BAFICI 2016: gran año para el cine argentino

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La larga noche

Finalizó la decimoctava edición del Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI) con merecidos premios para el cine argentino.

 

Por Gastón Molayoli

Después de dieciocho ediciones, el BAFICI sigue siendo un punto de referencia en el panorama internacional. En cada edición se programan más de cuatrocientas películas de todo el mundo, distribuidas en secciones competitivas, no competitivas, focos dedicados a un país y retrospectivas de directores, actores o productores destacados. Este año, hubo retrospectivas de Margaret Tait, directora escocesa que desarrolló su carrera principalmente en el terreno del cortometraje, de Graciela Borges, que antes de cada función aparecía en un bello spot recitando un poema de Julio Cortázar mientras veía fragmentos de diferentes películas, y Paulo Branco (productor de cineastas como Chantal Akerman, Pedro Costa y Win Wenders), entre otros. Pero el invitado especial de esta edición fue Peter Bogdanovich, el gran director norteamericano, dueño de una filmografía oscilante integrada por obras maestras como La última película y obras menores como Todos rieron. Ver la primera de ellas con la presencia del director fue una de las experiencias más intensas del festival. Es notable observar cómo algunas películas resisten con tanta potencia el paso del tiempo. Bogdanovich es de esos directores que crecieron cinematográficamente viendo, admirando e incluso entrevistando a maestros como John Ford, Howard Hawks u Orson Welles. Una buena película de su filmografía es una clase magistral para entender el cine clásico.

Dentro del Festival se programaron películas que pueden incluirse también en la tradición del cine clásico como Sunset song, obra maestra del inglés Terence Davies, un melodrama antibélico situado a principios del siglo veinte y La larga noche de Francisco Sanctis, de Francisco Márquez y Andrea Testa, basada en la novela homónima de Humberto Constantini. Sobre esta última vale la pena detenerse por lo que significa para el cine argentino (y porque finalmente ganó la Competencia Internacional). Todo sucede en 1977, durante la última dictadura militar en Argentina. Francisco Sanctis es un hombre de clase media, casado y con dos hijos, que espera desde hace mucho tiempo un ascenso en su trabajo. Una tarde recibe el llamado de una amiga de la adolescencia que, según dice, quiere hablarle sobre la posibilidad de editar en una revista de Venezuela un poema de fuerte carga política que él escribió hace muchos años. Una excusa. El hombre accede y la mujer lo pasa a buscar esa noche con su auto. Mientras circulan por calles de Buenos Aires la mujer le pide que recuerde dos nombres y una dirección y le confiesa la verdadera razón del encuentro: la Triple A se va a llevar a esas dos personas, hay que avisarles. Este es el debut de los jóvenes directores. Parece, sin embargo, la obra consumada de dos cineastas experimentados. El aire de la época no circula tanto gracias a una reconstrucción minuciosa de los espacios sino de un ordenamiento visual y sonoro que rodea al protagonista, dibujando a la ciudad a partir de luces lejanas, y una banda sonora precisa y expresiva, que primero lo aísla del contexto y luego, cuando no haya vuelta atrás, lo convierte en uno más del pueblo.

Pero durante el festival también se programaron películas que se alejan bastante de la organicidad del cine clásico y que asumen varios riesgos formales. Entre las más destacadas están Vintage Print, de Siegfried A. Fruhauf, cortometraje abrumador de trece minutos que trabaja manipulando la superficie de una fotografía del siglo diecinueve (ganadora del premio a Mejor Cortometraje en la Competencia Vanguardia y Género); Le moulin, de Huang Ya-Li, bellísimo ensayo que cruza la palabra y la pintura sobre un grupo de poetas taiwaneses que en los años treinta se resistieron al colonialismo japonés; la argentina Crespo (La continuidad de la memoria), de Eduardo Crespo, un autorretrato delicado sobre el vínculo entre el director y su padre recientemente fallecido; y Hierba, de Raúl Perrone, donde lo que prevalece es la integración de los cuerpos sobre fondos pictóricos, cuyo primer disparador es el famoso cuadro de Manet titulado Almuerzo en la hierba.

El cine argentino sigue viviendo un buen momento. Lo confirman algunas de las películas ya mencionadas y otras que formaron parte de diversas secciones, como las cordobesas Primero enero, de Darío Mascambroni (justa ganadora de la Competencia Argentina), un retrato pequeño pero de una sensibilidad extrema sobre el tiempo que comparten un padre y un hijo de siete u ocho años en las Sierras de Córdoba y Las calles, de María Aparicio (ganadora del premio a Mejor directora en la Competencia Latinoamericana). Y también lo confirman las comedias Una novia de Shangai, de Mauro Andrizzi y No va a llegar, de Segundo Bercetche, Cristian Constantini y Tomi Lebrero. En todas ellas es evidente el cariño que tienen los realizadores por sus personajes y el universo que retratan. La ternura le gana al cinismo, algo inusual en el cine contemporáneo. Lo mismo sucede con otra película argentina, una rareza de 46 minutos que formó parte de la competencia nacional pero pasó desapercibida (quizás por su duración): Panke, de Alejo Fanzetti, cuyo protagonista es un hombre de Burkina Faso que debe viajar a Berlín para buscar el cadáver de su hermano, muerto en circunstancias confusas. Antes de reconocer el cuerpo, el hombre transita por la orilla del Panke, el río que atraviesa Berlín, y durante ese trayecto, además de mantener conversaciones telefónicas con su madre, se cruza con un sacerdote. Franzetti se mueve en un terreno donde la frontera que divide lo real de lo imaginario es indiscernible. Los monólogos y diálogos se superponen formando un entramado que fluye con las imágenes y el sonido del río.

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El cine latinoamericano también vive un buen momento, algo que se reflejó en la circunstancia de que los organizadores del festival decidieran agregar una Competencia Latinoamericana a las habituales competencias oficiales (Competencia Argentina, Competencia Internacional y Competencia Vanguardia y Género). Algunas de las buenas películas latinoamericanas que pudieron verse, no necesariamente dentro de la competencia mencionada, fueron la brasileña Boi Neón, de Gabriel Mascaro, la peruana Rosa Chumbé, de Jonathan Relayze Chiang y la chilena Las plantas, notable película de Roberto Doveris. Esta última relata la historia de Florencia, una joven de diecisiete años que en absoluta soledad debe hacerse cargo de cuidar a su hermano que se encuentra en estado vegetativo y, cuando puede, de ir a visitar a su madre que está internada en un hospital debido a una enfermedad de la cual nadie habla. Doveris vincula con precisión las plantas que habitan el relato con los cuerpos sin alma del subgénero de zombies, una decisión cargada de comentario político que marca una diferencia con otras historias protagonizadas por adolescentes.

Lo político como dimensión inescindible del cine estuvo presente en algunas películas que se sitúan geográficamente en Medio Oriente. Dos de ellas, valiosas en sus buenas intenciones pero un poco edulcoradas y superficiales fueron A magical substance flows in to me, de Jumana Landa, un documental sobre las matrices comunes que comparten las tradiciones musicales de Palestina e Israel y Between Fences, del israelí Avi Mograbi, sobre un grupo de inmigrantes provenientes de Sudán y Eritrea que están varados desde hace años en la frontera que separa Israel de Egipto a causa de que el gobierno del primero no les permite entrar.

Pero la gran película del Festival y definitivamente una de las grandes películas de los últimos años fue Homeland (Iraq Year Zero), de Abbas Fahdel, una experiencia descomunal de cinco horas y media que fue proyectada durante el Festival con un intervalo de diez minutos, justo en el medio. La pausa coincide con un punto de quiebre: todo lo que vimos hasta ese momento es el “antes” y lo que vemos desde allí es el “después”. Durante la primera parte, situada temporalmente en el año 2002, Abbas Fahdel registra con una cámara casera la vida cotidiana de su familia, de sus vecinos, de sus amigos y, por extensión, del pueblo iraquí. Lo que se respira es el inicio de la guerra, una inminencia vivida con naturalidad, como si fuera parte de una rutina histórica. En algunos pasajes, Fahdel incluye fragmentos de noticieros, siempre registrados desde su cámara, y propagandas en las que se celebra de manera delirante la figura de Saddam Hussein como si se tratara de un mesías que los guiará para siempre. La segunda parte se desarrolla con Estados Unidos adentro de Irak, ocupando las calles, explotando los recursos, descabezando el gobierno dictatorial de Hussein, haciendo estallar una guerra civil y filtrándose en cada rincón de la vida cotidiana. En ese contexto Fahdel se impone un mandato: debe haber un registro que sirva de testimonio. Durante varios años entrevista a mucha gente (que descree de Sadam Hussein, de los invasores, de la democracia, de la monarquía) y recorre los espacios destruidos de la ciudad de Bagdad. Los momentos en los que visita la radio donde trabajaba su cuñado, la Cinemateca Iraquí o las ruinas del colegio donde un grupo de niños junta municiones del suelo, son terribles. La película no puede durar ni un minuto menos, no puede tener ni un plano menos. Recorrer este siglo, como sucedió con el siglo anterior, será también recorrer sus imágenes. En ese sentido Homeland (Iraq Year Zero) es uno de los documentos más extraordinarios de los últimos años. De la Historia siempre se desprende una forma de mostrarla; Rosselini lo supo hace setenta años cuando hizo Roma ciudad, abierta y Alemania, año cero. Abbas Fahdel, que experimentó la guerra en carne propia, también lo supo.

“Esta nota fue publicada originalmente en el Diario Puntal”.

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