CINE E HISTORIA: EL ASESINATO DE UN SANTO SANGUINARIO.

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Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

El martes 17 de julio se cumplió un siglo del asesinato del zar Nicolás II, su esposa Alejandra, el heredero Alexei, las cuatro hijas (entre ellas, la famosa Anastasia), el médico real, la asistenta de la zarina, un sirviente y un cocinero. El magnicidio ocurrió en Ekaterimburgo, y el fusilamiento fue dirigido por el bolchevique Yakov Yurovsky. La orden por supuesto provenía de Moscú, y durante 80 años se creyó que la habían dado Lenin y Yakov Sverdlov, respectivamente presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo y presidente del Comité Ejecutivo Central. Según un fragmento del diario de Trotsky, deseaban prevenir el rescate de la familia real por la Legión Checoslovaca, que se acercaba a la zona en apoyo al Ejército Blanco. Las investigaciones recientes llevadas a cabo por el periodista de radio y TV Vladimir Solovyov afirman sin embargo que no existe ningún documento que señale a Lenin y Sverdlov como responsables del hecho. Más allá del origen de la orden, está claro que el magnicidio era un inequívoco mensaje dirigido al pueblo ruso y la comunidad internacional: si la revolución había realizado lo inimaginable era porque ya no existía marcha atrás, como razonaba Ralph Richardson, suegro del protagonista Omar Sharif, en Doctor Zhivago. El cine revisó los hechos en forma directa y también evocando la controvertida figura de Rasputín. Antes de repasar los títulos más recordables convendría empero evocar la historia de los Romanov, sobre todo si se tiene en cuenta la polémica canonización del zar. Porque la duda aún persiste: ¿fue Nicolás II un santo o, al igual que muchos antepasados, un asesino sanguinario?

Grigorij Efimovic Rasputin (1869-1916), Russian monk and mystic

LOS ROMANOV Y RASPUTÍN. Nicolás había nacido en San Petersburgo en 1868, y accedió al trono en 1894, sucediendo a su padre Alejandro III. El nuevo zar continuó la política despótica llevada a cabo por su antecesor, aunque a diferencia suya mostraría con el correr del tiempo escaso interés y nulas aptitudes para el ejercicio del gobierno. Es verdad que bajo su reinado Rusia vivió un intenso proceso de desarrollo industrial y, debido a ello, intentó extender su influencia en Asia rivalizando con las potencias de Occidente en la carrera imperialista. De esa forma intervino en la guerra chino-japonesa de 1895, ocupó la base de Port Arthur en 1898 y Manchuria en 1900, y se terminó repartiendo con Gran Bretaña los territorios de Persia en 1907. Ese costado rutilante debería matizarse con una lectura más oscura, ya que casi todas esas acciones fueron llevadas a cabo al margen de la intervención directa del zar. De esa manera, a nivel de política internacional el intento de Nicolás por influir de forma determinante en Europa Oriental y los Balcanes terminaría dando lugar a múltiples conflictos y tensiones, sobre todo cuando terminó aliado a Serbia contra los intereses del Imperio Austrohúngaro, lo cual en breve terminaría metiendo a Rusia en la Primera Guerra Mundial.

Las cosas tampoco funcionaban bien dentro del extenso imperio, porque el zar (quizá por debilidad de carácter) rápidamente cayó bajo la influencia de su esposa, la zarina Alejandra Fiodorovna, alemana de nacimiento y nieta de la reina Victoria. Esa mujer fue rechazada de plano por el pueblo ruso, que la consideraba una soberbia de corazón frío, incapaz de ver nada que no fuera el bienestar de sus hijos y de su familia. Además confiaba ciegamente en el derecho divino de los reyes, lo cual se cree que fue factor fundamental en las muchas decisiones de carácter autocrático y anti popular que su marido llevaría a cabo en su reinado. El estallido de la Primera Guerra Mundial agravó más aún su situación dado que Rusia, por decisión de su esposo, se alineó a los aliados occidentales en contra del bloque austro-húngaro y alemán.

Y a todo eso habría que sumar la importancia que terminó cobrando en la corte un personaje decididamente indeseable, el monje y aventurero Grigori Rasputín. De origen campesino y nula formación académica, este hombre rápidamente se hizo famoso por sus dotes como hacedor de milagros, su voraz apetito sexual y la descomunal dimensión de su miembro viril (25 cm. de largo por tres de espesor). Hombre muy carismático, no era raro que corrieran rumores sobre sus continuos affaires con las damas de la alta sociedad, que acudían a él en busca de algún tipo de curación. Cuenta la leyenda que Rasputín atendía a las damas en privado, lo cual terminaba en sórdidas orgías donde el monje mostraba sobrehumana resistencia. Semejante personaje fue recibido por la corte en 1905 y presentado a la zarina como un hombre santo. Esta mujer, que era fanática del espiritismo y había oído hablar de los poderes de Rasputín como taumaturgo, no dudó en presentarle el caso de su propio hijo Alexis, el heredero, que padecía hemofilia. No se ha establecido con certeza si Rasputín ejerció la hipnosis y métodos poco ortodoxos con el zarévich, pero lo cierto es que el joven mejoró ostensiblemente de salud y debido a ello Rasputín se convirtió en intocable, un mimado de los monarcas, a quienes terminó dominando por completo.

De esa forma todo se fue al diablo porque Rasputín, investido de inmenso poder, designó a verdaderos incompetentes para los altos cargos del gobierno. Más nociva aún fue su influencia desmedida sobre el zar, a quien hizo oscilar entre un inmovilismo social absoluto y la represión policíaco-militar del pueblo. De esa forma Nicolás II permaneció inconmovible frente a la pobreza del campesinado y su hambre de tierras, mientras que por otro lado combatió ferozmente las aspiraciones de libertad de los intelectuales reformistas. Cuando en 1905 estalló el descontento popular y derivó en una pequeña revolución, Nicolás II no dio más respuesta que la represión militar. A ello hay que sumar que una vez iniciada la guerra, y con el zar asumiendo el mando efectivo del ejército, Rasputín tomó control total del gobierno. Sus escándalos y orgías constantes molestaban a todo el mundo dentro y fuera de la corte, hasta que en diciembre de 1916 el monje fue vencido. Había querido imponer a un candidato suyo como presidente del Consejo y, aunque el zar no le retiró su confianza, la coalición formada por el príncipe Yusupov, el duque Dimitri Romanov y el diputado de derechas Vladimir Purishkevich terminó asesinando a Rasputín en una conjura palaciega. Dos meses después, en febrero de 1917, estalló la revolución menchevique que derrocó a los Romanov, y a su vez en octubre de ese año el gobierno del primer ministro Kerensky, un socialista moderado, cayó bajo el incontenible oleaje de la revolución bolchevique liderada por Lenin. Aunque nadie pudiera concebirlo, a la familia Romanov parecía haberle llegado la hora.

MAGNICIDIO. En febrero de 1917 la familia real se rindió sin oponer resistencia, y fue confinada por los mencheviques al sur de San Petersburgo, en el suntuoso palacio de Tsarskoye Seló. Seis meses después por orden de Kerensky fueron evacuados a la vieja capital histórica de Siberia, Tobolsk, en los confines del país, sobre el río Irtish. La victoria bolchevique hizo más duras las condiciones de detención de los Romanov: prohibieron al zar usar sus charreteras militares; los guardias garabateaban dibujos obscenos para escandalizar a sus delicadas hijas; la ración diaria se redujo a la básica alimentación de un soldado, eliminando el café y la mantequilla; y obligaron a reducir la servidumbre real de diez personas a cuatro. Se comenzó a debatir la posibilidad de llevar al zar ante una corte marcial, y paralelo a ello fracasaron las negociaciones de Inglaterra para recibir a la nieta de la reina Victoria y su familia. Mientras tanto, Francia y Alemania ignoraron las peticiones de asilo político del monarca derrocado.

A partir del 30 de abril de 1918 la familia fue enviada a Ekaterimburgo, ciudad de la zona asiática de los Urales. Fueron alojados en Casa Ipátiev, vivienda desocupada de un comerciante en oro de mala reputación. A pesar de la lejanía los Romanov no dejaban de causar involuntarios problemas al recién llegado gobierno bolchevique. Por un lado Trotsky deseaba que el zar fuera juzgado con todas las garantías, como forma de utilizar el juicio como propaganda favorable al régimen. En cambio Lenin opinaba que el país no era estable y el Ejército Blanco podría liberar al zar y sus familiares para encabezar una verdadera restauración monárquica. En medio de las discusiones en las altas esferas las bases se pronunciaron: el soviet regional de los Urales, mediante un encendido discurso de Yakov Yurovsky (comandante y hombre de confianza de Lenin) acordó el 29 de junio que la familia real debía ser asesinada. Se elevó la decisión a Moscú, y se supone que cuatro días después fue aprobada en una reunión ilegal, no convocada y sin orden del día del Comité Ejecutivo Central. Participaron sólo siete de sus 23 miembros, y sólo Lenin hizo uso de la palabra. Ese marco de ilegalidad permitió que no hayan registros escritos de la reunión, y por eso muchos historiadores dudan en culpar a Lenin del magnicidio. Respecto a eso sólo dos cosas parecen claras sobre el revolucionario líder: odiaba visceralmente a los Romanov, y siempre se caracterizó por no dejar huellas de sus actos reñidos con la ley. Todo lo demás es especulación.

Como sea, lo cierto es que la matanza se llevó a cabo en torno a la medianoche del 17 de julio. El escenario: un cuarto vacío, de seis metros por cinco, en el sótano de Casa Ipátiev. Ninguna de las once víctimas reparó en que habían picado el estuco de la pared ante la cual les ordenaron agruparse, medida de prudencia para evitar que el rebote de las balas hiriese a los verdugos. El pelotón estaba compuesto por doce soldados. A cada uno se le asignó de antemano una víctima. El zar fue el primero en morir, debido al certero disparo en la cabeza que recibió de Yurovsky, quien además se encargó de matar a Alejandra de un tiro en la boca. Segundos después el pelotón realizó una descarga cerrada sobre el resto. Las hijas no murieron en forma inmediata debido a los corsés apretados donde escondían sus joyas, por lo que fueron rematadas a bayonetazos. El zarévich tampoco murió en la descarga y fue ultimado por Yurovsky mediante dos tiros en la sien. Milagrosamente la sirvienta resultó ilesa durante la descarga y terminó siendo perseguida por toda la habitación, hasta que sucumbió al filo de las bayonetas. Incluso al perrito de la segunda hija del zar lo terminaron matando de un disparo. Los cadáveres fueron llevados a una mina abandonada, incinerados, quemados con ácido y enterrados en una fosa común sin dejar rastros. Dos historiadores localizaron ese lugar en 1979, pero sus bocas fueron silenciadas hasta la caída del comunismo. Los restos de Alexis y Anastasia no fueron localizados hasta 2007. Todos los cuerpos han sido identificados por su ADN y descansan en un mismo nicho en la catedral de San Pedro y San Pablo de San Petersburgo. Casa Ipátiev fue demolida en 1977 por orden de Boris Yeltsin y allí actualmente se levanta la Iglesia Sobre la Sangre de Ekaterimburgo.

¿SANTO? Ese templo fue inaugurado por el Patriarca de Moscú y de Todas las Rusias Alejo II en 2003, y conmemora la canonización de la familia Romanov, llevada a cabo de facto en 1981 por la Iglesia Ortodoxa Rusa, y oficializada en agosto de 2000 por el Concilio Episcopal Ortodoxo Ruso. La votación fue unánime, y aunque la Iglesia aclaró que no canonizó al zar “por su vida, sino por la santa resignación y docilidad con que asumió su martirio”, el escándalo estalló de inmediato. El furor de los comunistas y de la gente que, sin serlo, mantiene viva su memoria histórica aumentó en 2008, cuando el Tribunal Supremo de Justicia de Rusia actuó desde la esfera civil con idéntica actitud, rehabilitando al zar y su familia por entender que todos ellos fueron víctimas de la represión política bolchevique. Quienes aún hoy llevan a cabo encendidos debates sobre este asunto acusan a la Iglesia y al Tribunal de Justicia de “tolerancia irreflexiva”, y declaran que como contrapartida “aún no tenemos noticia de que hayan sido igualmente reparadas las memorias de los 1.400 muertos de la Plaza Jodynka, los 1.000 del Domingo Sangriento, los miles de las persecuciones antisemitas y anti intelectuales, o la esclavitud del 80% de la población, en un imperio que a esas alturas ya tenía 125 millones de habitantes”. Si bien es verdad que la detallada narración del magnicidio puede causar la repulsa del lector por la violencia desaforada de los bolcheviques, no es menos cierto que una reseña somera de los cuatro cuestionamientos opositores revelan no sólo la falta de santidad del zar, sino un oscuro costado sanguinario.

Vayamos por partes. Para empezar, Nicolás II era un verdadero fundamentalista, un fanático religioso cuyo fervor le convirtió en un temible antisemita. Consideraba a todo el pueblo judío causante de la muerte de Jesús (olvidando que éste también fue judío) y con sus desmanes pretendió vengarle. Por eso durante su reinado se sucedieron en forma casi continua los pogromos, ejecutados despiadadamente por la todopoderosa policía y los batallones de cosacos a la orden del zar. De hecho, estas fuerzas represoras se habían entrometido en todos los estamentos, en especial en el de los intelectuales rebeldes dentro y fuera de Rusia. De hecho, si el zarismo se mantuvo vivo hasta 1917 fue por el régimen de terror llevado a cabo por las botas militares, como se puede advertir en El acorazado Potemkin de Eisenstein o La madre de Pudovkin.

En segundo lugar, el pueblo ruso padecía hambre crónica. La servidumbre había sido abolida en 1861 por Alejandro II, abuelo de Nicolás, pero esos 22 millones de vasallos debían pagar una indemnización por el uso de las tierras, más los inevitables impuestos. Debido a eso los campesinos nunca pudieron superar el nivel de pobreza. Es en ese contexto que se ubica la tragedia de Jodynka, una de las mayores avalanchas humanas que registra la historia. Sucedió el 18 de mayo de 1896, durante la festividad en honor de la coronación de Nicolás II. El nuevo zar quiso presentarse como “padrecito de los vasallos” repartiendo él mismo los alimentos a los habitantes de Moscú. Pero el hambre de la gente era tal que en la Plaza de Jodynka llegaron a reunirse cerca de 500.000 personas. De pronto se propagó el rumor que la comida y la bebida habían terminado. Los 1.800 policías del zar no pudieron mantener el orden y cundió el pánico, que derivó en estampida. El resultado: 1.389 personas pisoteadas hasta la muerte, 1.300 heridos y los Romanov, con el zar a la cabeza, desentendidos totalmente del asunto.

Otras dos muestras de la falta de santidad del monarca fueron: 1) la ley promulgada en 1897, por la cual los trabajadores de las fábricas debían cumplir jornadas de 11 horas y media de lunes a viernes, más otras diez los sábados; y 2) la lamentable participación en la guerra contra Japón en 1904, que causó la destrucción completa de la escuadra zarista pero además resintió la economía nacional, aumentando los niveles de hambre en más de un 100%. La consecuencia no se hizo esperar: enorme descontento popular y múltiples manifestaciones de protesta. El 9 de enero de 1905 la policía del zar disparó contra una manifestación pacífica dirigida por el pope Georgi Gapon, la cual intentaba llegar a la residencia imperial, el Palacio de Invierno, sólo para pedir pan al monarca. El saldo del Domingo Sangriento fue de 1.000 muertos y 2.000 heridos. Debido a eso, Nicolás II fue bautizado por el pueblo como el Sanguinario y el Verdugo Coronado, sobrenombres con los que fue reconocido hasta su insólita canonización. Al igual que sucedería durante el terrible período de Stalin, son incontables las ejecuciones realizadas de 1905 a 1917 en aplicación de la ley marcial del zar. Pueblos enteros fueron arrasados y el terror más absoluto dominó Rusia, aunque los atentados y las huelgas nunca dejaron de producirse. Y a todo eso habría que sumar 14 millones de hombres enviados al frente de la Primera Guerra Mundial, mal armados, sin paga ni moral alguna, en un conflicto que les era totalmente ajeno. La sumatoria de estas acciones en contra del pueblo ruso serían merecedoras de la santidad según la Iglesia Ortodoxa que, en cambio, con el silencio que guardó al ocurrir los hechos terminó siendo cómplice del Sanguinario.

EL CINE Y LOS ROMANOV. El cine llegó a Rusia por vía de los hermanos Lumière y a pedido del propio zar, que desde el principio se sintió fascinado por “este nuevo invento donde las imágenes fotográficas se mueven”. La primera película rodada en Rusia en 1896 la realizó un camarógrafo de Lumière, y era una actualidad sobre la coronación de Nicolás. Poco después abrirían en Moscú y San Petersburgo varias salas de cine de Pathé y Gaumont, y ya en 1908 Aleksandr Drankov produjo el primer film de ficción ruso, Stenka Razin. En los años siguientes llegaron a producirse más de cien películas rusas, que compitieron directamente con las llegadas de Alemania, Inglaterra y Francia. En 1912 los recién inaugurados estudios Janzhonkov lanzaron La defensa de Sebastopol, dirigida y protagonizada por Iván Mosjukin. Lo que importa de esa película en nuestro tema es que el propio zar ayudó a su producción, y seguiría haciéndolo con muchos films hasta 1916. Tan fanático del nuevo invento resultó Nicolás, que incluso tenía un camarógrafo personal que rodaba cortos caseros, aunque nunca existió apoyo oficial desde el Estado. Si se consulta el sitio IMDb se observará que Nicolás II figura con 42 participaciones en cortos, desde 1896 a 1916. Todos son noticiarios donde el zar se mostraba en actos públicos, durante sus vacaciones o en sus viajes al exterior, en especial una promocionada visita a Francia en 1901. La casi totalidad de ese material fue rodada por la casa Pathé y su socia estadounidense Mutual.

La irrupción de largometrajes sobre los Romanov y Rasputín se inició también en forma temprana. La primera ficción fue estadounidense y vio la luz meses después del asesinato del monje, pero antes de la victoria bolchevique. Se tituló La caída de los Romanov (Herbert Brenon, 1917) y estudió en forma inocente el efecto místico que el monje mantuvo sobre la pareja real. Hoy es un título olvidado, cosa que en cambio no sucede con la saga documental que la pionera del cine soviético Esther Shub rodó para conmemorar los diez años de la victoria comunista. Shub había trabajado en teatro junto a Maiakovski y Meyerhold, y ya incorporada al cine llegó a ser jefa de montajistas de la empresa Goskino y asistente de Eisenstein en La huelga (1924). Luego se convirtió en un nombre ineludible del documental con La caída de la dinastía Romanov (1927), El gran camino (1928) y La Rusia de Nicolás II y Tolstoi (1929), donde utilizó mucho material de archivo y recuperó metros de película que se suponían perdidos. Shub mezcló lo aprendido con Eisenstein y llegó a descubrir material de Eastman Kodak, en el que se veían escenas íntimas de Lenin y episodios posteriores a su muerte. La saga es una cumbre del cine mudo.

Llegado el sonoro Hollywood rodó Rasputín y la emperatriz (Richard Boleslawski, 1932), donde el monje salvaba a la zarina y luego llevaba a cabo un sinfín de festines en su dormitorio. Nicolás y Alejandra lo toleraban, hasta que finalmente terminaban pagando a un conde para que matase al monje. La película hoy es una vieja reliquia, que debe ser recordada sólo por dos curiosidades. Una de ellas es que fue la única vez que en cine actuaron juntos los hermanos Barrymore: Ethel como Alejandra, Lionel como Rasputín y John como su asesino. El zar Nicolás estaba interpretado por Ralph Morgan. El segundo hecho fue que el príncipe Yusupov, acusado de haber conspirado y matado al monje, se hallaba en California cuando el estreno. De inmediato demandó a la MGM por difamación y ganó el juicio: es que verdad y justicia no siempre van de la mano.

Después pasaron muchos años sin que los Romanov fueran frecuentados por el cine. Apenas una alusión en la épica Doctor Zhivago (David Lean, 1965), ya mencionada al inicio de esta nota, hasta que a años luz de la verdad histórica se ubicó la muy exitosa Rasputín, el monje loco (Don Sharp, 1966), delirante producción de la Hammer con Christopher Lee en el rol titular. La película causó en su momento enorme revuelo, ya que presentaba a Rasputín como un verdadero degenerado que disfrutaba manipulando a la gente en la corte, bebiendo a más no poder, inventando rumores y rodeado de bellas mujeres que enloquecían por él. Entre tanto estereotipo la película olvidó al zar, que no aparece, mientras la zarina y el zarévich son personajes muy secundarios de la trama.

Luego llegó el film modelo en el tema. Nicolás y Alejandra (Franklin J. Schaffner, 1971) narró los sucesos históricos en que se vieron envueltos los Romanov desde 1904, año del nacimiento del zarévich, hasta el trágico final en Ekaterimburgo. El cineasta intentó emular los logros del mejor cine épico, y pese a ser un colosal en toda regla, el film no intenta llenar el ojo con escenas de masas, sino con una narración intimista que profundiza en los sentimientos y motivaciones de los personajes. Schaffner combina el relato cotidiano del clan imperial con el convulso contexto social y político. La fidelidad a los sucesos históricos es respetable aunque perjudica el ritmo, puesto que son tantos los hechos que intenta estudiar el guionista James Goldman que cae en la dispersión narrativa. Se agradece el intento de humanizar a personajes tan polémicos como Lenin o Trotsky, pero en cambio es francamente desubicado el tono histérico con que delinea a Rasputín, al cual Tom Baker encara como si perteneciera a la galería de genios locos de la Universal. Los poco conocidos Michael Jayston y Janet Suzman están secundados por un reparto de lujo (Jack Hawkins, Ian Holm, Curd Jürgens, Laurence Olivier y Michael Redgrave, entre otros), y además de poseer buen parecido físico con los personajes muestran altísimo nivel interpretativo. A nivel técnico todo es impecable, desde la espléndida fotografía de Frederick Young y la solemne partitura de Richard Rodney Bennett a la fastuosa ambientación de John Box y la fina labor de vestuario de Yvonne Blake. De todas formas los baches narrativos existen, sólo superados en fragmentos como la matanza del Domingo Sangriento o la ejecución de la familia. Esas secuencias aisladas demuestran hasta qué punto Schaffner era todavía un sólido director.

Un hito aparte fue la película soviética Agonía de Elem Klimov, porque su propia historia fue tan accidentada como la evocada en pantalla. Terminada en 1975, se exhibió en la URSS recién en 1981. En su momento se habló de escenas suprimidas o añadidas contra la voluntad del director, quien vio interrumpida su carrera. Sólo volvería a dirigir un film después de la muerte de su esposa Larissa Shepitkó, cuyo inconcluso Adiós a Matyora terminó Klimov en 1983, y otro (Ven y mira, 1985) de tono épico que se ambientó en la Segunda Guerra Mundial. Las objeciones que las autoridades soviéticas dirigieron a Agonía fueron la indulgencia de su retrato de la pareja real y la ausencia de una perspectiva marxista más incisiva en el análisis de los hechos históricos. La primera objeción es fácilmente descartable, porque el film mostró a los Romanov como sujetos indolentes (realmente lo fueron) y no como a villanos de cuarta. La segunda objeción en cambio puede tener mayor peso desde la ortodoxia, porque su condena del régimen caído se basa en postulados morales (la denuncia de los negociados económicos, la depravación sexual de las clases altas) y no en un verdadero análisis político. Con el paso de los años, Gorbachov mediante, Klimov se tomaría amplia revancha de esas dificultades: hasta su muerte en 2003 fue un férreo impulsor de la política aperturista implantada en las pantallas de Rusia. En ese sentido Agonía ha sido una adelantada de la perestroika. Pero de su ambición surgen sus desequilibrios porque habría que analizar si la figura de Rasputín es la más adecuada para utilizar como eje de esta obra histórica, ya que al tomarlo a él como centro de la trama Klimov se ve obligado a atender una multiplicidad de episodios en los que el monje no participó, derivando en una ruptura narrativa que debilita el impacto del asunto. El estilo oscila entre el drama, la tragedia, el grotesco y el documental, y da como resultado un ejercicio poderoso pero irregular. La vigorosa labor de Aleksei Petrenko como Rasputín inyectó al film la vitalidad que de a ratos parecía faltarle al realizador Klimov.

Desniveles similares padeció la miniserie de HBO Rasputín (Uli Edel, 1996), pese a los múltiples premios logrados: Globo de Oro a mejor telefilm, Emmy y Globo de Oro a Alan Rickman (Rasputín), Emmy a Greta Scacchi (Alejandra) y Globo de Oro a Ian McKellen (Nicolás). Tampoco se salvó de la medianía la reciente Rasputín (Josée Dayan, 2011), coproducción franco-rusa con Gérard Depardieu en el rol titular, Fanny Ardant como la zarina, Vladimir Mashkov como el zar y Ksenia Rapaport como María Golovina, influyente secretaria del monje a quien el cine nunca dio el lugar que merece.

Title: ANASTASIA • Pers: BERGMAN, INGRID / BRYNNER, YUL • Year: 1956 • Dir: LITVAK, ANATOLE • Ref: ANA001BL • Credit: [ THE KOBAL COLLECTION / 20TH CENTURY FOX ]

ANASTASIA. Mención aparte merece una de las hijas del zar, porque la noche oscura de los asesinatos dio pie a varias leyendas. La más persistente fue la de la supervivencia de Anastasia, a quien hubo gente que aseguraba haber visto herida después de la fatídica escena en Casa Ipátiev. A lo largo del siglo hubo varias falsas Anastasias que intentaron probar su supuesto origen real. La más famosa fue Anna Anderson, mujer tan firme y persistente que llegó a generar cinco películas a lo largo de los años. Dos vieron la luz en 1928 y nunca se exhibieron en el Río de la Plata. La ropa hace a la mujer de Tom Terriss es un film romántico sobre un revolucionario comunista que salva a Anastasia de ser ejecutada, la pierde de vista y cuando varios años después es director de cine en Hollywood la reconoce entre las postulantes a un rol secundario… en un film sobre Anastasia, precisamente. Similares características tuvo Anastasia, la falsa hija del zar de Arthur Bergen, sólo que aquí se canjeó a Hollywood por un estudio de filmación berlinés, y al ex revolucionario bolchevique por un ex oficial del Ejército Blanco.

La tercera versión es la más conocida, Anastasia, la princesa vagabunda (Anatole Litvak, 1956), que marcó el regreso a Hollywood de Ingrid Bergman luego de su exilio italiano, el ascenso de Yul Brynner al firmamento estelar y una de las mejores labores de Helen Hayes como abuela de la protagonista. Ya se sabe cómo Hollywood retrata los hechos históricos, así que el resultado fue el esperado disparate, aunque acompañado por un verdadero suceso de taquilla, Oscar mediante. Similar línea transitó Anastasia: el misterio de Anna (Marvin J. Chomsky, 1986), rodada dos años después de la muerte de la impostora Anna Anderson. Aquí se mostró el devenir de esa tenaz mujer, y los vanos esfuerzos por los que pasó durante toda su vida para demostrar que era Anastasia. Por último está la animación de Fox Anastasia (Don Bluth y Gary Goldman, 1997), con formato de cuento de hadas y llena de horrores históricos, el más grueso de los cuales tomaba a Rasputín como auténtico genio del mal y verdadero responsable de la muerte de la familia real. Pese a esos desatinos el film fue un éxito y generó un videojuego.

NUEVO ESCÁNDALO. Como habrá observado el lector, todas las películas citadas sobre Nicolás II estudian con más o menos fidelidad los hechos públicos y privados que lo tuvieron como protagonista después de su coronación. En cambio, ninguna habló de su vida antes de convertirse en zar, y esto es precisamente de lo que se encargó el film de Aleksei Uchitel Matilda, estrenado en octubre de 2017 y que ocasionó un escándalo de proporciones sísmicas en Rusia. La historia de Nicolás con Mathilde Kschessinska es muy conocida por todos los rusos, pero para quienes no lo somos la película podría ser un verdadero descubrimiento. Matilda está ambientada en 1890 y cuenta la relación amorosa que Nicolás mantuvo con una bailarina de ballet del Teatro Mariinski, antes de su coronación y su matrimonio con Alejandra. El film relata cómo se conocieron y la manera en que el zarévich quedó fascinado cuando en medio del espectáculo de ballet de la graduación de Mathilde ocurrió un incidente por el cual el pecho de la chica quedó al desnudo. La atracción fue mutua e inmediata, en un contexto histórico en el cual Rusia era un país muy apegado a la tradición, y los rusos (dentro y fuera de la casa real) muy obcecados en sus costumbres. La película aparentemente denuncia ese estado de cosas, e incluso utiliza secuencias de contenido erótico que escandalizaron a ciertos elementos ortodoxos, que las consideraron una falta de respeto al zar canonizado.

Es bueno tener en cuenta quién era Mathilde Kschessinska. La joven era hija de un bailarín polaco y había estudiado en la Escuela Imperial de Teatro de San Petersburgo. Cuando en 1890 conoció al futuro zar, él tenía 22 años y ella 18, pero sus raíces sociales y culturales eran tan marcadas que se reflejaban incluso en sus comportamientos, a tal punto que los historiadores sostienen que Nicolás seguramente perdió su virginidad con Mathilde, que en cambio ya conocía los caminos del placer. Los escándalos y rumores alrededor de la chica persistirían cuando más adelante formó un ménage à trois con dos primos directos del zar. Mathilde era sin duda alguna una mujer inteligente que, debido a sus contactos con las altas esferas, logró adquirir una propiedad muy valiosa en la capital, e incluso se las ingenió cuando los vientos cambiaron para que Lenin, recién llegado de Finlandia en 1917, se dirigiera desde el balcón de su elegante mansión a la turba revolucionaria. Para 1921 ni siquiera Lenin pudo contenerla y emigró a la Riviera, donde se casó con uno de aquellos dos pícaros primos del zar, con quien tuvo un hijo. En 1929 abrió su propia escuela de ballet en París, lugar por el que pasarían estudiantes de la talla de Margot Fonteyn, Alicia Markova y Tamara Toumanova. Mathilde murió en 1971, dos meses antes de cumplir los 99 años de edad.

Y aunque ya pasaron 128 años de aquel juvenil romance, la ortodoxia en Rusia no ha cambiado demasiado, y los escarceos eróticos del último zar parecen ser tabú. Cuando a mediados de 2017 se supo el contenido de Matilda, las cadenas de cine Cinema Park y Fórmula Kino decidieron que no proyectarían la película, algo sin precedentes en la Rusia posterior al comunismo. Pero a ello se sumaron actos verdaderamente vandálicos, como un ataque con cóctel molotov a la oficina del director Aleksei Uchitel en San Petersburgo, dos coches incendiados delante del edificio de su abogado en Moscú y el incendio de un cine en Ekaterimburgo, la ciudad de los Urales donde el zar y su familia fueron asesinados. Tan feroces fueron las reacciones ortodoxas que el propio Ministro de Cultura Vladimir Medinski (que no es ningún liberal, por cierto) salió a defender al film: “No existe ninguna infracción legal que pueda impedir la difusión del film. Esto es una campaña de histeria planificada alrededor de una película común y corriente, que no insulta para nada la memoria del zar”. Para el cineasta ruso Pavel Lounguine, “esta es la versión rusa del Estado Islámico, y estos sujetos no son más que talibanes ortodoxos”, mientras que Aleksander Sokurov acusó públicamente a Putin por haber dejado desarrollar desde el seno del gobierno este fanatismo religioso.

Contra viento y marea Matilda fue estrenada en la fecha prevista. La premiére tuvo lugar en el lujoso Teatro Mariinski de San Petersburgo, el sitio donde floreció el amor, y no en Ekaterimburgo, lugar donde Nicolás lanzó su último suspiro. El evento se vio deslucido por la ausencia de los principales actores, en especial el alemán Lars Eidinger, que interpreta a Nicolás, quien se excusó reconociendo tener miedo de ir, alegando su condición de padre de familia. Tampoco la protagonista femenina, la polaca Michalina Olszanka acudió, en su caso por impedimentos laborales. A su vez el director Uchitel se declaró “absolutamente dolido por las circunstancias que motivan estas ausencias, ya que me parece horrible que un puñado de gente que hizo campaña en contra de mi película sin verla haya creado una especie de mito que hace que los extranjeros tengan miedo a nuestro país”. Quienes han visto el film en forma desapasionada lo califican tibiamente, señalando que no es la octava maravilla ni tampoco el desastre que dicen los ortodoxos. Sin embargo, como siempre sucede en estos casos, el escándalo favoreció a Matilda, que en su primera semana de exhibición batió todos los récords de taquilla de su país. Lo que a la distancia parece claro es que la película es una ficción histórica, no un documental sobre la Rusia de fines del siglo 19 y comienzos del 20, aunque retrata a sus personajes como seguramente han sido: Mathilde como persona moderna en lucha contra una familia real inmersa en un mundo irreal, y Nicolás como un ser dubitativo sometido a la tiranía de dos mujeres, su madre y su futura esposa. La película no tendrá exhibición en el Río de la Plata, pese a que los Romanov siguen dando que hablar.

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