BAFICI 2017: Las imágenes piensan.

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Por Gastón Molayoli

Si una película puede definirse como un desfile de imágenes y sonidos, un festival podría explicarse como una caravana interminable. Frente a ese fenómeno la pregunta es si la mente puede retener algo de lo que ve para luego contárselo a otro. Otra pregunta ampliaría la atención hacia todo lo que sucede alrededor de las proyecciones y que termina de delinear la definición del evento. Es obvio: un festival no está conformado sólo por películas. Y este año mucho menos, luego de que el gobierno nacional decidiera, a partir de denuncias realizadas en un programa de televisión, intervenir un ente autárquico como el INCAA. Sobre el tema se dijo mucho y siempre es bueno evitar la redundancia pero vale un comentario: es imposible negar que el crecimiento del cine argentino en estas últimas dos décadas se explica en buena medida gracias a la existencia de dicho instituto y a su autarquía, marco que le permite administrar los fondos que se generan a partir del diez por ciento de las entradas cortadas en todo el país y del impuesto que las cableoperadoras deben abonar por utilizar una señal que pertenece al Estado. La masiva marcha que se desarrolló el día de la inauguración del BAFICI y la lectura del documento de la asamblea audiovisual antes de la proyección de cada película argentina fueron demostraciones palpables de que todos los sectores de la comunidad cinematográfica coinciden en que el momento es crítico.

Sobre la programación habría que decir en líneas generales que el nivel fue muy bueno. Hubo algunas confirmaciones, algunas sorpresas y retrospectivas notables. De lo visto se desprende, en primer lugar, la certeza de que el cine latinoamericano vive un gran momento. Viejo calavera, de Kiro Russo, fue el mejor ejemplo dentro de la Competencia Internacional. La película boliviana cuenta la historia de un joven que vive en un permanente estado de ebriedad luego de perder a su padre. Frente a esa situación su tío, con quien tiene una relación conflictiva, lo lleva a trabajar a una mina situada en la zona de Huanuni. El modo en que Russo filma ese espacio subterráneo y a los cuerpos que allí deambulan es de una sensibilidad enorme. Viejo calavera podría encontrarse, en una suerte de doble programa, con otra película latinoamericana, más precisamente brasileña, que estuvo en la misma competencia: Arábia, de João Dumans y Affonso Uchoa, sobre un joven que encuentra el diario de un obrero recientemente fallecido en su localidad. El descubrimiento funcionará como punto de partida para desplegar un relato que traduce una experiencia de clase. En una escena maravillosa el autor del diario está en la fábrica y de repente, de manera momentánea, pierde la audición, lo que le permite observar el contexto de otra manera y finalmente tomar conciencia.

El terreno del documental es difuso. A veces roza el ensayo, otras el found footage (el trabajo sobre un material encontrado), puede asentarse en entrevistas, en archivos o en una observación distanciada. En esta edición del festival se exhibieron tres grandes películas, de tres cineastas distintos: Austerlitz, de Sergey Loznitsa, Paris est une fête, de Sylvain George y No intenso agora, de João Moreira Salles. A través de planos fijos, la primera de ellas registra a la multitud de turistas que visitan Sachsenhausen, uno de los primeros campos de concentración creados por el nazismo. Mientras recorren los lugares y escuchan a los guías, los turistas se sacan fotos, selfies, sonríen y destruyen el sentido del momento más terrible del siglo veinte. La segunda, Paris est une fête, es por el contrario puro movimiento. El dispositivo que pone en marcha Sylvain George podría pensarse en dos bloques paralelos que se alimentan mutuamente porque forman parte de la crisis que vive Europa: por un lado muestra varias manifestaciones recientes y violentas que sucedieron en París durante el último año y, por el otro, sigue a un refugiado africano que vive en la calle, entre la basura. De la misma manera que en Figuras de guerra, uno de sus documentales anteriores, George trabaja con un blanco y negro muy contrastado y con una expresividad sonora que nunca se limita al mero registro documental (en unos meses posiblemente la veamos en el C.C. Leonardo Favio).

 

A diferencia de Paris est une fête, las manifestaciones que se observan en No intenso agora no pertenecen al presente. En el regreso al cine de João Moreira Salles, diez años después de la enorme Santiago (2007), se cruzan imágenes de archivo provenientes de China, Francia, Brasil y Checoslovaquia, todas ellas registradas a fines de los años sesenta. Gran parte del entramado establece un ida y vuelta entre el mayo francés y el viaje de la madre de Salles a China, en los primeros años de la Revolución Cultural. La película es un ensayo poético-político de una lucidez impresionante, acaso de lo mejor que pasó por el festival. Salles accede a cada imagen para extraer de ella un conjunto de ideas que quizás resultaban ajenas a la persona que las registró. Lo único que no queda demasiado claro es el lugar desde el cual observa. El monólogo que interpela a las imágenes, que parecen encapsuladas en el tiempo, no admite demasiada confrontación con el presente. ¿Qué dice esta película, por ejemplo, acerca del devenir de la izquierda latinoamericana de los últimos años? Es como si la nostalgia tapara todo y no permitiera pensar en nada más que en la derrota. Todo un problema para una gran película.

Durante esta edición del festival, como cada año, hubo varias retrospectivas. Las más interesantes –en un caso porque estuvo presente, acompañando sus películas, y en el otro porque su obra es fundamental para entender el cine portugués- fueron las de Nanni Moretti y Antonio Reis. Películas como Palombella rosa, de Moretti, en el que un partido de waterpolo funciona como alegoría del “campeonato” que perdió el Partido Comunista a fines de los ochenta, o Tras-os-montes, de Reis, en el que el despliegue de diferentes capas narrativas construyen un relato sobre el modo en que la Historia enterró a muchos pueblos, generan la impresión de que el mejor cine moderno se hizo en el pasado.

De una circunstancia pequeña, al menos en apariencia, puede salir una gran película, un postulado que se aplica a 95 and 6 to go, de Kimi Takesue, Sieranevada, de Cristi Puiu y Porto, de Gabe Klinger. El primero es un documental de estructura clásica, un retrato con entrevistas a cámara y seguimiento del personaje principal, el abuelo de la directora, un hombre de 95 años al que, según los médicos, le faltan 6 meses de vida. La manera en que Takesue observa a su abuelo, con amor pero también con un poco de extrañeza, confirma que a veces la economía de recursos y la entrega hacia el otro, el que es observado, son las mejores decisiones. En Sieranevada, del rumano Cristi Puiu, también hay una despedida pero bajo la forma de un ritual que una familia realiza cuarenta días después de la muerte de uno de sus miembros. Gran parte de la trama sucede dentro de los límites de la casa donde hay primos, hermanos, hijos y nietos que entran y salen de cada habitación. La capacidad de Puiu para dibujar un microcosmos familiar, que al mismo tiempo funciona como reflejo de un clima de época, es extraordinaria. Sieranevada es una clase magistral de puesta en escena. Porto está más cerca de una tradición que a esta altura podríamos iniciar con Antes del amanecer. Cuenta la historia de un hombre y una mujer que se encuentran una noche, viven un romance fugaz e intenso y se despiden al otro día pensando, equivocadamente, que la cosa va a continuar para siempre. Más que romántica, la de Gabe Klinger es una película sobre el desencuentro. Un detalle fundamental: fue filmada en 8mm., 16mm. y 35mm., y proyectada en 35 mm. El ensamblaje de estas diferentes texturas permite una coexistencia entre el pasado rosa, el presente gris y el territorio onírico que permite la ficción y sirve de consuelo.

Algo sucedió en este último año con la literatura de Juan José Saer: dos cineastas argentinos y talentosos como Gustavo Fontán e Iván Fund decidieron detenerse en su obra. El año pasado se estrenó en el Leonardo Favio El limonero real, del primero, y en esta edición del festival se proyectó Toublanc, del segundo, inspirada en la vida y obra del escritor santafesino. La película se articula a partir de dos muertes, una ocurrida en Santa Fé y otra en París, dos espacios que Fund, desde el principio, hace interactuar hasta volverlos limítrofes. En Toublanc están presentes, como en la literatura de Saer, las variaciones de una misma situación, el lugar del caballo como testigo mudo y el tratamiento de lo trivial como algo extraordinario. Fue la gran película argentina del festival. Hubo otras muy buenas como Fin de semana, El pampero, Hoy partido a las tres, Otra madre y La mirada escrita que demuestran que el cine argentino tiene un nivel de producción, de profesionalismo y de sensibilidad muy altos.

Hay películas que tienen la voluntad de contar una historia o al menos de acercarse a ciertos personajes, con todas las diferencias e imperfecciones que se les pueda encontrar. Otras buscan una manera distinta de vincular las imágenes y los sonidos, lejos de la temporalidad impuesta por la narración y decididamente dentro de un territorio en el que es posible la convivencia entre el pasado y el presente, lo histórico y lo íntimo, el reconocimiento de la tradición y la necesidad de romper con ella. En el marco de esas tensiones y de esas posibilidades quizás se defina gran parte del cine contemporáneo. Y festivales como el BAFICI funcionan como su caja de resonancia.

Este texto fue publicado originalmente en el diario Puntal.

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