Matar a un hombre

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matar a un hombre

El vengador anónimo

Matar a un hombre. Chile, Francia. 2014. Director: Alejandro Fernández. Con Daniel Candia, Daniel Antivilo, Ariel Mateluna, Alejandra Yáñez. 82 minutos.

Por  Leopoldo Muñoz

El talento, y en ocasiones la genialidad, que brinda el arte no radica en la historias que exhibe sino en la forma cómo son representadas. Ahí, aparece la enorme diferencia que existe entre dos estrenos nacionales con relatos similares como “Génesis Nirvana” y “Matar un hombre”, pues ambos utilizan como detonante narrativo a la venganza como solución a la injusticia. Sin embargo, donde la ramplonería y flojera artística abunda en el filme protagonizado por Mariana Loyola, el nuevo trabajo dirigido por Alejandro Fernández prodiga emoción, ideas y una actitud que eleva a la película como el mejor estreno chileno de la temporada.

Fernández ya había dado muestras de una fértil sensibilidad, nutrida por una voraz cinefilia, al servicio de apuestas cinematográficas que no temen arriesgar cruzar el umbral que separa a la ficción del documental. Pruebas de esta opción ética y estética se observan en “Huacho” y “Sentados frente al fuego”, modo que volvemos a disfrutar ahora, y cuyo título ya alude al tono “bressoniano” (recordar que el maestro francés transparentaba desde un comienzo la trama como en “Un condenado a muerte se escapa”).

Jorge (Daniel Candia) es un trabajador forestal que padece diabetes y vive en un barrio aterrado por la pandilla que lidera el matón Kalule (Daniel Antivilo). El protagonista luego de ser asaltado, su hijo va en busca del criminal y resulta herido. Tras cumplir una condena de 541 días de cárcel, Kalule reincide en el hostigamiento a Jorge y su familia. Una circunstancia aterradora que para el diabético tiene una sola solución.

La ineficacia del imperio de la ley, o la falta de justicia, en este guión se instala en un momento específico de nuestra historia como país: el gobierno de Sebastián Piñera. La promesa incumplida del fin de la “puerta giratoria” para los delincuentes parece ser un concepto primordial, tal como indica la presencia de la foto del ex presidente en cada ida a denunciar a Kalule. Bajo ese ánimo de inseguridad, Fernández exhibe como ese miedo no sólo afecta al individuo sino a su entorno, así atisbamos el derrumbe conyugal de Jorge aunque el director ya había expuesto al matrimonio como una posibilidad de rutina infernal, donde sólo existen deberes y ningún placer.

Una de las virtudes de Fernandez surge al plantear personajes plenamente identificables, por ejemplo que Jorge sufra de diabetes (silenciosa enfermedad que afecta a millones en Chile) o el sueño de la casa propia convertido en pesadilla a causa de vecinos indeseables. En ese sentido, la puesta en escena adquieres rasgos documentales con la perturbadora secuencia en que el protagonista es amedrentado por los pandilleros mientras juegan una pichanga en la noche. Momentos donde la escasa luz, la cámara que sigue el andar de Jorge y los gritos guturales de los flaites crean una sensación de agobio parecida a la vista en “El Pejesapo” cuando fuman pasta base.

El cineasta es pulcro en la filmación -a pesar del rebote de la luz roja de la cámara-, y cada imagen está lejos de ser decorativa sino que expresa, como el gran cine, varias ideas. Sin duda, la noción más provocativa ocurre cuando Jorge utiliza por primera vez la violencia como alternativa.  Saca la escopeta de su lugar de trabajo, pero no para proteger a su familia sino para defender la propiedad privada de su patrón frente a la fogata realizada un extraño. Síntesis demoledora de nuestro actuar como ciudadanos, en el que cuidamos antes al poder que a nuestros propios intereses.

 

 

 

 

 

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