CIEN AÑOS DE INGMAR BERGMAN: BUSCANDO AL DIOS PERDIDO.

0
2573
STOCKHOLM, SWEDEN: Unlocated picture dated in the 1970s shows legendary Swedish filmmaker Ingmar Bergman (L). (Photo credit should read AFP/AFP/Getty Images)

Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

Tener un autor de cabecera es un raro privilegio, un milagro de comunicación entre un creador y su público, una experiencia que puede acontecer en cualquier rama de la cultura, pero sólo una vez en cada área, ya que un autor de cabecera no admite rivales en su terreno. En mi caso he experimentado esa perdurable conmoción en tres zonas diferentes del arte, y sigo siendo fiel a cada uno de esos gurúes. A los 15 años William Shakespeare me conquistó gracias a un tomo de obras completas que me regalaron mis padres; a los 18 quedé impactado por las esculturas de Gian Lorenzo Bernini que descubrí en una lujosa historia del arte; y desde los 21 el cine de Ingmar Bergman me marcó a fuego para siempre. El inglés y el italiano me ganaron de manera inmediata, pero con el sueco la experiencia resultó mucho más dificultosa.

EN BUSCA DE BERGMAN. Al principio no tuve suerte con Bergman, que llegó a mí en forma inadecuada. Mi encuentro inicial con el maestro fue en 1975 con Escenas de la vida conyugal, célebre descenso al infierno de la pareja y sus miserias. Allí el sueco dio gala de una técnica en apariencia rudimentaria (cámara fija, escenario casi único, carteles que anuncian cada segmento, ausencia casi total de música, obsesivos primeros planos, iluminación descarnada) como soporte adecuado para un diálogo de implacable rigor. Pero nada de eso supe apreciar en su momento: mi inexperta adolescencia me inhabilitaba para absorber los verdaderos alcances de una propuesta tan visceral y demoledora, y al salir de la sala recuerdo mi decepción con esa figura mitológica, de quien había leído maravillas y del que tanto esperaba. Después todo empeoró, ya que La flauta mágica me confirmó que no estoy hecho para la ópera. El estreno de Cara a cara tampoco me mostró nada parecido a la genialidad. Con cultura cinematográfica mayor gracias a lo que a diario me ofrecía Cinemateca Uruguaya en 1978 vi tocar fondo a Bergman en El huevo de la serpiente. Y cuando estaba a punto de desentenderme del sueco, todo se complicó más aún.

La causa de ello fue que hoy por hoy creo tener resuelto el tema de Dios, pero en mi adolescencia y temprana juventud fue motivo de reflexiones y angustias penosas. ¿Por qué o cómo me convertí en ateo? No lo sé, quizás por haberme formado durante doce años en un par de rígidos institutos religiosos. O quizás soy ateo “gracias a Dios”, pero confieso que soy un ateo fuerte. Comencé planteando las típicas simplezas adolescentes: por ejemplo, que no puede existir Dios si hay niños que mueren de hambre en el mundo entero. Paso a paso me fui decantando hacia una postura más firme y profunda, en la que he llegado a no poder concebir la existencia de Dios entendido como un ser superior creador del Universo, consciente de su propia existencia, con voluntad y conocimiento perfectos. A mi entender la conciencia humana desaparece al morir, porque de existir Dios, ¿que había antes de que creara el Universo? ¿Y dónde se hallaba Él antes de crear el Universo, si éste aún no existía? O, paradoja mediante, ¿Dios creó el Universo desde el seno de ese mismo Universo? Me resulta inconcebible. Para mí el Universo siempre ha estado y estará ahí, aunque se transforme y deje de ser como hoy lo concebimos. Es el Universo lo que es eterno, como dice Jesús de Montreal de Denys Arcand, pero su eternidad no le da categoría divina ni omnisciencia alguna. Nunca discuto ni pretendo convencer a nadie acerca de este tema, porque mi postura es racional y Dios es asunto de fe, y no puede ni debería explicarse mediante razonamiento alguno. Por ello a mi entender la única definición válida acerca de la presunta existencia de Dios es que existe porque existe y chau. Es sólo cuestión de fe.

El camino hacia mi actual ateísmo estuvo plagado de íntimos sufrimientos, y debo decir que resulta muy duro vivir sin la muletilla de un ente superior que nos asiste con la promesa de la vida eterna. Sin embargo, los creyentes afirman que resulta igualmente difícil mantener firme la fe ante las atrocidades que el mundo nos depara. Quizás todo sea más simple, y lisa y llanamente la que resulte feroz sea la vida. En todas esas elucubraciones me percaté que, como joven amante del cine que ya era, debía encontrar al Bergman del que todos hablaban, el que era calificado como el más grande cineasta viviente. Me dije a mí mismo que quizás no había dado aún con los títulos indicados de su obra, y así durante varios meses esperé un milagro. Llegó a fines de 1979, cuando se estrenó en Montevideo Sonata otoñal, primera película del maestro que me impactó profundamente, un texto memorable donde una madre (Ingrid Bergman) y una hija (Liv Ullmann) se dicen cosas terribles sin perder de todas formas un último destello de amor, esperanza y piedad. Con el pretexto de ese estreno, Cinemateca Uruguaya presentó un ciclo casi completo y muy ordenado de Bergman… y allí lo encontré.

GENERALIDADES. Hijo de un pastor luterano, Bergman nació en Upsala el 14 de julio de 1918. Su educación se basó en los conceptos cristianos de pecado, confesión, castigo, perdón y misericordia, factores concretos en la relación entre padres e hijos, y entre los humanos y Dios. Bergman dijo que “los castigos eran algo natural y jamás se cuestionaban. A veces eran rápidos y sencillos, como bofetadas y azotes, pero también podían adoptar formas sofisticadas, perfeccionadas a lo largo de generaciones”. Sus películas se inspirarían en esos temores y violencias. De manera progresiva buscó de joven la forma de guiar sus sentimientos y creencias independizándose de los valores paternos, a fin de buscar su propia identidad espiritual, aunque a lo largo de su vida siempre mantuvo un contacto permanente con su infancia.

Ya de niño había quedado impactado al recibir como regalo una linterna mágica y un teatro de marionetas, que le conducirían a todo tipo de conocimientos técnicos y fantasías acerca del teatro y el cine. A partir de los 13 años estudió en un instituto de Estocolmo, y luego se licenció en Letras e Historia del Arte. Durante la Segunda Guerra Mundial, contra el deseo de su familia, se inició como ayudante de dirección en el Teatro de la Ópera Real de Estocolmo. Halló en el teatro y el cine los dos medios más apropiados para expresarse y centrar su potencial creativo. Los recuerdos y valores de su niñez y la cercanía a la labor del padre lo habían sumergido en cuestiones metafísicas profundas acerca de la muerte, la autonomía, el dolor y el amor. Con ese bagaje cultural inició su carrera en cine en 1941 como ayudante de libretista. Su primer guión personal lo concibió en 1944, fue dirigido por Alf Sjöberg y en el Montevideo y Buenos Aires se tituló El sádico.

En cine la narrativa visual de Bergman suele ser deliberadamente pausada, con un montaje y una secuencia de planos mesurados, para lograr el tiempo de reflexión que los espectadores necesitan. Empero, ese ritmo está lejos de la monotonía, merced a la carga del mensaje y la excelente marcación de los intérpretes. Otra clave de su estética es la limpieza de las imágenes. Es recurrente el hecho que los avatares de los personajes los reconducen hacia sí mismos, rumbo a su alma y su conciencia. Son rutas enigmáticas e íntimas que se apoderan del espectador, llevándolo a una experiencia estrictamente personal e inquietante, la cual implica desnudar el alma humana. El viaje termina a veces en la locura y la muerte, o en un estado de gracia metafísica que permite a los caracteres entender mejor su realidad. Esa revelación los ilumina y cambia el curso de sus vidas, al exorcizar, conjurar y dominar los fantasmas que osaban perturbarlos. Porque los seres de Bergman arrastran pesados lastres en la mente y en el alma. La inquietud latente que sienten se revelará progresivamente al espectador, produciendo un efecto de iluminación devastador. La transmisión de los estados de conflicto interno de los personajes originan historias angustiosas y lacerantes, algo que pocos cineastas han sabido brindar al público. Ése fue el mayor logro de Bergman, y se mantuvo vigente hasta su muerte, ocurrida mientras dormía en la madrugada del 30 de julio de 2007. En esa misma jornada, pocas horas después, fallecía en Roma Michelangelo Antonioni, en lo que debe considerarse como el mayor día de luto en la historia del cine.

Ríos de tinta han corrido y correrán sobre Bergman y su cine, y realizar un estudio de su inmensa labor excede los límites de esta nota. Sin embargo, para entender mejor el impacto que ejercieron sus obras maestras, parece oportuno brindar a los más jóvenes una panorámica de su profusa carrera, que debería ser encarada en orden cronológico, para de esa forma advertir mejor su desarrollo y aquilatarla en su total dimensión. Hay varios períodos en la obra de Bergman. El primero va desde 1945 a 1955 y consta de dieciséis films caracterizados por un estilo realista y un tratamiento más bien pesimista de diversos dramas sentimentales. En ese lote hay lugar para una media docena inicial de historias menores, pero también para una ruptura, detectada ya en El demonio nos gobierna (1948) y ampliada en El fracasado (1949), donde los villanos humanos eran reemplazados por una verdadera visión diabólica del mundo, con el Bien y el Mal como elementos fundamentales de la vida humana. De ahí a un nivel mayor de madurez había un paso y Bergman lo dio en tres obras cruciales (Juventud, divino tesoro, 1950; Noche de circo, 1953; Sonrisas de una noche de verano, 1955), descubiertas tempranamente en Uruguay por Homero Alsina Thevenet y Emir Rodríguez Monegal. A ellas deberían sumarse tres logradas comedias dramáticas (Mujeres que esperan, 1951; Un verano con Mónica, 1952; Confesión de pecadores, 1955). Esos ocho films descubrían a un joven autor que indagaba en los vericuetos del amor con un pesimismo casi existencialista.

UN DIOS ELUSIVO. La segunda zona de la obra de Bergman siempre me ha parecido la más brillante. Consta de nueve films realizados entre 1956 y 1963 y son los que aún no dejan de impactarme. En ellos hay angustias, incógnitas y evidencias sobre Dios, por lo cual constituyen lo que ha dado en llamarse el “período metafísico”. Lo inauguró El séptimo sello (1956), y la brillantez de esta terrorífica visión medieval pesó mucho a la hora de mi arrobamiento inicial con Bergman: las pinturas sobre madera, las iglesias de la época, la peste, la Muerte, las Cruzadas, los juglares errantes, el tremendo episodio de los flagelantes, la hoguera de la bruja, todo un cóctel aderezado con una fuerza visual inmensa (porque el blanco y negro nunca fue más blanco y negro que acá) y una inusual simbiosis entre el plano metafísico (la trama y sus contenidos) y el plano físico (el mar, las rocas, el viento). Era una parábola sobre el mundo moderno, amenazado también de manera apocalíptica por la bomba atómica y la Guerra Fría, y esa perfecta combinación de forma y contenido hacía del film una obra maestra. Pero El séptimo sello tuvo en mí un impacto adicional, porque en cierto momento el Caballero se preguntaba las mismas cosas que perturbaban mis sueños adolescentes: “¿Por qué es tan difícil percibir a Dios con uno de los sentidos? ¿Por qué se esconde entre vagas promesas y milagros invisibles? ¿Cómo podemos creer los creyentes, si ni siquiera creemos en nosotros mismos? ¿Qué será de los que queremos creer? ¿Y de los que no quieran? ¿Qué será de aquellos que nunca podrán creer? ¿Por qué no puedo matar a Dios en mi interior? ¿Por qué me ha hecho vivir con esta angustia, y de modo tan humillante? Quiero arrancarle de mi corazón, pero Él permanece dentro, burlón. No puedo arrojarle de mí. Quiero conocimiento, no creencias o conjeturas, ¡conocimiento! Quiero que Dios muestre sus manos, enseñe su cara, que me hable, pero sigue en silencio. Le grito en la oscuridad, pero allí nunca hay nadie. Quizás no haya nadie. Si es así, entonces la vida es una estupidez. Ningún hombre puede vivir con la Muerte sabiendo que el Todo es la Nada”. Este espectacular monólogo de Max Von Sydow era como mirarme cara a cara en un espejo y descubrir el fondo de mi espíritu, era compartir en forma plena y total la angustia existencial de un artista mayor, con quien desde entonces caminé por la vida como si fuera mi segundo padre.    

Una segunda conmoción espiritual me causó Cuando huye el día (1957), en la que Bergman retoma el problema de la muerte y el Más Allá mediante la historia del viejo médico (Victor Sjöström) homenajeado como paso previo a su jubilación. La película implica un proceso de íntimo autoconocimiento, donde la realidad, los recuerdos, las pesadillas y las fantasías se yuxtaponen durante el viaje en auto, leitmotiv perpetuo de la trama. Una enorme madurez y un hálito de serena sabiduría recorren una película que aunque parezca mentira está realizada por un cineasta que aún no había cumplido los 40 años. El resultado respira un humanismo brioso, que tiene como objetivo fundamental resaltar la mayor tara espiritual del hombre actual: su incapacidad de amar. Bergman despoja al amor de toda dimensión divina, porque su búsqueda de Dios ya es una pugna constante con la divinidad: aquí hay lujuria, desesperación, frustraciones sexuales y necesidades eróticas varias, pero el amor falta a la cita. Quizás por eso en esta película Bergman destapa una nueva e incómoda dimensión espiritual: la del subconsciente del ser humano, apenas entrevisto en las culpas, alucinaciones y desasosiegos de personajes que viven de manera extremadamente disciplinada, aunque en realidad aún no acabaron de resolver sus más básicas tribulaciones.

A continuación Bergman retornó a temas urgentes e inmediatos y dejó de lado su búsqueda de Dios. Pese a ello el nivel siguió rozando la brillantez, ya sea al explorar el misterio de la vida y la muerte mediante el tema del aborto (Tres almas desnudas, 1958), los juegos de apariencia y realidad en el arte (El mago, 1958) o el Bien y el Mal como motores de la existencia de personajes más bien modernos ubicados en un ámbito medieval (La fuente de la doncella, 1959). Pero Dios seguía acechando a Bergman (o Bergman continuaba buscando a Dios) y de esa forma surgió una extraordinaria trilogía donde el cineasta transitó por los siniestros pasillos de la ausencia divina, la agonía, la soledad y la locura humanas. En Detrás de un vidrio oscuro (1961) Dios existe pero mejor no hallarlo: para Harriet Andersson es un monstruo horrible con forma de araña, que la mira con odio y frialdad mientras intenta penetrarla, pero para el espectador la imagen de esa divinidad es más bien la de un ser superior a quien no parece importarle demasiado la suerte que corren sus hijos. Todo empeora en Luz de invierno (1962), ascético testimonio que expone dudas del pastor luterano Gunnar Björnstrand, que espera una respuesta de Dios y experimenta en cambio la inhumana angustia de su mutismo. Por último, en El silencio (1963) Dios pasó a la historia, ya no existe: este film altamente alegórico presenta a dos hermanas (Ingrid Thulin, Gunnel Lindblom) y un niño (Jorgen Lindström) que permanecen incomunicados en una ciudad desconocida, con individuos anónimos que caminan por las aceras como robots y carros tirados por caballos esqueléticos, en medio del infierno del sexo y una absoluta falta de amor.

HERMETISMOS Y AGONÍAS. Esa certeza sobre la inexistencia de un ser superior terminó por llevar a Bergman a un pozo depresivo y a su internación en un psiquiátrico, de los que salió mediante la total aceptación de sus demonios interiores. Allí surgió su tercer período creativo, que va de 1966 a 1980 y está compuesto por catorce películas. De ellas, las primeras (Persona, 1966; La hora del lobo, 1967; Vergüenza, 1968; La pasión de Ana, 1969) forman la etapa estética más arriesgada del maestro, con tramas premeditadamente herméticas, una continua desconstrucción del lenguaje del cine, dosis de desequilibrios y la irrupción de una fuerte violencia que parece llegar del mundo exterior, pero también de las traumáticas experiencias que viven los personajes. A esas alturas, aunque el cineasta me había conquistado por completo, no dejaba de observar que su trayectoria mostraba una repetición de ciertos temas, una suerte de eterno retorno a preocupaciones añejas. El propio Bergman lo dijo: “Siempre es la misma película, los mismos actores, las mismas escenas, los mismos problemas. La única diferencia es que título a título todos vamos estando más viejos”. Empero esa carrera demuestra también cómo las reiteraciones le permitieron desplegar una formidable riqueza expresiva y una inagotable dramaticidad en perpetua evolución. De esa forma Bergman acabó brindando al público una nueva conmoción.

Gritos y susurros (1972) parte de una premisa muy sencilla: encerrar a cuatro mujeres en una enorme casona con motivo de la penosa enfermedad de una de ellas. Lo fundamental de la trama radica en la vinculación entre esas mujeres (tres hermanas, una sirvienta), para de esa manera hallar los verdaderos pilares de esas relaciones. Harriet Andersson es la enferma terminal que quizás no conoció el amor, pero que en el proceso de su padecimiento se acerca a Dios y acaba descubriendo la felicidad cada vez que el dolor remite. Ingrid Thulin reniega de su condición de esposa, se siente asqueada del repulsivo marido que le tocó en suerte y llega a una actitud extrema, intentando destruir su propio sexo. La joven y coqueta Liv Ullmann pretende eludir el vínculo conyugal con un hombre débil y se ve impulsada al adulterio con el médico de la familia. Y Kari Sylwan, la sirvienta, extiende su frustración como madre hacia la enferma terminal, siendo la única que queda en la casa cuando todo acaba. Muchos distraídos reprocharon a Bergman el subrayado barroquismo escenográfico de su film, olvidando que un asunto tan asfixiante y espeso como la muerte (de eso se habla aquí) tiene un contrapunto ideal en el exceso visual: los omnipresentes relojes y su continuo tictac señalan el incesante paso del tiempo; los rojos cortinados, y el fundido en rojo cada vez que comienza y termina un recuerdo, evocan las sangres derramadas (un intento de suicidio, una agonía horrenda, un sexo destruido); los obsesivos primeros planos taladran esas almas femeninas queriendo penetrar más en sus íntimos recovecos y pesares. Sin esa estética Gritos y susurros no sería la cumbre que es, aunque no todo el mundo esté capacitado emocionalmente para sobrevivirla.

El resto del período me siguió revelando a un Bergman muy desparejo, que osciló entre dos obras mayores que terminé aquilatando como es debido (Escenas de la vida conyugal, Sonata otoñal), dos títulos que sigo considerando impersonales (La flauta mágica, Mi isla), dos dramas demasiado sobrecargados (Cara a cara, De la vida de las marionetas) y el traspié de El huevo de la serpiente. Bergman parecía extraviado, pero algo me decía que aún no se había rendido.

SERENA VEJEZ. Su tabla de salvación fue la serenidad conquistada al haberse podido reconciliar con sus fantasmas, que todavía existen pero ya no son letales en Después del ensayo (1984) y En presencia del payaso (1997), y parecen erradicados totalmente en su obra póstuma, la excelsa Sarabanda (2003). Cierta vez Bergman declaró: “Soy un niño. Ya lo dije una vez: toda mi vida creativa proviene de mi niñez”. La frase nunca ha resultado más certera que al vincularla a esa especie de summa bergmaniana que es Fanny y Alexander (1982), ya sea en su versión original televisiva de cinco horas o en su magnífica traslación a la pantalla grande, de 180 minutos de duración. La clave del magnetismo que irradia este film en los espectadores (y que permite que lo sintamos tan rioplatense, además de sueco) es que Bergman no apela a la cultura o la historia de un determinado lugar, sino a la parte emocional del público, sin que para ello le interesen demasiado las naciones o las épocas en que desarrolla su anecdotario. Explícitamente lo ha confesado en su autobiografía Linterna mágica: “Todo lo que he hecho en mi vida ha sido emocional, y lo emocional se lo he entregado a mis películas”. Esa es la razón fundamental de la estatura de clásico que ha conquistado la obra bergmaniana. Porque allí se exploran temas universales: las dificultades de la relación de pareja, los dolorosos reencuentros con los seres queridos, las interrogantes fundamentales sobre Dios y el (sin)sentido de la vida, la llegada de la vejez, la relación entre cine y teatro, la frágil línea divisoria de amor y odio entre dos personas. En cada una de sus películas el cineasta abordó uno o dos de esos temas, pero en Fanny y Alexander los resumió a todos. Y lo hizo de brillante manera.

El film toma como punto de partida la celebración navideña de una familia burguesa sueca de principios del siglo 20, y adopta para la narración el punto de vista de Alexander (alter ego de Bergman) y su hermanita Fanny. Tras la inesperada muerte del padre, pasado un tiempo la viuda se casa con un pastor riguroso, frío, casi malvado, y los chicos sufrirán el contraste entre el antiguo ambiente burgués de lujo y permisividad intelectual, y el lúgubre y ascético hogar del religioso. Este personaje es fundamental en el desarrollo del film, y se ha señalado repetidamente que representa al verdadero padre del cineasta, un hombre que cree hacer siempre lo justo (“Sólo me importa lo que es correcto”, dice en un momento) y no puede concebir que su actitud genere el rechazo visceral de los jóvenes protagonistas (“No se me ocurre que alguien pueda odiarme”, confiesa). Después de un frondoso anecdotario de penalidades los chicos podrán fugarse de esa verdadera casa de espanto, el pastor morirá en un incendio y todo volverá a la normalidad de la vida pasada, con otra celebración (un doble bautismo) que es un canto a la vida que nace y a la importancia del amor.

El escritor sudafricano J. M. Coetzee ha escrito que “aunque la enciclopedia defina la infancia asociándola a la alegría inocente, nada de lo que experimenta el narrador en el colegio o en su casa me convence de que la infancia sea otra cosa que una época de apretar los dientes y resistir”. Es lo que sucede con los protagonistas de Fanny y Alexander: ambos contemplan un mundo adulto en el cual conviven la excentricidad, la celebración lúbrica de la vida y la sensualidad, junto a la presencia continua de la muerte y la diaria convivencia de la imaginación y el miedo, del amor y lo esotérico. Y en medio de todo ello, la religión vivida como sinónimo de terror, como instrumento dominante y dictatorial. Es cierto que en compensación Bergman coloca unos cuantos seres libres y luminosos (la abuela, el judío Isak, el tío promiscuo y bonachón), pero aún esos caracteres positivos tienen un rincón último de locura más o menos controlada, o volcada en el devenir de lo cotidiano, junto a visiones espirituales y la presencia del teatro como símbolo de la vida ritualizada, donde se desempeñan roles diversos sin saber cuál de ellos es uno mismo.

Al final del film la abuela dice que “la mentira y la realidad son una, todo puede suceder, todo es sueño y verdad, el tiempo y el espacio no existen, y sobre la frágil base de la realidad la imaginación teje su tela y diseña nuevas formas, nuevos destinos”. La magnífica reflexión invita al espectador a contemplar el paso de la vida y los cambios del ser humano como diferentes etapas de una representación teatral, en las que una y otra vez cambiamos de máscara, de rol: “Fui madre y actriz”, confiesa la abuela, “y de todos modos todo es actuar: algunos papeles son agradables y otros no. Interpreté el papel de madre, de Julieta, de Margarita, y de repente el de viuda y abuela. Un papel sigue al otro, lo importante es no limitarse”. En esos y otros momentos Bergman habla por el personaje, porque su pasión por el teatro queda clara a lo largo del film. Como se sabe, el concepto de “máscara” es clave del universo bergmaniano: lo es en Persona (palabra que en latín significa máscara, precisamente) y lo es en Fanny y Alexander, donde en forma permanente se estudia la relación entre dos o más seres humanos, haciendo que los mismos adopten diferentes pautas de comportamiento, que cambian a lo largo del tiempo y cargan de agobiante tensión al profuso anecdotario. La conclusión a la que Bergman arriba hubiera hecho las delicias de Ibsen y Strindberg, porque el gran motor del film termina siendo la eterna pregunta acerca de la cuestión de la identidad: ¿somos una persona o varias a la vez? ¿Nos conocemos a nosotros mismos?

Como consecuencia de tan inquietante cuestionamiento la película está impregnada de una atmósfera siniestra, que se revela a Alexander en cada casa en la que vive, y que adopta diversas formas: seres humanos (el pastor, su monstruosa hermana enferma, el andrógino y misterioso sobrino del judío Isak), fantasmas (su padre fallecido, las niñas ahogadas en el río) y objetos inanimados que parecen cobrar vida (los autómatas de la primera escena, los enormes títeres de la casa de Isak, en especial uno que personifica a Dios). Esa presencia continua de lo adverso, lo inquietante, lo nefasto, se complementa por una característica que posee Alexander: su poderosa imaginación. La misma le sirve como válvula de escape a la realidad que vive y sufre, y mediante ella descubrirá la linterna mágica, que en definitiva no es otra cosa que un objeto precursor del cine. Con su imaginación Alexander (Bergman) podrá combatir al severo pastor luterano (papá), que intenta imponer a los chicos una atroz educación basada en el viejo concepto del pecado original. Desde ese punto de vista, la muerte por el fuego del pastor es un acto de purificación y, a la vez, la escenificación del asesinato freudiano de la figura paterna.

Porque Bergman consigue transmitir a través de su historia un mensaje de esperanza. Pese a seguir creyendo que no hay respuestas a las preguntas existenciales planteadas en sus films, en Fanny y Alexander vuelve a revelar su convicción de que lo único que puede dar sentido a la vida es el amor, y así lo pone de manifiesto en el discurso final del tío, quien afirma orgulloso que la familia vive al máximo sin entrar en amarguras, filosofía existencialista totalmente opuesta a la rígida austeridad preconizada por el pastor. Esa descripción del lado positivo de la vida, esa opción por olvidar la cruel imposibilidad del hombre por entender su propia existencia y la de Dios, son pilar básico del film. Bergman acepta entonces la imposibilidad de llegar a Dios, porque éste puede ser cualquier cosa y nosotros no tenemos por qué poder entenderlo cabalmente. El silencio de Dios queda admitido, y Alexander deberá convivir para siempre con sus fantasmas interiores, que enturbiarán la seguridad de su pequeño mundo feliz. Bergman pone trabas a una total alegría de vivir, dejando constancia que, por mucho que lo intentemos, y aunque la fe en el amor sea una buena opción de vida, jamás podremos desprendernos de nuestros temores más profundos.

Se mire por donde se mire, Fanny y Alexander es una obra clave en la filmografía de Bergman. Quizás otros títulos convoquen a una reflexión existencial más honda que la que aquí se refleja (El séptimo sello, Cuando huye el día, El silencio, Gritos y susurros), pero ninguna tan certera como confesión personal, como indagatoria de sus orígenes, de los temores y vivencias que marcaron su infancia con terrores nunca del todo exorcizados. Y qué mejor vehículo para ello que el lenguaje audiovisual, al cual Bergman supo manejar con inigualable sabiduría en pos de un horizonte ambicioso: llegar en vivo y en directo al alma humana. Dios, sus fantasmas o lo que sea que haya más allá saben que lo logró plenamente.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.