DÍAS DE IRA: Los conflictos históricos del cine con la Iglesia.

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Por Amilcar Nochetti, desde Montevideo (Uruguay) 

     El inminente estreno de Inferno, tercer opus de la dupla formada por Ron Howard (director) y Tom Hanks (actor) sobre los best sellers de Dan Brown, trae al recuerdo una serie de viejas y enconadas iras que a lo largo de las décadas el Vaticano promovió contra ciertas películas que, a su entender, dañaban la moral cristiana y socavaban la firmeza de la jerarquía eclesiástica. Parece difícil empero que Inferno vaya a suscitar ahora nuevos enojos vaticanos, debido a tres razones fundamentales.

     La más importante radica en el aire renovador que el papa Francisco ha intentado dar a la Santa Sede desde el momento mismo en que asumió su rol como máximo jerarca religioso de Occidente. Una segunda razón tiene que ver con el propio tema de la novela Inferno y la película resultante, donde se utiliza cierta simbología oculta en La Divina Comedia de Dante para construir un relato de suspenso acerca de los problemas de la sobrepoblación mundial, sin meterse con espinosos asuntos de dogma e historia antigua, como en cambió sucedía en El código Da Vinci. La tercera razón, mucho más profana, tiene que ver con la fama y el dinero. El boom mediático propiciado por los libros de Dan Brown ha venido cayendo en picada año a año y título a título, y de no mediar alguna sorpresa de último momento puede vaticinarse que pocas aguas (quizá ninguna) terminará agitando este inminente Inferno.

ROSSELLINI. Como ha sucedido cada vez que surge un invento que modifica los hábitos y costumbres de la gente a escala mundial, el Vaticano miró al cine con algo de alarma al principio y con bastante desconfianza más tarde. Ya a fines del siglo 19 se registró cierto nerviosismo del ancianísimo León XIII ante las primeras apariciones de Jesús en algunos cortos de Georges Méliès, y un primer susto tuvo lugar cuando en 1902 se anunció que el primer largometraje oficial de la historia del cine tendría como protagonista la vida y calvario de Cristo. Pero al ver el resultado obtenido el Vaticano respiró tranquilo, porque La Pasión de Lucien Nonguet y Ferdinand Zecca era tan respetuosa del espíritu catequista que, vista hoy, no es más que una ininterrumpida serie de estampitas animadas. Su importancia en la historia del cine se debe solamente a su carácter fundacional. Por otra parte, las relaciones entre el Vaticano y el séptimo arte siguieron derroteros de paz y armonía a lo largo de todo el período mudo y también en los primeros dieciocho años del sonoro. Pero una vez que terminó la Segunda Guerra Mundial las cosas fueron muy diferentes.

     El primer gran choque del Vaticano y el cine tuvo lugar en 1948, cuando se estrenó Amore de Roberto Rossellini, film compuesto por dos episodios interpretados por la gran diva italiana del momento, Anna Magnani. El primero de ellos estaba basado en el texto “La voz humana” de Jean Cocteau, pero el segundo, titulado “El milagro”, contaba la historia de una campesina iletrada e ingenua, aunque de firme fe católica, que conocía a un rubio y barbudo pastor interpretado por Federico Fellini. La mujer daba cobijo a ese hombre y le ofrecía vino. El pastor, enardecido por el alcohol, terminaba violando a la campesina mientras dormía, y luego huía. La mujer quedaba encinta, y en su simpleza de miras confundía al violador fugado con un Ángel del Señor, veía su embarazo como un milagro, y por ende terminaba convencida que su futuro bebé sería Cristo redivivo. Despreciada por los lugareños, se refugiaba en unas cuevas cercanas, pero al momento del parto retornaba al pueblo y terminaba dando a luz ante el altar de la iglesia.

     La jerarquía vaticana creyó ver en ese final una blasfemia sobre la Santa Natividad, dado que (según ellos) al dar a luz ante el altar el film santificaba un fruto originado en la lascivia, el alcohol y la ignorancia. Casi 70 años después esa presunción vaticana no sólo parece desorbitada, sino que deja la impresión de haber sido pura y simplemente una excusa para condenar a Roberto Rossellini. El cineasta acababa de cometer un pecado imperdonable: católico militante, había escandalizado a Europa y los Estados Unidos al haber abandonado su hogar para refugiarse en los brazos (ilegales) de la actriz sueca Ingrid Bergman. No parece casual que ambos escándalos (el erótico-familiar y el religioso) surjan con apenas 90 días de diferencia.

 amore-1948

MALAPARTE. Amore inició una larga lista de films que terminarían despertando las iras vaticanas, comenzando por El Cristo prohibido (1951), donde el novelista Curzio Malaparte dirigió, hizo el libreto y se encargó de los decorados y la música. Fue su única incursión en el cine, pero le alcanzó para enojar a todo el mundo. El film contaba la historia de un joven que terminada la guerra volvía a su pueblo, con el propósito de averiguar quién asesinó a su padre, para poder matarlo. Y era también la historia de un segundo hombre, un inocente que se ofrecía como cordero de sacrificio para eliminar con su martirologio el odio del joven, y de esa forma limpiarle el alma. Sin embargo, el primero terminaba sin entender el nivel místico contenido en el sacrificio del segundo, lo cual daba al film una atmósfera trágica. El Vaticano en cambio vio en todo esto un ataque sutil y muy inteligente a la fe, confundiendo existencialismo con pesimismo. Malaparte ponía de relieve la inutilidad de la vida cuando a consecuencias de la guerra queda reducida a la mera subsistencia animal, pero nunca renegó de ninguna fe ni de la vida en sí misma. Sin embargo, la campaña emprendida contra la película desde el órgano oficial del Vaticano, L’Osservatore Romano, dio sus frutos: aunque saludada como una maravilla por los franceses, en Italia su fracaso fue rotundo.

     Otros enojos fueron llamativos pero más epiteliales, como el ocasionado por Poncio Pilatos de Irving Rapper (1962), donde la piedra del escándalo tuvo nombre y apellido: John Drew Barrymore, que interpretó los roles de Jesús y Judas a la vez. De manera equivalente, Sentado a su derecha de Valerio Zurlini (1968) ocasionó molestias debido  a que Cristo estaba personificado por un actor negro, Woody Strode, popular intérprete de varios westerns de John Ford.

PASOLINI. En medio de todo esto hubo otro escándalo mucho más serio, llamado El Evangelio según San Mateo (1964). La causa era el autor del film, Pier Paolo Pasolini, un ateo marxista y homosexual, es decir el sumun de todos los pecados. Pasolini había leído el texto de Mateo en 1962 casi por casualidad, y había quedado impactado, al punto de declarar: “Soy anticlerical, no tengo miedo de decirlo, pero sé que hay en mí dos mil años de cristianismo. Sería loco si negase tal poderosa fuerza en mí”. Y agregó: “Ninguna otra palabra podrá alcanzar la altura poética de este relato bíblico”. Aunque ateo, Pasolini reivindicaba a Jesús como figura mítica de carácter popular, un resistente, un revulsivo para el estilo de vida: “Nada me parece tan opuesto al mundo moderno como aquel Cristo afable en su corazón, pero ‘violento’ en su razón. Yo no creo que Cristo sea hijo de Dios, porque no soy creyente. Pero creo que Cristo es divino: es decir, creo que en él la humanidad es elevada, rigurosa e ideal”. 

     Decidió entonces hacer una película, para lo cual no le hacía falta libreto alguno: le bastaba con traducir el texto en imágenes. Pero cometió un segundo pecado al rodar el film de manera absolutamente neorrealista, dejando de lado el típico glamour de las producciones hollywoodenses, que tango gustaban al Vaticano. Un tercer desliz fue dar el rol de Jesús a un desconocido llamado Enrique Irazoqui, que era un joven militante anarquista catalán. Y el pecado final consistió en reservar el papel de María, ya anciana, para su propia madre. El film se estrenó en el Festival de Venecia y de inmediato recibió terribles ataques de ciertos sectores católicos conservadores, debido al excesivo realismo de su puesta en escena, que a su entender minaba la raíz católica del mensaje y daba al resultado un aspecto nada sacro. El film fue de inmediato censurado, en parte también por prejuicios contra Pasolini, que un año antes había sido condenado a cuatro meses de prisión por “ultraje a la religión de Estado”, debido a su episodio “La Ricotta” del film Boccaccio 70, considerado blasfemo. Pero la película, dedicada al fallecido Juan XXIII, fue bien recibida por el público y premiada en Venecia.

   el-evangelio-segun-san-mateo-1964

  Cambia, todo cambia: medio siglo después El Evangelio según San Mateo ha recibido el perdón oficial del Vaticano. L’Osservatore Romano la ha definido en 2014 como “la mejor obra cinematográfica sobre Jesús. La humanidad febril y primitiva que Pasolini lleva a la pantalla confiere un nuevo vigor al verbo cristiano, que aparece en este contexto aún más actual, concreto y revolucionario. Es una obra de arte”. De este modo el asesinado cineasta italiano pasó de la noche a la mañana de intelectual hereje a artista “canonizado”, lo cual posibilitó que el diario La Stampa viera en el hecho “un signo de la iglesia de la misericordia de Francisco”.

 jesucristo-superstar-1973  

FIN DE SIGLO. Cuatro décadas antes de este final feliz las aguas bajaron turbias una vez más. El revuelo causado por Jesucristo Superstar de Norman Jewison (1973) fue mayúsculo. La célebre ópera-rock presentaba un Judas muy activo y cuestionador, frente a un Jesús más bien dubitativo, que sin embargo accedía a momentos de furia desatada (como en el episodio de los mercaderes del Templo), que parecían reñidos con la imagen “de estampita” a la que la Iglesia nos había acostumbrado. Momentos antes de suicidarse, Judas culpaba directamente a Dios por el asesinato de Jesús, aplicando una lógica analítica muy difícil de rebatir. Esos y otros alardes (al final Judas descendía del cielo vestido de blanco, para interpelar duramente al pasivo Jesús) provocaron una activa campaña mundial del Vaticano contra la obra. Los ecos de la misma resonaron incluso en Montevideo, donde la Iglesia presionó a los estamentos militares y logró que el film tardara más de dos años en estrenarse. Recién se exhibió a mediados de 1976, y por supuesto fue un éxito de público descomunal.

     Poco después, en The Passover Plot (1976), el judío Zalman King contó la historia de un demagogo revolucionario llamado Joshua, que intentaba falsificar su crucifixión mediante narcóticos, como un golpe político al poder de Roma, hasta que el certero lanzazo de un centurión ponía las cosas en su lugar. Las molestias prosiguieron con la comedia de los Monty Python La vida de Brian (1979), considerada blasfema por confundir al Mesías con un vecino judío que había nacido el mismo día. Las relaciones entre cine e Iglesia siguieron de mal en peor, y el propio Juan Pablo II terminó por condenar expresamente Yo te saludo, María en 1984, con lo cual terminó convirtiendo en millonario al director Jean-Luc Godard, por una película que sin esa reacción del Vaticano no hubiera concitado la más mínima atención.

    la-ultima-tentacion-de-cristo-1988

Sin embargo, todo lo reseñado es poco si se lo compara al odio que el Vaticano profesó (y aún conserva) por La última tentación de Cristo de Martin Scorsese (1988). El episodio rozó la desmesura cuando unos católicos fundamentalistas californianos ofrecieron diez millones de dólares a la Universal por la destrucción del negativo y todas sus copias. Incluso en Montevideo se elevaron pancartas frente al cine Metro, con amenaza de bomba incluida. Pero ¿qué había de escandaloso en un film donde Jesús acababa muriendo por nosotros, conforme al rito? Sucede que Scorsese mostraba allí un Mesías (Willem Dafoe, excelente) que se planteaba permanentes dudas y, sobre todo, que amaba a una mujer, María Magdalena (Barbara Hershey, digna de ser amada). Eso sin duda alguna implicaba sexo, esa mala palabra de todas las religiones. El retrato “divino” era de esa manera más cercano y verosímil, aunque no menos respetuoso. Por lo menos para quien sepa ver la película alejado de cualquier tipo de fanatismo.

NUEVO MILENIO. En los últimos veinte años los problemas entre el Vaticano y el cine han dejado de lado la figura de Jesús y han tomado por otras vías más terrenales aunque no menos venenosas. Actos privados de Antonia Bird (1994) encaró sin tapujos dos temas urticantes: el de la confesión secreta, incluso cuando lo confesado debiera ponerse en conocimiento de la policía, y el de la homosexualidad de los sacerdotes. El resultado no era irreverente, sino una reivindicación de los postulados de la Teología de la Liberación, que pone en cuestión la actitud del Vaticano frente a la realidad social.  Amén de Costa-Gavras (2002) se metió con el tema de la maquinaria nazi y la resbalosa diplomacia del Vaticano y los Aliados, pero en realidad terminó disgustando no por su enfoque del tema sino por algo mucho más banal aunque llamativo: la imagen de su cartel publicitario, en el cual se fundían una cruz y la esvástica nazi.

     Teresa, el cuerpo de Cristo de Ray Loriga (2007) molestó en cambio a numerosos obispos españoles por mostrar una imagen demasiado sexy de la monja de Ávila: no en vano la intérprete era la bellísima y muy sensual Paz Vega. De todas maneras, al igual que con Rossellini en 1948, esto pareció una excusa ante una película llena de polémica, que huía de la estampita y presentaba a Teresa de Jesús a partir de sus escritos, que ya en su propia época habían generado conflictos. La filmación de algunas de sus visiones también pudo ser otro motivo para el rechazo vaticano.

  camino-2008

   Grupos ultras hispánicos se enojaron además con Pedro Almodóvar, que en 2004 en La mala educación fue muy explícito respecto al problema de la pederastia entre los sacerdotes. Es en este punto donde se detecta el cambio actual por el cual lucha el Papa Francisco, ya que este año ese mismo asunto fue tratado por En primera plana de Tom McCarthy, película que no sólo ganó el Oscar sino que fue explícitamente defendida por L’Osservatore Romano como “pieza que no atenta en absoluto contra ningún punto del dogma”. Sin embargo, los españoles continuaron enojándose, como sucedió en 2008 cuando la notable Camino de Javier Fesser se alzó con el Goya. El film abrió heridas difíciles de cerrar, al narrar la historia real de una niña que cae enferma de cáncer en momentos en que descubre por primera vez el amor, mientras que su madre (fanática militante del Opus Dei) intenta hacerle ver que su enfermedad es una verdadera bendición de Dios. Por si fuera poco, la Curia rodea a las agonistas deleitándose con una probable canonización, “ya que hace mucho que en España no tenemos una”, como en determinado momento razona un obispo que tiene más de Maquiavelo que de cristiano.      

el-codigo-da-vinci-2006

     Con El código Da Vinci de Ron Howard (2006) la Iglesia dirigió su épico enojo de manera más inteligente a la habitual, concentrando sus baterías en un tema llamativo pero en definitiva banal: la relación de Jesús con María Magdalena y el probable fruto de esa unión. En cambio, con gran habilidad minimizó dos temas que sí parecían muy enojosos. Por un lado, la siniestra posibilidad que una organización religiosa ordene crímenes para salvaguardar secretos bíblicos, que fue descartado como un simple giro novelesco del asunto. Por otro lado el film expone por boca del personaje del historiador (Ian McKellen) las claves respecto a que Jesús en principio no era Dios, y que no lo fue hasta que el emperador Constantino, con el fin de terminar las luchas entre cristianos y paganos, financió la redacción de una nueva Biblia que omitía todos los fragmentos evangélicos que hablaban de la “humanidad” de Jesús, en beneficio de los que aludían al componente “divino”. El dato es rigurosamente histórico (se origina en el Edicto de Milán, en 313) y muy enojoso, pero de eso nadie habló.

     En cambio, el Vaticano concentró toda su energía en condenar a La brújula dorada de Chris Weitz (2007), diciendo que “promueve un mundo frío y desesperanzado, sin Dios”. L’Osservatore Romano atacó además al británico Philip Pullman, autor de las tres novelas en que se basa el film: “En el universo de Pullman la esperanza no existe, porque no hay salvación”. En ese mundo de fantasía la Iglesia y su brazo ejecutor, el Magisterio, realizan crueles experimentos con niños e intentan destruir todo aquello que socave su legitimidad y poder. Aunque en el film se eliminaron las referencias más específicas a la Iglesia, la Liga Católica Estadounidense convocó al boicot, temiendo que aún esa versión depurada del libro lleve al público a leer la famosa saga. La Liga ha dicho además que el objetivo del film es “atacar al cristianismo y promover el ateísmo entre los niños”. Los ataques fueron tan eficaces (y el film es tan malo) que el resultado fue un épico fracaso, con lo cual las restantes partes de la saga aún siguen sin filmarse.

        RADICALISMOS. El Vaticano no ha sido el único en sufrir ataques de ira frente al cine: recordemos las protestas judías frente al supuesto antisemitismo de La Pasión de Cristo de Mel Gibson (2005), o el permanente boicot oficial de Israel contra la obra del cuestionador cineasta Amos Gitai. En las tiendas rivales no debería olvidarse tampoco el caso del realizador Theo Van Gogh, asesinado por un grupo islámico después de dirigir el documental Submission Part I (2004), donde denunciaba la violencia doméstica a que son sometidas a diario las mujeres musulmanas. Ante tal estado de cosas uno debería preguntarse, por ejemplo, si los intelectuales y las Iglesias viven hoy más enfrentados que en otras épocas.

     Es verdad que ciertas manifestaciones culturales habrían resultado impensables décadas atrás: la imagen de una joven desnuda representando a la Virgen; la publicidad de un Sagrado Corazón que sostiene un condón en su mano; un collage fotográfico que muestra a la Virgen de Guadalupe sólo cubierta con un bikini de flores. O, apuntando al otro lado, las caricaturas de Mahoma publicadas inicialmente en Dinamarca, y todas las consecuencias que han traído aparejadas. Pese a esos descaros, y a la multiplicación de boicots y protestas, éste no parece un tiempo que registre un mayor enfrentamiento en la materia. Lo que pasa que vivimos en un mundo vertiginoso, en el que todo tiene mayor eco. La existencia de medios de difusión masiva juega un rol fundamental: al fin y al cabo, Boccaccio, Balzac, Kant y Flaubert, son sólo cuatro de los miles de autores que llegaron a estar en el Índice de Libros Prohibidos, pero hasta el siglo XIX el número de personas que sabía leer era muy bajo, por lo que ese veto tenía alcances reducidos. Hoy en cambio el cine, la publicidad e Internet llegan a todos, y quizás por eso las violencias de grupos integristas, las opiniones del Vaticano o los atrevimientos de ciertos artistas hagan que la polémica parezca a simple vista mayor.

     Una segunda pregunta válida sería a quién beneficia esa polémica. En la sociedad occidental, en la que el peso de la Iglesia ha descendido de manera alarmante, parece evidente que las condenas vaticanas disparan el interés por trabajos que podían pasar inadvertidos para el gran público (Yo te saludo, María y La brújula dorada serían dos ejemplos). Esa publicidad incluso llega a extenderse más allá de la obra denunciada. En Estados Unidos, donde sólo importa que todo el mundo hable de todo el mundo, para bien o para mal, Dan Brown, autor de El código Da Vinci, Ángeles y demonios e Inferno, se convirtió en un ganador. Pero no fue el único. Otro triunfador resultó el Opus Dei, hasta entonces una organización casi desconocida para los norteamericanos. Hoy día todos saben qué es, sus dirigentes son entrevistados por medios de prensa que nunca les habían prestado atención, su libro de cabecera ha sido editado con gran éxito (¡por el mismo sello que publicó las novelas de su enemigo Dan Brown!), y llegaron a planificar una película sobre el fundador de la institución, José María Escrivá. Más allá de la ironía que los ganadores sean tantos y tan disímiles, las iras de unos y otros resultan sepultadas ante el poder mediático y las cuantiosas ganancias embolsadas.

     Una tercera pregunta duele más: saber qué pensaría de todo esto el Nazareno. Su solo planteamiento parece incomodar a todo el mundo. Quizás porque él es mediático también, aunque muy a pesar suyo.

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