Sueñan los cinéfilos

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BAFICI 2015, en su décimoséptima edición.

Por Gastón Molayoli

Las cuatrocientas películas que se proyectan en el BAFICI cada año, en más de veinte salas y distribuidas en Secciones, Retrospectivas y Competencias, son un número imposible. La cantidad que el cinéfilo más entrenado puede ver, sin volverse loco, es mínima. A continuación, las más destacadas de las principales competencias y algunas extrañezas.

Dentro del programa del festival se sugiere que Ming of Harlem es un documental de estructura convencional sobre el extraño caso de Antoine Yates, un hombre de Nueva York que convivía con un tigre (el Ming del título) y un cocodrilo en su departamento. La película, sin embargo, no se sostiene sólo por lo extraño de la situación sino por la manera en que el director, Phillip Warnell, describe la relación que el hombre tenía con sus animales, sobre todo con el tigre, y por el tiempo que le dedica al deambular de ellos por los límites del espacio. Warnell se detiene en detalles que otros ignorarían o pasarían por alto, como la mirada imponente del cocodrilo (un plano que dura varios milagrosos segundos) o el rugido intenso del tigre, que no para de caminar por el lugar. Un texto poético-filosófico de Jean Luc Nancy acompaña algunas secuencias acentuando el asombro de la mirada. “¿Cómo es Ming?” le pregunta una periodista a Yates antes de que lo condenen a cinco años de prisión y lo separen definitivamente de los animales. “No hay palabras”, contesta.

La mujer de los perros, de Laura Citarella y Verónica Llinás, comparte el espíritu de Ming of Harlem. La protagonista vive en los márgenes de la ciudad de Buenos Aires con un grupo de siete u ocho perros. Sus condiciones de vida son paupérrimas, pero en el desarrollo de la película se sugiere que, en algún sentido, se trata de una reclusión voluntaria. Lo poco que sabemos es que en su universo sobran las caminatas con los animales, la contemplación del paisaje, y que faltan las palabras. En sus intercambios con los otros –una doctora, una amiga, un amante rural que le recita poesías- queda afuera su propia voz. Se trata de un escamoteo sugerente: la mujer no sólo se alejó de eso que llamamos civilización sino también del lenguaje que conecta (¿conecta?) a las personas. El cine y la televisión, tanto en sus vertientes documentales como ficcionales, suelen caer en el antropomorfismo: lo que no significa algo concreto, lo que no puede encerrarse dentro de la lógica del comportamiento humano, permanece oculto. Sin embargo, sabemos que el adiestramiento no anula la posibilidad de lo inesperado. Es posible que la potencia de La mujer de los perros y Ming of Harlem resida en ese misterio.

Fuera de la Competencia se presentó Ragazzi, de Raúl Perrone. Hace dos años, Perrone ganó el premio a Mejor Director en este mismo Festival por P3ND3JO5, un punto de inflexión en su filmografía. Sus dos películas posteriores comparten con ella algunas decisiones formales: los diálogos nunca son pronunciados sino que se insertan como subtítulos o como las viejas didascálidas del cine mudo, las capas musicales proponen (nunca imponen) un ritmo al entramado visual y abundan las sobreimpresiones, es decir, las imágenes que se superponen a otras en un juego de presencias fantasmáticas. El trabajo de Perrone no es innovador, pero remite menos al cine experimental de los años setenta que al de los formalistas rusos de los años veinte y, en algunas secuencias, al Carl Dreyer de La pasión de Juan de Arco, entre otras. Una película sensible, un poco pesimista y bastante paternal, con todo lo bueno y lo malo que implica esto último.

Ezequiel Acuña tiene una cualidad que le permite repetirse sin molestar. La vida de alguien se proyectó en el marco de Panorama y, junto con la de Perrone, fue una de las confirmaciones del Festival. La premisa argumental es parecida a la de Excursiones, su anterior película, sólo que mientras en aquella los amigos son actores-dramaturgos que se reúnen después de un cierto tiempo para hacer una obra de teatro, en La vida de alguien los amigos son músicos y se juntan, después de un cierto tiempo, para grabar un disco pendiente. En ambas hay un amigo que ya no está: en Excursiones porque se suicidó y en La vida de alguien porque desapareció en medio de un viaje por Latinoamérica. La ausencia del tercer amigo articula la relación de los que quedaron y reviste a cada momento de una tensión solapada. Más allá de la insistencia temática, anclada en una generación de eternos adolescentes, el cine de Acuña se abre paso gracias a delicados momentos musicales y a una gran sensibilidad para retratar la amistad masculina.

La breve novela sobre la que se inspiró Ridley Scott para filmar Blade Runner tiene como título original ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Perdida en el medio de la programación, y fuera de cualquier competencia, se proyectó Sueñan los androides, del español Ion De Sosa. Mientras el título de la novela es una pregunta, el de la película es una afirmación y lo importante no es si los androides sueñan (o no) con ovejas eléctricas sino, simplemente, que sueñan. La historia transcurre en España, en el año 2052. La primera secuencia es notable: una serie de planos fijos nos muestran una ciudad desolada, con edificios abandonados y calles vacías, como si la población hubiera disminuido notablemente o la gente se hubiera replegado en sus hogares. La seguidilla de planos se rompe porque un sujeto (¿humano?, ¿androide?) aparece corriendo, escapándose de otro que lo persigue con un arma. Después de un disparo seco, el perseguido cae al suelo, una secuencia que se repetirá en las escenas siguientes: se escucha un disparo y alguien se desploma. Es posible que ante la gratuidad de cada muerte el espectador sienta que se enfrenta a un ejercicio morboso e interminable pero la película está lejos de esas intenciones. Por un rato no habrá más muertes pero en el aire, como suspendido, prevalecerá la sensación incómoda de que una bala se podría escuchar en cualquier momento, una angustia ante la inminencia de la muerte que no distingue entre humanos y androides. Sueñan los androides está hermanada con El futuro, de Luis López Carrasco (que a su vez es productor de esta), proyectada el año pasado en este festival, con la que comparte un cierto espíritu experimental. La película de Ion De Sosa recupera el mismo punto de partida que la película de Ridley Scott, pero es bastante más oscura y arriesgada.

El documental Une jeunesse allemande, del francés Jean Gabriel Périot, traza un recorrido por la historia alemana desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, pasando por el surgimiento de una juventud de izquierda, hasta el paso a la violencia de una fracción de ellos, el grupo Baader-Meinhof. El liderazgo intelectual de Ulrike Meinhof atraviesa todo el relato: sus intervenciones en programas políticos, como entrevistada o conductora, y luego en su carácter de fugitiva. El valor principal de la película no se asienta sólo en su capacidad de registrar, a través de un uso extraordinario de material de archivo, el trayecto político de la agrupación y las tensiones generacionales de esa época. Périot también observa la forma en que los medios cubrieron de manera tendenciosa estos acontecimientos históricos y las contradicciones ineludibles del cine que se piensa como mera herramienta política. Une jeunesse allemande es una de esas experiencias infrecuentes que recuerdan el poder que tiene el montaje para articular y construir discursos. Una de las mejores películas que se exhibieron en la Competencia Internacional, finalmente ganadora de la Mención Especial.

La Competencia Argentina tuvo algunas confirmaciones y algunas sorpresas. Lulú, la última película de Luis Ortega, se ubica entre las segundas. La película nos muestra algunos días de la vida de Ludmila y Lucas, dos jóvenes que viven en una choza incrustada en un barrio paquete de la ciudad de Buenos Aires. Él trabaja en un camión que traslada los huesos que tiran las carnicerías y ella se mueve por la ciudad en una silla de ruedas que ya no necesita (en algún momento la necesitó a causa de una bala que se clavó en su espalda) y que aprovecha como excusa para pedir dinero en las esquinas. La película es desbordante, tiene inflexiones inesperadas, momentos potentes y logra algo muy difícil en la ficción: que la organicidad del drama surja de los actores-personajes y no de un guion de hierro que se impone sobre lo que vemos.

Fuera de este breve recorrido quedaron películas valiosas como El incendio, de Juan Schitman, La princesa de Francia, la placentera pero discutible ganadora de la Competencia Argentina. También quedaron afuera dos obras maestras: Cavalo Dinheiro, de Pedro Costa y Maidan, de Sergei Lozitsna. Ninguna de las dos estuvo en competencia porque ya fueron proyectadas varias veces en otros festivales, pero hay que decir que están un paso más adelante del resto.

Fue un buen festival, con grandes películas y varias decepciones. El cine siempre implica un entrenamiento de la mirada y la escucha, pero también –o quizás por eso- un aprendizaje y un encuentro con los otros. La tarea consiste en que esas películas no existan sólo en el circuito, a veces endogámico, de los festivales de cine.

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