Keaton y Chaplin, historia de una infancia.

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keaton

Por Juan Andrés Salinero

En mi casa siempre se contaban historias referidas al cine. Mi abuelo había sido dueño de varios cines en una pequeña localidad de Mendoza. Era proyectorista, boletero y multiuso. Llevaban en bicicleta el rollo de película de un cine a otro.

Uno de los recuerdos que tengo era verlo sentado mirando a San Lorenzo o a películas de cowboy (covoí, les decía). Pero el gran recuerdo que tengo fue en un día del niño, que me llevó al cine Roca a ver “El circo” de Chaplin. La luz se cortó a la mitad de la proyección,  y nos tuvimos que marchar. Me acuerdo que mi abuelo me contaba que al principio del cine la música era tocada en vivo durante las proyecciones, en esa película todo el tiempo buscaba donde estaba el pianista.

Esta historia viene a colación de los últimos dos veranos. El año pasado en el río se proyectó un ciclo de Chaplin y este año se proyecta un ciclo de Keaton. Los dos al aire libre, en blanco y negro y prácticamente mudo, pero con música, con música que inunda las escenas y te transporta a una época pretérita y a un tiempo inminentemente presente, donde las imágenes quedan como un recuerdo eterno en la memoria y en el corazón.

La película de Keaton me recordó a mi abuelo, donde se mezclan los cowboy con los gags del hombre de la cara de piedra. Me llevaron a preguntar ¿Por qué esos recuerdos vienen hacia mí? Creo que es muy simple: la mezcla alocada de arte, de lenguaje cinematográfico, de humor, de habilidad física, y de un cine que lo pueden ver niños y adultos y hacerlos reír a todos por igual, crean una atmosfera tal que la película penetra en el cuerpo para no irse nunca más.

Tanto a keaton como a Chaplin, son artistas que me cuesta pensarlos, que se me hace imposible juzgarlos: son parte tan profunda de mi vida y  están tan unidos a mi infancia que cada vez que los veo vuelvo a oler el perfume de mi abuelo, las tostadas con aceite y sal de mi abuela, o la canchita con los pibes.

Su cine hoy,  20 años después, además de hacerme viajar hacia ese niño que ya no existe, me encuentra con un cine monumental. Que se erige desde el corazón mismo de la tierra, donde pretende ser lo máximo que una obra puede ser. Keaton, en su corrida por el tren se juega la vida para que se vea una máquina andando, Chaplin se disfraza de Hitler, para escupirnos en la cara que el cine además de diversión es la arte de masas más potente que existe. Sus obras quieren ser un monumento. Quieren levantarse desde las profundidades hasta el cielo, quieren jugar a ser Dios. Siento que de alguna forma lo son: sus imágenes son eternas, guardan cierta relación con lo que un montón de personas son, o han sido, constituye lo más íntimo de aquellos quienes han visto las imágenes.

Dos imágenes del ver

Existen dos secuencias similares en “El pibe” (The kid) de Chplin  y “Vecinos” (Neighbors) de Keaton. Chaplin escapa del policía, y Keaton del padre de su enamorada. Parecen filmadas en el mismo lugar, las dos son muy delirantes. La de Keaton mezcla tantos personajes y golpes que me hace temblar de risa. Los dos gags muestran una precisión y una maleabilidad del cuerpo que muestran no solo en las potencialidades del cuerpo y del actor, sino también  las maneras muy simples de usar la cámara, donde lo que importaba era el actor, era aquello que acontecía dentro del plano. No había artificio, había como una potencia de lo real, de extremar las habilidades físicas y con ellas mostrarnos los distintos sentimientos de los personajes. Si Chaplin me emociona disfrazado de ángel, en The kid, Keaton me mira desde una locomotora en The General. Esos planos volverán como fantasmas de la mano de mi abuelo a decirme que el mundo tiene sentido cuando miro esas películas.

Luego vinieron otros, Linklater, Herzog,  Bergman o Scorsese. Pero ahora no puedo más que afirmar: Sí hay un Dios, o en realidad dos: Chaplin y Keaton.

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