El limonero real, de Gustavo Fontán

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El amanecer de los vivos

Por Gastón Molayoli

El nombre que más se repite en El limonero real, la novela que Juan José Saer publicó en 1974, es Wenceslao. Lo que de él se describe es un conjunto enorme de acciones pequeñas y no tan pequeñas como levantarse, lavarse la cara, jugar con sus perros, tomar unos mates con su mujer, remar un largo rato sobre el río que rodea a la isla donde viven, caminar solo o acompañado por senderos verdes, matar a un cordero, observar y escuchar el crepitar insistente del fuego al lado del bicho muerto puesto en cruz o registrar la manera suave que tiene su hombro de vincularse con la corteza de un árbol mientras sus labios y su lengua asimilan el mate que le acaban de cebar. En El limonero real, la película que Gustavo Fontán estrenó en 2016, la repetición de un nombre se traduce en la repetición de un rostro.

Ni en la novela ni en la película existe un entramado narrativo que sirva para contener a las pequeñas acciones en un todo más o menos cerrado, más o menos claro. Lo que sucede en líneas generales es bastante fácil de resumir: Wenceslao se levanta la mañana de un 31 de diciembre, desayuna con su mujer, la invita a viajar hasta la casa de la hermana de Ella (de esa manera –no- se la nombra en la película y en la novela) para celebrar el año nuevo, Ella se niega porque continúa con el luto que empezó hace seis años cuando murió el hijo de ambos, Wenceslao viaja solo, celebra el año nuevo con ellos y a la madrugada vuelve a casa. En la novela y en la película lo que sucede en líneas generales es tan importante como el despliegue de líneas finas que las palabras o las imágenes y los sonidos enlazan hasta formar con ellas una red a través de cuyos intersticios se filtra una serie de rituales. En la novela ese mismo día se repite de diversos modos, a partir de diferentes registros, tiempos verbales y perspectivas, al punto de que resulta difícil saber si se trata del mismo día o de días distintos en años distintos, una ambigüedad que habilita la posibilidad (y la condena) de un luto eterno.

La noticia de que esta película se estaba filmando generaba un gran interrogante: ¿Cómo encarar una novela que parecía infilmable? Las inflexiones de la palabra, el modo en que las oraciones despliegan un espectro gigante de desvíos para cerrarse luego con armonía, la materia que se ordena y finalmente se desintegra dejando sin embargo la sombra o quizás la huella de una certeza, parecían resistirse al traspaso. La adaptación o la transposición no suelen ser conceptos muy precisos para dar cuenta del proceso que une (o separa) a la literatura y el cine pero mucho menos en este caso, sobre todo si la vara para medir los resultados es la idea insoportable, insuficiente y descartable de la fidelidad. Acá no importa la correspondencia entre la novela y la película o el grado de pudor con el que un cineasta encara un proyecto como este, sino el camino inverso que se puede transitar desde la materia cinematográfica hasta la literaria a la manera de un diálogo que retoma las posibilidades abiertas en la novela original. Lo que hace Fontán no es adaptar ni transponer la novela sino continuarla, proponer una nueva variación a ese último día del año que Wenceslao comparte con la familia de su mujer ausente.

Las escenas que Fontán integra a la secuencia temporal que Saer propuso hace cuarenta años revisten un carácter familiar, generan la impresión de que ya sucedieron otras veces, o incluso que ya las vimos antes. Las razones pueden ser múltiples (y personales): el abismo temporal que abre la celebración del año nuevo genera un clima extraño (a pesar de que seamos conscientes de lo caprichosa que resulta la fragmentación y el conteo de los días) en el que todo pareciera suspenderse por un rato, entre lo que fue y lo que vendrá. Se intuye además que Wenceslao recorrió ese río miles de veces, que en muchas, demasiadas oportunidades el sol alcanzó y esquivó las hojas de los árboles, llegó hasta los cuerpos y finalmente a la tierra o al agua. Lo que retorna obstinadamente hasta hacerse familiar es el dolor, el duelo interminable que moviliza inútilmente a Wenceslao y congela a su mujer.

Cada una de las variaciones que mencionábamos se anticipa en la novela con la expresión “Amanece y ya está con los ojos abiertos”. No sabemos nunca, de nuevo, si es el mismo amanecer o decenas de amaneceres distintos, o incluso si ambas posibilidades son correctas. En El limonero real, la película, hay un solo amanecer, una mañana, un mediodía, una tarde, un atardecer, una noche y cada una de las maneras en que el sol aparece, se ubica en el centro (generando aureolas en todas partes y fronteras móviles que dividen el terreno entre luces y sombras) y va declinando su posición hasta desaparecer completamente para abrirle paso al fuego y a las lámparas, despliegan algo parecido a un ensayo sobre la luz natural, sobre el modo singular en que ésta pega contra las paredes, contra los rostros, contra el lomo de los perros y sobre la superficie del río formando un espejo en movimiento que conecta este mundo con otros, como lo hace Wenceslao cada vez que rema en su bote.

Esos otros mundos están presentes en cada plano porque Fontán filma fantasmas, espectros recortados por una luz áspera que deambulan por los senderos de la isla entre los cuerpos cansados que quedaron de este lado. El resplandor del sol, la intermitencia del fuego y el roce tímido de la luz artificial (o del sol de noche), cuya fuente no ingresa en el encuadre pero puede suponerse, se encuentran con rostros que están desconectados del presente. Fontán los registra en una actitud perdida, distribuidos todos alrededor del fuego como si el ritual los estuviera absorbiendo y los obligara a mantenerse quietos. Los cuerpos, dice Deleuze, encierran el antes y el después, la fatiga y la espera. En los cuerpos de Wenceslao, Ella, Rosa, Rogelio, el Ladeado y de todos los otros que deambulan por la isla se percibe algo parecido. La impresión es que podrían salir del sopor en cualquier momento para emprender una acción exigente y que lo único que los mantiene inmóviles es la ausencia de una señal externa. La única que se resiste a la inmovilidad es Rosa, que logra convencer a sus sobrinas, a sus hijas y a su otra hermana para que la acompañen a buscar a la mujer que falta.

El trabajo con el sonido en las películas de Fontán es notable. Rara vez existe redundancia o correspondencia directa entre imágenes y sonidos, interacción primitiva pero todavía vigente en gran parte del cine contemporáneo. En El limonero real los diálogos y los sonidos del entorno forman un entramado que se despega de los planos contribuyendo a la creación de diferentes dimensiones perceptivas. Podemos escuchar y ver en primer plano el reclamo que le hace Rogelio a Agustín, padre del Ladeado y esposo de Teresa, la tercera hermana, para que deje ir a su hijo a la ciudad y en cierto momento despegarnos visualmente de ese diálogo, mantenerlo suspendido en el plano sonoro de manera cada vez más tenue y desviar nuestra atención visual hacia el juego que mantiene ocupados a los niños alrededor de la mesa donde comen sus padres. Podemos también contagiarnos de la alegría que absorbe a Rogelio cuando juega con sus hijos y conectarla luego con la espalda dura de Wenceslao, atravesada por una entidad sonora que podría remitir a una película de terror, mientras el cordero que a la noche será alimento respira de manera agitada por última vez. En los primeros y en los últimos segundos de esta gran película de Gustavo Fontán las imágenes se revisten de un viento que se parece bastante a un coro de muertos, lo que no impide constatar que El limonero real (novela y película) es una experiencia dedicada a los que todavía están de este lado y mañana volverán a despertarse.

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