PEDRO ALMODÓVAR A LOS 70 AÑOS EN LA CRESTA DE LA OLA.

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Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

Pedro Almodóvar, a punto de cumplir los 70 años, ha vuelto a resucitar. Hacía casi dos décadas que el realizador manchego no gozaba de un éxito de crítica y público tan unánime como el que acaba de cosechar con su largometraje nº 21, Dolor y gloria. Ese retrato autobiográfico amerita un repaso a su frondosa labor y a cada uno de sus films.

UBICACIÓN. Almodóvar nació el 25 de setiembre de 1949 en Calzada de Calatrava, Castilla-La Mancha. Perteneciente a una familia de arrieros su infancia estuvo dominada por un verdadero coro de vecinas y parientas que lo marcó, y que luego llevaría al cine en múltiples ocasiones. Cuando era un niño sus padres se trasladaron a Cáceres, donde completó el bachillerato en dos colegios, uno de salesianos y otro de franciscanos. Ya en esos años se inició su afición por el cine, lo cual lo convirtió en una pequeña oveja negra para los sacerdotes, que no miraban con buenos ojos al séptimo arte. En 1967, cumplida la mayoría de edad, se trasladó a Madrid, donde fue empleado de la Compañía Telefónica. A lo largo de los años 70 alternó esa tarea con la elaboración de cortos en Súper 8 y la colaboración en diversas revistas de espectáculos y en montajes teatrales.

Esa década se caracterizó por una gran efervescencia cultural en Madrid, tan fuerte y explosiva que hasta recibió un nombre: la Movida. Almodóvar se integró de lleno en ese ambiente, formando el dúo de rock Almodóvar-McNamara. Después de cuatro décadas, la dictadura de Franco llegaba a su fin y Pedro aprovechó el momento para convertirse en un artista poliédrico: cantante, montajista, guionista que narraba las historias de Patty Diphusa en un periódico capitalino, y finalmente director. Junto con su compañero de dúo Fabio McNamara, y con Alaska y los Pegamoides, se sumergió en el mundillo musical de sonidos punk y estética glam surgida en Inglaterra. Esa suma de actividades lo convirtió en directo discípulo de Andy Warhol, no sólo a nivel estético en sus futuras películas, sino además en su propio modus vivendi: al igual que Andy, Pedro estaría a partir de ese momento rodeado de una cohorte tan culta como llamativa, compuesta por actrices, músicos, drogadictos y travestis de todas las esferas sociales. A su vez, recibió la influencia de Roy Lichtenstein, pintor y dibujante que elevó el cómic a la categoría de arte y pesó mucho en su futura obra, tanto en forma (las telenovelas) como en narrativa.

 

AÑOS 80. Siete films jalonan la primera década de actividad como cineasta de Pedro Almodóvar. Es la etapa donde el director desarrolló su cine más salvaje y visceral, más desenfadado e iconoclasta, década que comenzó con algunos desfasajes mezclados a chisporroteos de talento, y luego alcanzó una primera cima en cuatro films de gran nivel. El debut lo marcó Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980), donde ya desfilan los hitos más característicos de su futuro cine: homosexualidad, drogas, auto represión, violencia sexual, desprecio a la autoridad corrupta, mujeres como epicentro, diálogos sentenciosos y provocadores, crítica a un supuesto modelo de vida que todos debemos seguir, fetichismo y debilidad por los iconos populares. Pepi es una mujer muy moderna, Luci es un ama de casa abnegada y Bom es una rockera desatada. Juntas viven al ritmo febril de la Movida, hasta que Pepi es violada y el destino de los personajes se trastoca. El director reconoció que estrenar la película fue una proeza, y que estuvo más preocupado por arrojar ideas que por cuestiones técnicas. El resultado es muy grosero y libre, y sólo puede entenderse (si se puede) en el contexto que surgió, como una bomba de entusiasmo por mostrar aspectos de la sociedad tal como la entendía una juventud sedienta de modernidad. Más allá de carencias narrativas, el paso del tiempo convirtió a la película en un testamento generacional, que refleja la convivencia de una sociedad rancia y nostálgica con la loca Movida, grupos musicales emergiendo descontrolados y deseosos de experimentar y participar, y unas masas previamente sometidas a la dictadura que ahora gozaban de la libertad hasta pasarse de rosca.

Laberinto de pasiones (1982) narró la historia de amor entre una joven ninfómana y el hijo de un jeque árabe. Mientras que ella formaba parte de un violento grupo musical, a él lo que más le interesaba eran los cosméticos y los hombres. Esta película en su momento pareció moderna, aunque hoy resulta trasnochada. Hermana menor del film anterior, podríamos considerarla como frontera entre una primera etapa absolutamente desenfrenada y las siguientes comedias de enredos que, aunque bebieron de la misma fuente, tenían intenciones diferentes y estructuras narrativas más formales. Los diálogos parecen más espontáneos que en Pepi, son una tormenta de ideas provocadoras incluso para un provocador. Se explotó el humor de situaciones, pero su producción es precaria, aunque ya se adivinaba el armazón de psicologías del director y algunos recursos preferidos, como el flashback hacia un pasado que explicaba traumas y motivaciones.

En Entre tinieblas (1983) una cantante de boleros adicta ve morir a su novio por una sobredosis de heroína adulterada. Asustada, se recluye en el Convento de las Redentoras Humilladas, donde se convierte en la favorita de la Superiora, pero todo se le complica cuando llega al mismo lugar una ex amante de su protectora, que huye de la policía. Los nombres de las otras cuatro monjas hablan por sí mismos de por dónde va la cosa: Sor Estiércol (aficionada al LSD), Sor Perdida (dueña de un tigre de Bengala), Sor Rata de Callejón (escritora de novelas baratas) y Sor Víbora (el nombre lo dice todo). En contra de lo que podría parecer, éste no es un film anticatólico ni contra la Iglesia. Es una gran metáfora bizarra, personalísima y de a ratos muy gratuita sobre el concepto de sacrificio y ambición. En todo caso, las críticas más serias y justas se las llevan la representante de una rancia aristocracia con olor a naftalina y una clase obrera de corte maquiavélico.

Después de esto Almodóvar dio un salto gigante con cuatro títulos que lo terminarían haciendo famoso a escala mundial. ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984) es la historia de un ama de casa frustrada, mal casada y adicta a las anfetaminas, que vive en un apartamento de un barrio humilde con su marido taxista, sus hijos y su suegra, mientras compagina la labor del hogar con la de asistenta en otras casas. El resultado fue neorrealismo muy bien mezclado a los elementos bizarros habituales en el cineasta. La protagonista está rodeada de gente y sin embargo vive muy sola, tanto que sus únicos compañeros son los electrodomésticos. Las pinceladas costumbristas y las vejaciones morales se suceden, mientras la tortura psicológica a la que es sometida esa mujer va en aumento. En un arrebato perfectamente legítimo mata al marido, pero la posterior investigación policial será inútil. El chapucero crimen, la coartada de opereta, la pueril ocultación de pruebas estarán a la orden del día, y la soledad será el único castigo que encuentre su acción. El resultado se ubica entre lo mejor de la carrera de Almodóvar, y se constituye en un homenaje encendido e incendiario a tantas madres y mujeres anónimas que dejaron de ser ellas mismas para que otros fuesen o fuésemos.

Matador (1986) es una quintaesencia almodovariana. Un torero prematuramente retirado debido a una cogida se percata que su obsesión por matar no desaparece, sólo que ahora su objetivo serán las mujeres. Hacer el amor y matar en el último instante es lo más parecido al orgásmico placer de una tarde en la plaza de toros. Todo se agrava cuando conoce a una mujer con tendencias similares a las suyas. El sexo como instinto violento y furioso más que como manifestación del amor, ligado a la territorialidad y a la agresión más que al cariño. El deseo como fuerza más poderosa que el amor, difícil de justificar y menos instintivo y natural que la muerte. El deseo arrebatado y la pulsión sexual como métodos destinados a hacer sucumbir la convivencia pacífica y la calma espiritual, con amores que matan presenciados de tal forma que devuelven al espectador a la idea medieval y romántica del amor trágico. La película utiliza con gran acierto la liturgia mortal del arte taurino para hablar sobre los impulsos incontrolables del ser humano, y establece en los personajes una moral confusa sobre la base de los instintos más primarios y la religiosidad más intransigente. Era un tómelo o déjelo, sin duda.

La ley del deseo (1987) fue el primer film producido por Almodóvar junto a su hermano Agustín desde su propia compañía, El Deseo S.A. Es uno de los mejores de su carrera, y su obra más arriesgada, ya que en aquellos años en los que todavía se estaban cimentando los cambios sociales derivados de la transición política, el gran público era reacio a aceptar una historia pasional homosexual con la misma empatía con la que recibía al amor heterosexual. La homosexualidad era tema tabú para muchos, y por ello esta película jugó un juego peligroso, al narrar una historia de amor entre dos hombres, renunciando al banal tratamiento humorístico como recurso distanciador, que hubiera destruido la complejidad emocional con la que el film intentaba llegar a los sentimientos del espectador. Almodóvar realizó aquí su melodrama más amargo, y uno de los que poseen mayor fuerza dramática de toda su obra. Su visión de la naturaleza humana es pesimista, y el resultado es un ejemplo maestro del estilo personalísimo de un autor único en explorar todo lo que hace que la vida sea a veces un difícil camino a seguir.

Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) tiene algo generacional que jamás entenderán los colegas jóvenes, algo más allá de la arrolladora labor de todo el elenco y los fascinantes diálogos de los personajes. Quizás sea la sorpresa de lo nuevo, lo que fue fresco y a la vez chocante en su momento, un destello de oportunidad, algo que percibió Hollywood, por lo cual otorgó a la película una nominación al Oscar. Y de pasó convirtió a Almodóvar en celebridad mundial, lo cual como se verá no fue buena cosa. Mientras el hombre vuelve a mostrarse como un ser imperfecto y convive con su tendencia a la infidelidad casi genética, la mujer sigue siendo un prisma de estados de ánimo imposibles de medir, anticipar o clasificar. La historia se entrega al dislate y al humor, mientras el director maneja una verdadera sucesión de descontroles. Del carrusel hormonal se destacan la dirección coherente de los sentimientos, las paradojas nutriendo las ambigüedades de los personajes, y un humor de situaciones heredero de la más loca comedia americana. Almodóvar acariciaba la gloria, pero se venían tiempos peores.

PRIMERA CAÍDA. Los años 90 fueron los de una temprana decadencia para el autor manchego. Todo se inició con Átame, rodada en 1989 pero estrenada en 1990, y aunque duela hay que decirlo: Pedro Almodóvar tuvo una época de transición entre ser un artista totalmente personal y alguien que filmaba para las masas. Este film forma parte de esa época en la que se movió entre ambas corrientes. Quizás por eso se promocionó (incluso desde el póster) como película ofensiva, cuando realmente no lo es. Es mucho más puritana de lo que parece. Seguramente el director, parado en hombre de negocios con el mercado estadounidense abierto a sus futuras obras, se puso “suave” al analizar lo siniestro de una propuesta mucho más oscura que la que finalmente rodó. Átame es una película cariñosa sobre un tema para nada cariñoso. Todo lo contrario: el Síndrome de Estocolmo es un tema tabú que nadie entiende muy bien, y Almodóvar lo utilizó para el fácil mercadeo, dejando escapar de manera insultante y deliberada sus aristas más negras, en aras de sus pretensiones, volcadas ahora hacia la caja registradora.

Tacones lejanos (1991) marcó una leve recuperación luego de la autocomplacencia del film anterior, porque aún sin reencontrar su puntería más certera (la de los años 80) volvió a ventilar alguna ferocidad paródica y culminó su broma sobre la ambigüedad sexual con una escena de seducción en un camarín que tenía lo suyo. Eso demostró que el director no se dormía en sus laureles, aunque descansara ostentosamente en ellos mientras disfrutaba del apoyo del público, curioso por asomarse a ese universo privado, aunque nada de lo que aquí se mostró ocultaba que el transgresor se había convertido en una notabilidad. El cuchillo iba perdiendo poco a poco su filo porque Almodóvar estaba siendo halagado por la misma sociedad contra la cual lo había blandido.

Kika (1993) fue sólo un pequeño repunte. Había diversión en su nudo de personajes, ocurrencias en sus diálogos, y un amplio rendimiento del elenco. Además, la artillería estaba en su sitio, desde el vestuario chillón al decorado con su delirio de mamarracho y el taconeo del flamenco en la banda sonora. Pero seguía faltando lo menos visible, que justamente era lo más profundo: la picaresca desalmada del período anterior, vuelta ahora inofensiva, colorista y trivial, aunque muy animada. El viejo subversivo era sólo un bromista que producía mercadería para consumo más amplio y sabía cómo explotar la nueva clientela con algún desnudo gratuito y un actor estadounidense para distribuir su film en Hollywood. Mientras tanto, los jóvenes de los 90 seguíamos enojados con el descarado manchego, convertido en un hombre de negocios y una astuta celebridad.

La flor de mi secreto (1995) fue el más redondo de los títulos del período. Era la historia de otra mujer al borde de un ataque de nervios. La protagonista debía resolver una doble crisis, personal y profesional, mientras su matrimonio definitivamente parecía  irse a pique, ella se cuestionaba como autora de folletines y aspiraba a una labor literaria seria que podría crearle problemas con sus editores y su público. Sin ser gran cine, el film cumplía con sus objetivos. Durante un rato se apoyaba en una cuota de sorpresa, distrayendo deliberadamente al público con una línea engañosa que a la larga resultaba ser el rodaje de un spot publicitario. Luego se encarrilaba hacia una narración lineal, tomándose tiempo para explorar sentimientos, en entornos sociales menos sórdidos que antaño. También sabía dosificar sus toques de humor, con lo cual abría una puerta de esperanza por el futuro artístico del cineasta

Con Carne trémula (1997) el espectador pisó una frontera difusa dentro de la obra de Almodóvar, no sólo por ser una película basada en texto ajeno (una novela de Ruth Rendell) sino porque no todo encajaba en su lugar. Hay algo que atrapaba de este cine negro y chocante, impregnado de relatos de barrio, de estética sucia y cruda. Empero, era una lástima que la película se empeñase en rebotar de azar en azar, que la sucesión de hechos se sustentase en pequeñas dosis de efectos mariposa para colocar a todos los personajes en su sitio. Las casualidades ocurrían en el peor momento, las eventualidades eran casi inverosímiles y el drama llegaba a base de carambolas. El encaje de azares era artificial, porque si el cuerpo de esta negra historia policial lo componían el deseo, el ansia, los celos y la desconfianza, hay que recordar que las patas eran los personajes que movían esas emociones, y una de ellas era muy coja.

RESURRECCIÓN. El advenimiento del nuevo milenio devolvió a Almodóvar sus antiguos laureles. Todo sobre mi madre (1999) fue su mejor film en diez años. Era un homenaje a las madres, a quienes quieren serlo, a las mujeres en general, a aquellos que se visten de mujer, y a las actrices. Ellas, sean buenas, malas, crueles o geniales, pasen o no por todas las gamas intermedias, son más auténticas y siempre más preparadas para el valor, la crueldad o el perdón. El hombre es un ser extraño, incapaz, desdibujado o con taras. Pero el homenaje sin embargo no es dulce, sino un trágico y vertiginoso descenso a la prostitución y al lado más sórdido del travestismo y la transexualidad. El poder que tienen las palabras que salen de las seis protagonistas es incontestable. Los diálogos son brutales y sinceros, absorben al que los escucha, y en ellos hasta lo absurdo parece lógico y natural, al punto que nadie se escandalizará por nada, nadie huirá al oír lo extremo. La narración aquí es casi todo palabra y desahogo, pero la imagen ejerce de sublime e impecable transporte, y el acompañamiento musical es perfecto en cuanto a su fuerza y nostalgia. La narración cuenta su historia, y aunque tiene que terminar en algún momento, no deja nada por decir. Aparte están esos mensajes sutiles prendidos de los gestos, de los silencios, de una pregunta que queda sin responder o una indefinible mirada que parece odio y quizás sea recuerdo, o absolutamente nada, y que le deja a uno petrificado como sólo puede quedar fulminado un hombre. Porque para Almodóvar las mujeres también son superiores en el mirar.

Hable con ella (2002) es quizá la obra maestra del director. Es la historia de dos hombres y sus diferentes deseos de amar: un enfermero con dedicación exclusiva a una paciente en coma de la que está secretamente enamorado, y un periodista que parece estar predestinado al abandono o la soledad, que desea olvidar a su anterior amor y en ese proceso conoce a una matadora de toros, quien por despecho comenzará con él una relación que quedará cortada por una terrible cornada. Las vidas de los dos hombres se cruzarán en el hospital donde ambas mujeres yacen en un sueño indefinido. Esta historia aborda la falta de cariño y la dependencia emocional, que pueden llegar a alcanzar un grado enfermizo. Son relatos de abandono, en los que se cuela irremediablemente una reivindicación de la mujer y un mensaje subliminal sobre el egoísmo masculino y la falta de atención que los hombres prestamos a las mujeres. Hable con ella es un film absolutamente sensitivo en casi todos los campos. En lo visual se viste de escenas de gran fuerza, expresividad y sensibilidad, y sorprende la extrema sutileza con que aquí se bordan algunas aristas de su múltiple “mensaje”. Pero la película además potenció una cualidad interesante, que es la naturalidad con la que Almodóvar expresa lo extremo, la forma en que logra que el disparate tenga un asomo de credibilidad que recuerda a algo real. Con memorable contención dramática, por una vez la “bestia” dejó paso al control.

Después de dos films consecutivos tan memorables no era fácil continuar, por eso en su momento La mala educación (2004) no fue bien recibida. Sin embargo, es un film sobre chantajes con una estructura estupenda, de raíz hitchcockiana, y es muy bueno el nivel en el cual el director fue capaz de combinar lo real con la ficción sin posibilidad de distinguir el pasado y conocer entonces los motivos que hicieron a los personajes tal y como son, lo cual otorga un suspenso adicional a todo el asunto. Lo que sí estaba claro es que con este festival de pelucas, amaneramientos y travestidos incapaces de parar de decir “maricón” cada dos minutos, Almodóvar no quiso presentar lo homosexual como estándar, sino denunciar la doble moral de algunos integrantes de la Iglesia.

En Volver (2006) la protagonista es manchega pero vive en Madrid, casada con un obrero desocupado y con una hija adolescente. Su hermana se gana la vida como peluquera. Ambas extrañan a la madre, que murió en un incendio, pero inesperadamente esa madre se presenta en casa de su hermana. Después va a ver a sus dos hijas y a una vecina del pueblo, hasta que lo que parecía complicado se termina de enredar con un asesinato. El crítico Guillermo Zapiola definió a esta película como “un delirio sobrio” y tenía razón, porque Almodóvar ofrece un relato extraño, vestido con ropajes realistas y cotidianos, en medio de situaciones más que insólitas. La película avanza con diálogos que clavan el sentir y las palabras apropiadas para cada uno de los personajes, hasta alcanzar el total realismo. Empero, también es delirio y extravagancia, hasta que una vuelta de tuerca ahonda en la emoción que acompaña al reencuentro y la supervivencia.

En Los abrazos rotos (2009) un escritor viajaba con la mujer de su vida cuando sufrió un accidente de coche que lo dejó ciego. Ahora usa un seudónimo para firmar sus trabajos, mientras que como director de cine utilizaba su nombre real. Vive de los guiones que escribe gracias a la ayuda de su antigua y fiel directora de producción, y el hijo de ésta, que es su secretario, mecanógrafo y compañía. El resultado es una loca historia de amor dominada por la fatalidad, los celos, el abuso de poder, la traición y la culpa. Es también un film sensitivo, en el cual podemos palpar las emociones de los personajes, impregnándonos de la nostalgia que empapa los pasados irremediables, en una gama de relaciones conflictivas que van de lo frívolo y lo gozoso al ansia y el asco.

 

CAÍDAS Y NUEVA RESURRECCIÓN. Y después sobrevino la estrepitosa caída del manchego, mucho más grave que la de los años 90, y por la cual todos dábamos ya por perdido su talento. Primero fue La piel que habito (2011), un film tan vistoso como sobrevalorado y decepcionante, en lo que era una desatinada mezcla de policial gélido, melodrama rocambolesco y película de horror de la vieja Universal, pero con mucho dinero atrás. El film exhibe rasgos característicos de Almodóvar, como su voluntad de provocar, su actitud transgresora, la infaltable dosis de perversidad, atmósferas cargadas de perturbadora sexualidad, transformismo, madres dominantes, referencias a la cultura pop, inverosímiles enredos folletinescos, excentricidades varias y mucho atrevimiento, pero (enorme pero) sin humor. Entonces todo lució mecánico y estudiado. A esta altura el manchego había perdido la frescura y se tomó demasiado en serio, tanto que hasta se dio el gusto de poner en escena a un Prometeo encadenado, aunque la situación resulte tan excesiva y rebuscada que luzca vergonzosamente ridícula.

Sin embargo lo peor estaba aún por venir, porque Los amantes pasajeros (2013) verdaderamente da vergüenza ajena. Aquí todo, absolutamente todo está mal, desde calificar al film en la publicidad previa como comedia ligera y también decir que quiere ser una radiografía de la caótica situación que por entonces vivía España (no se puede ser ambas cosas a la vez), hasta decir que el director volvía a sus orígenes cuando eso es imposible para alguien que desde hacía dos décadas vivía en el jet set. La novedad del film pasó por querer ser el dislate gay, sin advertir que por primera vez en su vida ponía su alocada verborrea en boca de hombres y no de mujeres, en una época en que el putón del barrio ya no escandaliza a nadie. La relación del mundo homosexual con la sociedad había cambiado, pero Pedro parecía no estar enterado de ello.

La reacción mundial fue tan negativa respecto a este film que el manchego tardó en volver al ruedo. Cuando lo hizo presentó Julieta (2016), que era un desafío, porque  si su abordaje del cine de géneros en La piel que habito le pudo merecer cadena perpetua, Los amantes pasajeros debió haberlo colocado frente al pelotón de fusilamiento. Julieta es mejor que esas dos obras, pero tampoco salvó del todo el examen.  Pedro retornó al universo femenino de sus mejores películas, y durante 70 minutos construyó un melodrama clásico e intimista, signado por una tragedia y un trauma que terminarán marcando la relación entre una madre y una hija, a la que sólo vemos en los recuerdos de la protagonista. También hay referencias a Hitchcock y una certera construcción de atmósferas inquietantes. Sin embargo, cuando el espectador está totalmente enganchado Almodóvar hace que un personaje actúe de manera tan descabellada que la historia y su magia se quiebran de raíz. A partir de entonces, el castillo de naipes tan hábilmente construido desde el libreto se desmantela, mientras el film navega hacia una zona final artificiosa y con diálogos imposibles.

Cabía preguntarse entonces qué pasaba con Pedro desde hacía unos años. Almodóvar es un talento intuitivo y marginal por naturaleza, capaz de expresarse con soltura y total libertad desde el aislamiento que da la independencia. Es un autodidacta que no debería contaminarse con el juicio crítico ni los halagos de la fama. Por ese desparpajo creativo fueron notables sus films de los años 80, pero el reconocimiento de su talento y la gloria universal a partir de 1990 quitaron soltura y naturalidad al manchego, que desde entonces pareció enterarse que él es “el importante cineasta Almodóvar”, viéndose por ello obligado a marcar el paso de las exigencias industriales para no caerse del engañoso pedestal. Como tiene talento, en un cuarto de siglo redondeó dos obras mayores y cuatro films valiosos, pero por lo general ha caído en desteñidas imitaciones de sus primitivas y memorables audacias. Por eso la puntería se desvió, la intencionada cursilería extravió su magia, la maldad perdió filo y su ocasional salvajismo terminó por ser previsible.

 

Sin embargo, ahora volvió con Dolor y gloria (2019), su mejor film en 17 años, en el cual el director no tomó nada que no fuera previamente suyo. El protagonista es un cineasta aturdido, aunque las pulsiones sexuales de la juventud han dejado paso a una indolencia autodestructiva, provocada por sus numerosas enfermedades, y a una tardía adicción a la heroína para calmar su dolor físico. También se recupera aquí la España cerril y miserable del franquismo, aunque desde el recuerdo parezca una infancia feliz pese a la penuria económica. Lo más valioso del film empero es la melancolía indeleble que se desprende de sus imágenes, y esa sensación de calvario que deja el reencuentro con un actor con el cual no se habla desde hace décadas, o con un viejo amor que desde el ayer reaparece sin aviso, hasta arribar a la última de las estaciones del viaje, la madre perdida pero nunca olvidada que viene por partida doble, desde el recuerdo y desde ayer nomás, para con ambas llegar a la auténtica naturaleza de lo humano. Lo que logra aquí el manchego es poner su alma al desnudo mediante una poliédrica forma de narrar que, paso a paso, nos conduce al final más inteligente de toda su obra, allí donde la ficción y la realidad se dan la mano, pero no como llamativa vuelta de tuerca, sino como para constatar que ambas vertientes son su vida. Almodóvar dejó de lado por una vez su ego en aras de una catarsis que sin duda necesitaba.

CLAVES. El espectador familiarizado con la obra almodovariana podrá detectar las claves que dominan ese cine. Una es fundamental y la más visible: la forma en que se conjuga lo popular con lo sofisticado. Por un lado Almodóvar privilegia la atención a la tradición, a la utilización de recursos populares muy visibles al espectador, y a la vuelta al cine de géneros como molde ideal para su narración. Por otro lado, y sin que exista una colisión entre una y otra, hay una segunda mirada dirigida a la vanguardia, a las formas más alejadas de lo convencional y, por lo tanto, las menos reconocibles por un público masivo. Un ejemplo perfecto de esta clave es Mujeres al borde de un ataque de nervios, donde conviven en armonía la modernidad más radical con la comedia clásica más hilarante. Prueba de ello es el apartamento de la protagonista, espacio donde cohabitan las principales características estéticas de “lo culto” con una chabacanería tan desfachatada que linda con “lo kitsch”. En ese peligroso filo también se maneja ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, una feroz mirada esperpéntica inspirada en Valle Inclán, pero sometida al discurso moderno de la España de los años 80. En esas dos propuestas Almodóvar perfeccionó una alquimia en la que se fundieron los materiales más venerables con las fórmulas más actuales. Esa clave no ha dejado de actualizarse y reinventarse, como puede verse en Hable con ella, quizás su película más dramática, en la que se las ingenia para dejar lugar también a un episodio de chirriante farsa, la película muda en blanco y negro dentro del propio film en color.

La segunda clave sería la tensión permanente entre su innegable raigambre española y sus continuas referencias al cine de otras latitudes. Esa dualidad generalmente se explicita entre el plano formal de las obras y sus contenidos. Es decir: Almodóvar inserta sus historias en personajes y realidades reconocibles para el espectador español e hispanoamericano, aunque como cineasta esté permanentemente releyendo a colegas de otras latitudes y épocas, desde Bergman y Visconti a Berlanga y Buñuel. Respecto a esta segunda clave, el propio director declaró que sus influencias más notables eran Andy Warhol y Lola Flores. Más allá de la enorme provocación que significa juntar en un único concepto al icono del pop art estadounidense con la arrolladora Faraona del musical español, lo que importa es que esa confesión refuerza la idea de unir en forma más o menos conflictiva lo ibérico con todo lo que no lo sea. La película que mejor define esta clave es Volver, ya que en ella hay una innegable impronta española (las mujeres del pueblo, la propia estampa de Penélope Cruz), pero también una utilización del color que remite a Andy Warhol, una recurrencia al policial noir (e incluso al cine de fantasmas) y la aparición, ya desde el título, del mítico tango de Gardel, ejemplo paradigmático de la música popular del Cono Sur latinoamericano.

Una última clave general del cine de Almodóvar sería el permanente equilibrio de sus historias entre el melodrama y la comedia. Este tipo de clave funciona mejor en las historias más seriamente encaradas, que no en vano originan sus mejores películas. En el melodrama podríamos hallar a Todo sobre mi madre, Hable con ella, Los abrazos rotos y la autobiográfica Dolor y gloria, títulos en los cuales se halla una conjunción de intensas fuentes, desde el encadenamiento narrativo de la novelista canadiense Alice Munro al manierismo hollywoodense de Douglas Sirk. Por su parte, las comedias de Almodóvar suelen reunir una mirada crítica a la realidad española de las últimas cuatro décadas con un montón de fetiches típicos del universo del cineasta (en especial los de tipo erótico-sexual), con exagerados vuelcos a géneros tan alejados entre sí como son el musical, el policial, el gore e incluso el neorrealismo. ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, Matador, La ley del deseo, Tacones lejanos, Kika, La piel que habito y un film tan fallido como Los amantes pasajeros ejemplificarían esa dicotomía: si bien la utilización del lenguaje audiovisual se decanta allí por una planificación muy compleja, no apta para ser degustada por todos los paladares, los gags que en ellos se suceden rayan lo ordinario. Eso refleja una fuerte intención por hurgar en formas de humor netamente populares, asequibles a todo el mundo, y nos remite a un concepto del cine como herramienta múltiple, sustentado en la vanguardia pero también en la tradición.

RASGOS. Como complemento de esas tres grandes claves del cine almodovariano, hay rasgos más específicos que marcan una obra llena de locura, que nos ha sorprendido a lo largo de décadas mediante un lenguaje vulgar, algo de surrealismo, un ácido sentido del humor, desenfados varios y un claro toque de “España cañí”. Diez palabras sueltas, en orden alfabético, definirían dichos rasgos.

Alucinógenos: La drogadicción ha estado siempre muy presente en el cine de Pedro, ya sea desde la droga en sí misma a la condición adicta de los personajes o los traficantes, que también tienen su papel en la obra del director. Entre tinieblas, Matador, Átame o Dolor y gloria abundan en cocaína, heroína, marihuana y diversos fármacos, legales e ilegales. Un ejemplo inigualado es el de Mujeres al borde de un ataque de nervios, donde se usó un potente fármaco (lorazepam) mezclado con gazpacho como somnífero.

Colores: La estética almodovariana utiliza fuertemente los colores primarios (azul, rojo y verde). Según el director, “el rojo, siempre presente en mi cine, es en la cultura china el color de los condenados a muerte. Esto lo convierte en un color específicamente humano, ya que todos estamos condenados a morir. Pero el rojo en la cultura española  es también el color de la pasión, de la sangre y del fuego. Siempre tuve una relación inconsciente con los colores caribeños, e intenté luchar toda mi vida contra el negro”. Cabe agregar que, como siempre se ha hallado más cómodo rodando en estudios que en exteriores, Almodóvar es un fan incondicional de los decorados, que vuelcan su obra hacia una estética barroca, kitsch, casi de mal gusto, y otorgan un carácter inconfundible a sus películas, como puede verse en obras tan chirriantes como Matador o Átame.

Homosexualidad: Gays, lesbianas, transexuales y travestis ocupan un alto porcentaje de los films de Almodóvar. Sin embargo, pese a que en ese aspecto su cine define a sus personajes con claridad entre “homos” y “heteros”, alguna vez recurrió a una inteligente ambigüedad, como en ciertos casos de hombres viriles que se comportan en forma femenina, sea Miguel Bosé en Tacones lejanos o Darío Grandinetti en Hable con ella.

Madre: Es una importantísima y decisiva figura en el cine del manchego. A veces puede ser mala (Tacones lejanos), y otras sensible y amorosa (Todo sobre mi madre). Puede estar sobrepasada por los problemas del hogar (¿Qué he hecho yo para merecer esto?) o ser una lejana ausencia (Julieta). Incluso puede llegar a parecer una verdadera leona defendiendo su cría (Volver), pero ninguna parece tan veraz y fiel a la realidad como la del alter ego de Almodóvar en Dolor y gloria. Dato para cinéfilos: Francisca Caballero, madre de Pedro, aparece en ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, Mujeres al borde de un ataque de nervios, Átame y Kika.

Madrid: Almodóvar ha elegido desde sus inicios a la capital española para rodar buena parte de sus historias porque, como ha dicho cierta vez, “siempre he encontrado en esta ciudad el paisaje perfecto con la fauna adecuada, entre insolente e ideal, para cada una de mis películas”. Pero como en su cine lo castizo se mezcla con lo kitsch y lo moderno, Madrid a la vez le sirve para plantear la necesidad de la vuelta al pueblo, al ámbito rural de los orígenes, como queda explicitado en Volver y Dolor y gloria.

Muerte: La Parca es casi omnipresente en el corpus almodovariano, y muchas veces, como si el director quisiera decir que principio y final son una misma cosa, emparenta a la muerte con el sexo. Un caso claro es el de la muerte por sida de algún personaje de Todo sobre mi madre, pero en un nivel supremo se ubica Matador, donde el amor y la pasión lleva a los personajes a enloquecer y a morir, o en muchas ocasiones a matar, y donde hasta el objeto más inverosímil puede ser un arma letal, como una horquilla de moño… o la pata de jamón de ¿Qué he hecho yo para merecer esto?…

Mujeres: “Yo quiero ser una chica Almodóvar, como la Maura, como Victoria Abril, como Bibi, como Miguel Bosé, como Pepi, como Luci, como Bom”, cantaba en 1992 Joaquín Sabina. Lindas o feas, débiles o fuertes, las mujeres de Almodóvar resultan inolvidables. Mal queridas, despreciadas, ridiculizadas y abandonadas por los hombres, esos villanos, y raíz de sus problemas. Sin embargo, aún con sus debilidades y neurosis, las chicas Almodóvar son valientes, y tan negativo es el género masculino que en un film enteramente protagonizado por hombres como La mala educación los personajes desean a toda costa ser mujeres. Aquí no puede dejar de señalarse a las viejas cómplices de Pedro, desde las protagónicas Carmen Maura, Cecilia Roth, Victoria Abril, Marisa Paredes y Penélope Cruz, hasta secundarias de lujo como Julieta Serrano, Verónica Forqué, Rossy De Palma, María Barranco, Kiti Mánver y la gran Chus Lampreave.

Música: Es uno de los rasgos más reveladores del cine almodovariano. Pedro ama las coplas, el tango y el bolero, pero los adapta y actualiza para sus bizarras historias. Por si ello fuera poco utiliza canciones que hablan directamente de sus personajes, o comunica la vida interior de los mismos mediante la música. Eso es muy destacable en la versión de Mina de “Espérame en el cielo, corazón” para Matador, la de Luz Casal de “Piensa en mí” para Tacones lejanos, la de Caetano Veloso de “Cucurrucucú Paloma” para Hable con ella e incluso la de la propia Penélope Cruz del tango de Gardel en Volver.

Realidad: Más allá de la bizarría de sus películas más osadas, Pedro nos introduce en un ambiente madrileño realista. No importa si en él todo (hasta lo imposible) es posible, o si la locura y el amor van de la mano, o si en sus historias amor y sexo se confunden hasta ser una misma cosa, mientras las víctimas son las mujeres y los celos se dan la mano con los ajustes de cuentas. Lo que importa en esos rasgos de realismo es que se establece un rotundo “no” a la familia convencional, en medio de una sociedad en la que las puertas se abrieron después del fin del franquismo, logrando que todos los modelos sean posibles. Dolor y gloria es en ese aspecto un verdadero testamento generacional, además de una íntima declaración de principios.

Teléfonos: Estos aparatos son una constante en Almodóvar, y en ocasiones un elemento de desusada importancia para sus historias. ¿Qué sería sin teléfonos de películas como Mujeres al borde de un ataque de nervios, Átame, La flor de mi secreto o Dolor y gloria? En esas historias el teléfono no sirve para comunicar sino para que fracase esa pretendida comunicación, e incluso es el detonante de mucha violencia contenida. Como dijo cierta vez Homero Alsina Thevenet: “En Pedro Almodóvar la llamada resulta siempre fundamental para la historia”.

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En el cine actual son contados los casos donde el marco en el que se desarrollan las historias que se cuentan importe tanto. En Pedro Almodóvar hay una declaración de principios no tanto desde sus personajes como desde la estética que los rodea, todo ese kitsch, ese Pop Art, ese muestrario camp tan bien integrado a una visión posmoderna del mundo y las cosas. Hay que decir que el manchego ha tenido una suerte adicional que pocos (Bergman, Woody Allen, los Coen) han logrado: la de tener un público fiel e incondicional que sabe distinguir entre lo nuevo y lo tradicional, lo culto y lo popular, en medio de una táctica y estrategia jugadas al permanente contraste. El propio director es un hombre culto que cita correctamente a Faulkner o Flaubert, pero que se ha sabido distanciar del estereotipo de cineasta intelectual, producto de un estamento cultural superior. Al revés: Almodóvar parece utilizar su cultura para ejercer algo muy parecido a un anti intelectualismo, mediante el cual puede llegar a reírse de los intelectuales. Pero a su vez es un hombre comprometido con el arte de su época, aún en sus películas más fallidas. Desde ese punto de vista su cine es fiel reflejo de su relación con todas las corrientes contemporáneas de la cultura. Como vemos, una vez más los contrastes. Sin aceptarlos y paladearlos como se debe, resultaría imposible entender su obra.                              

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