existencia sin que Klein se de cuenta. Es un film que creó división de opiniones en la crítica internacional, y no sin razón, ya que mientras el personaje de Bridges es para algunos, el intento de conocer nuestros propios límites, nuestra propia voluntad de vivir; para otros no es mas que un chulete de tres al cuarto que se cree Dios. El toque humano lo pone Rosie Perez como superviviente atormentada por la idea de que dejó escapar a su hijo entre sus brazos en el momento del terrible accidente. Klein comenzará su regeneración personal mientras intenta ayudarla, lo que da lugar a los mejores momentos de la película y el regreso al buen cine de su director.

Weir necesitaba ayuda y la encontró en Hollywood, sistema que estaba a punto de echarle a patadas. La inteligencia del director australiano para seguir en la brecha se demuestra en películas como El Club de los Poetas Muertos o Matrimonio de Conveniencia. La una, película de Oscar® que se ha convertido en un fenómeno con el paso de los tiempos merced al grupo de jóvenes promesas con Ethan Hawke al frente, capitaneadas por el siempre excesivo Robin Williams, que, al igual que Ford o Jim Carrey, encontró al actor que hay en el con la ayuda de Weir, que a la mínima que le den, saca petróleo.

El buen cine volvería con fuerza a lo largo y ancho del metraje de su siguiente (y penúltima) obra: El Show de Truman, la redención definitiva de Jim Carrey como actor, y una de las mejores películas de la década pasada. Una obra que no solo crea un punto de partida absolutamente arrebatador, sino que lo exprime hasta sus ultimas consecuencias, cortesía de un fascinante guión escrito por Andrew Niccol (Gattaca) y un Charlie Kaufman con menos ideas de grandeza intelectual, lo que es muy de agradecer. Truman Burbank (Carrey) es el primer ser humano adoptado por una multinacional para convertir su vida en un show de televisión donde hay cámaras en millones de lugares (de hecho, nunca se emplea una cámara en la película que no exista en el show) y tanto su familia como sus mejores amigos son actores profesionales, en un espectáculo dirigido por mano maestra por Christof (Ed Harris, al que tenían que haberle mandado un Oscar® por correo), el director del programa, que ha llegado a querer a Truman como su propio hijo. La desesperación y la angustia de Truman se van haciendo cada vez mas evidentes cuando se enamora de una actriz secundaria (Natasha McElhone) que, en principio, no tenía nada que ver con la línea del guión original que Christof había trazado para la vida de Truman, el cual va descubriendo (a través de mil y una situaciones a cual mas estrafalaria) que su mundo perfecto y aburrido es mas de lo que parece a simple vista. Una gran película.

Así llegamos a Master & Commander. El próximo film de Weir, con vistas al 2005 promete también ser lo nunca visto, The War Magician, la historia de Jasper Maskelyne, un mago británico que ayudo a derrotar al ejercito alemán comandado por Rommel en la IIª Guerra Mundial.

Cine Australiano

Los cineastas y actores australianos actualmente se mueven entre su casa y el extranjero de una manera rutinaria para trabajar. Los directores Peter Weir, Bruce Beresford y Phillip Noyce y los actores Nicole Kidman, Geoffrey Rush y Cate Blanchett son sólo unos cuantos de los nombres más prominentes entre una larga y distinguida lista de australianos que se han labrado un porvenir cinematográfico internacional. Lo mismo se puede aplicar a los neozelandeses residentes en Australia Jane Campion y a Russell Crowe, ganador de un Oscar de Hollywood en el año 2001 como mejor actor. Las producciones nacionales como El Piano de Jane Campion (1993), la película animada Babe (1995) y Shine de Scott Hayes (1996), han merecido premios de la Academia para algunos de los que trabajaron en ellas. Es un logro bastante grande para una industria cinematográfica que virtualmente estaba moribunda antes de que una inyección de dinero por parte del Gobierno la reviviera a principios de los años 70.

Durante este periodo inicial de renacimiento, las primeras películas que dejaron su huella fueron aquellas acerca de la historia colonial australiana. La audiencia internacional y la crítica acogieron bien las películas El Canto de Jimmie Blacksmith (The Chant of Jimie Blacksmith) (1978), Mi Brillante Carrera (My Brilliant Career) (1979), Breaker Morant (1980) y Gallipoli (1981), todas las cuales tomaron temas universales y los situaron en una nueva frontera y un nuevo paisaje iluminado con una claridad tan dorada que la belleza visual de las películas brillaba por sí mismas.

Sin embargo, las historias sobre la Australia moderna tardaron más tiempo en atraer la atención de la imaginación del público. Hubo éxitos aislados. El thriller de bajo presupuesto de George Miller, Mad Max (1979) fue un éxito sorprendente, la deslumbrante acción se mezclaba con la energía visceral de su estilo, así como la presentación de una nueva estrella internacional en la persona de Mel Gibson. Paul Hogan transplantó al rudo héroe del campo al siglo XX con su popular comedia Cocodrilo Dundee (1986), y las películas contemporáneas finamente elaboradas por el director de Melbourne Paul Cox ganaron prestigio en el circuito de festivales cinematográficos del mundo. Pero no fue hasta el nacimiento de la denominada comedia “estrafalaria” (quirky) australiana a principios de los años 90 cuando sucedió la verdadera explosión. Strictly ballrooom (1993), Priscilla, Reina del desierto (1994) y La Boda de Muriel (1995) proporcionaron la evidencia de un nuevo vigor y humor en las obras cinematográficas australianas.

Desde entonces ha habido una proliferación de nuevos talentos entre los cineastas de veinte y treinta años, muchos de ellos graduados por la Escuela Australiana de Cinematografía, Radio y Televisión, que han producido unas muy logradas y entretenidas óperas primas con un presupuesto realmente bajo. Las películas australianas en la actualidad tratan toda clase de temas, además de mostrar una gran diversidad cultural. Las películas de más éxito del año 2000, por ejemplo, recorren toda la gama de temas posibles. Chopper, de Andrew Dominik es un retrato resuelto del criminal Mark “Chopper” Read; The Dish, del grupo de Melbourne Working Dog, es una comedia simpática y nostálgica sobre la colaboración australiana en la transmisión de las imágenes del hombre en la luna durante la misión del Apolo XI; y Looking For Alibrandi, de Kate Wood es una agradable adaptación del best seller de Melina Marchetta sobre la vida en una gran familia italo-australiana en Sydney.

También, técnicamente hablando, la industria australiana ha experimentado notables avances, con el desarrollo de estudios con el suficiente nivel de exquisitez técnica como para alojar producciones del tamaño y la complejidad de Matrix (1999), Misión Imposible II (2000), Moulin Rouge (2001), y el próximo episodio de la serie de la Guerra de las Galaxias de George Lucas, filmada en parte en los estudios de la Fox en Sydney.

En una industria dominada por Hollywood, la existencia de cualquier cinematografía nacional implica una vida precaria. Pero con su tenacidad y su creatividad, la comunidad cinematográfica australiana ha demostrado estar preparada para encarar el futuro con confianza y con optimismo.

Australianos en Hollywood

La presencia de australianos en la industria del cine estadounidense no es un hecho ni mucho menos reciente: sirvan como muestra los nombres, ligados al Hollywood clásico, de intérpretes como Judith Anderson, Rod Taylor, Leo McKern, Billy Bevan, Erroll Flynn o George Lazenby, de guionistas como James Clavell o de diseñadores de vestuario como el legendario Orry-Kelly. Sin embargo no es menos cierto que, desde mediados de la década de los ochenta, esa presencia ha ido aumentando y sobre todo en el apartado de los directores.

Algunos de los últimos trabajos de directores australianos plenamente integrados en el actual cine estadounidense. Es el caso del irregular Roger Donaldson (Ballarat, 1945), artífice de productos comerciales de muy discutible calidad, pero capaz de ofrecer grandes trabajos como la magistral No hay salida (1988) o Trece días, un magnífico thriller sobre un episodio de la historia contemporánea. Baz Luhrmann es uno de los recién llegados que, con más ímpetu, se ha asentado en Hollywood. Prueba de ello son sus exitosas Romeo + Julieta y Moulin Rouge, donde se rodea de otros compatriotas como es el caso de una de las más rutilante estrellas femeninas del cine actual -nacida en Hawaii, pero formada en Melbourne y Sydney- Nicole Kidman, del actor Richard Roxburgh y del director de fotografía Donald McAlpine. Pero sin duda uno de los cineastas australianos más conocidos, además de uno de los más veteranos, es el excelente Peter Weir (Sydney, 1944), con una amplia trayectoria en Estados Unidos con títulos como Único testigo, La costa de los mosquitos, El club de los poetas muertos o El show de Truman. En su más reciente trabajo, Master and Commander, dirige a otra de las grandes estrellas actuales, en este caso masculina y procedente del país vecino, Russsell Crowe, actor que como es bien sabido es de origen neozelandés.

Filmografía como director:

Carretera sin retorno (1974)

El visitante (1979)

Gallipoli (1981)

El año que vivimos peligrosamente (1982)

Único testigo (1985)

La costa de los mosquitos (1986)

El club de los poetas muertos (1989)

Matrimonio de conveniencia (1990)

Sin miedo a la vida (1993)

El show de Truman (1998)

Master and Commander: Al otro lado del mundo (2003)

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