CLAUDE SAUTET Y SU CINE DE SENTIMIENTOS.

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En estos días se están cumpliendo 50 años del estreno de una obra mayor olvidada, Las cosas de la vida. Ese aniversario parece un buen pretexto para reflotar un film que merece una urgente revisión, y de paso recordar a su autor, Claude Sautet, un maestro del cine que rara vez figura en las grandes listas del séptimo arte.

 Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

SAUTET. Más de media vida le llevó a Claude Sautet acceder a un nivel de verdadera maestría. Había nacido en Montrouge el 23 de febrero de 1924, y desde niño fue un apasionado por la escultura y la decoración. Después de la liberación se afilió al partido comunista, del cual se separó en 1952, aunque su interés había seguido volcado a las artes, en especial en el área de la música. Mientras tanto, para subsistir se ganaba la vida como crítico de arte para la revista Combat. Pero una proyección de Amanece de Marcel Carné le cambió la vida porque, según propias declaraciones posteriores, ese film lo dejó en éxtasis. De inmediato (1951) ingresó al Instituto de Altos Estudios Cinematográficos (IDHEC), donde estudió realización. Ya diplomado, trabajó hasta 1959 como asistente de dirección, mientras en lo personal se veía paulatinamente influenciado por el cine de clase B de Hollywood y el policial de serie negra. En esos años debutó como realizador con Bonjour, Sourire (1956), que sin embargo fue una comedia en tono de fábula acerca de una princesa que no puede reír y dos cómicos que intentan romper el hechizo. Primera decepción de Sautet: la película fue totalmente ignorada por público y crítica.

El joven debutante debió esperar cuatro años para volver a situarse tras la cámara. Como fiera acorralada (Classe Tous Risques, 1960) fue una historia policial con Lino Ventura y Jean-Paul Belmondo, que evidenció desusada fuerza en la construcción de personajes plausibles y situaciones límites. En ella un conocido criminal italiano huía a Francia con su familia eludiendo una orden de arresto y la inevitable condena a muerte. En esa escapada le acompañaba un fiel amigo francés, también perseguido por la justicia. En favor del film y de Sautet hay que decir que su película, pese a estar inspirada en el noir americano, tiene impronta francesa. Esta historia no se mueve entre sombras como ocurre en Hollywood, sino entre las brumas de Montmartre, mientras los gangsters toman pernod en lugar de bourbon. Más allá de las diferencias superficiales, el área de los sentimientos se intensifica, tanto que hasta los criminales se humanizan, y en medio de tanta confusión el espectador puede llegar a querer perdonar a esos asesinos y malhechores porque tienen hijos o amigos desagradecidos. Son delincuentes redimidos que en la redención perdieron el honor y la vergüenza. Son una fauna que no vive ni siquiera con una última esperanza, como ocurre en Hollywood, sino con ese río Sena que siempre baja con las aguas turbias. Esas virtudes empero de nada sirvieron, porque con la Nouvelle Vague en pleno auge los críticos de Cahiers du Cinéma calificaron al film como “demasiado ortodoxo y pasado de moda”. Era la segunda decepción de Sautet, y ésta totalmente inmerecida.

Por ese motivo durante los años 60 Sautet subsistió como supervisor de diálogos y libretos para realizadores como Marcel Ophüls, Jacques Deray, Jean Becker y François Truffaut, y aunque volvió a dirigir un film en 1965 el resultado no convenció a nadie. Armas para el Caribe (L’arme à Gauche) estaba basada en una novela de Charles Williams, pero en su traslación a la pantalla ese texto quedó convertido en una aventurita muy menor sobre rudo mercenario (Lino Ventura), apetecible heredera (Sylva Koscina) y su traicionero ex marido (el siempre resbaloso Alberto De Mendoza). Por eso en 1970 Las cosas de la vida (Les Choses de la Vie) vino a marcar un antes y un después en la obra de Claude Sautet. Luego de una década de retiro casi total de su rol de cineasta, allí Sautet encontró su musa definitiva en la actriz austriaca Romy Schneider, pero también entabló amistad sincera y prolongada con el actor Michel Piccoli y con otros colaboradores: el libretista Jean-Loup Dabadie, el fotógrafo Jean Boffety y el músico Philippe Sarde. Incluso en una etapa posterior, Sautet hallaría nuevos y fieles amigos en el dialoguista Jacques Fieschi y los intérpretes Yves Montand, Serge Reggiani, Patrick Dewaere, Gérard Depardieu, Daniel Auteuil, Emmanuelle Béart, Sandrine Bonnaire y Michel Serrault. Parecía que, al igual que muchos de sus personajes, el cineasta necesitaba la sincera calidez de las relaciones humanas para trabajar a gusto.

 

LAS COSAS DE LA VIDA. A partir de esta película Sautet se ubicó en un registro predominantemente sentimental, camino donde siempre es difícil alcanzar la sobriedad, y en el cual sin embargo Sautet supo, como pocos, encontrar la adecuada trascendencia, vinculando el mundo del sentimiento al mundo social. La hazaña consistió en haber sabido superar los estrechos límites de las problemáticas individuales para insertarlas en un contexto vital más amplio que las explica y las condiciona. En 1970 Sautet declaraba: “Lo que siempre he amado en el cine americano, es su costado no presuntuoso; es un cine que trata de manera muy respetuosa a los personajes, es decir, los toma como seres humanos, sin actitudes teóricas, muestra gente que vive simplemente y que no se expresa mucho”. No hay duda que Sautet fue fiel hasta el final a esa admiración, porque sus personajes están en las antípodas de la silente distancia que impone un Antonioni, pero también de la locuacidad intelectual de un Woody Allen: tienen la bienvenida sencillez que les proporciona una óptica que prescinde deliberadamente de toda construcción intelectual, mientras procura apresar la vida tal cual es.

 

Las cosas de la vida fue un punto de partida y una culminación. Antes de los títulos un cartel indica que la película fue galardonada con el Premio Louis Delluc, algo muy importante para cualquier film francés, ya que dicho galardón es, por sus características, uno de los más difíciles de obtener. Louis Delluc fue pionero de la crítica de cine, pero además un cineasta de vanguardia sin par. Cuando murió en 1924 a los 34 años dejó un vacío enorme, y en 1937 se instituyó el galardón que lleva su nombre. Para obtenerlo los cineastas deben destacarse en una sola exigencia, aunque es muy especial: todo film merecedor de ese premio debe ser revolucionario en algún aspecto. Para que el lector tenga una idea del verdadero significado del premio, habría que recordar algunos de los eminentes galardonados anteriores a 1970: Los bajos fondos de Jean Renoir, El muelle de las brumas de Marcel Carné, La bella y la bestia de Jean Cocteau, Diario de un cura rural de Robert Bresson, Las vacaciones del señor Hulot de Jacques Tati, Las diabólicas de Henri-Georges Clouzot, Las grandes maniobras de René Clair, El globo rojo de Albert Lamorisse, La felicidad de Agnès Varda, La guerra ha terminado de Alain Resnais y La hora del amor de François Truffaut, entre otros. Al igual que esos títulos, Las cosas de la vida merece con creces su distinción.

 

Lo que en definitiva cuenta la película es el devenir cotidiano del maduro arquitecto Michel Piccoli, que convive con la bella Romy Schneider luego de haberse divorciado de la sensual Lea Massari. Con el pretexto de un posible viaje a Túnez el film se adentra en la doble psicología del personaje masculino, un profesional emprendedor que es también un conformista en su vida privada. Esa dualidad existencial está explorada por Sautet sin retórica alguna, mediante fugaces pantallazos ilustrativos que combinan recuerdos, sueños y fantasías. La memoria de su antigua vida matrimonial, el primer encuentro con su actual pareja, los hermosos ratos pasados con ella, son registrados por la cámara del eximio Jean Boffety en tomas que apenas duran unos segundos, y que son frecuentemente mudas. Sin embargo, la película cambió definitivamente la noción de “paisaje” en el cine francés, porque ¿quién puede olvidar o permanecer inalterado ante la impresionante secuencia inicial del accidente? Su toma en cámara lenta reverbera a lo largo de todo el film, pero cuando la vemos en tiempo real y nos percatamos que todo dura apenas cuatro o cinco segundos, no podemos evitar el shock emocional proveniente de la velocidad, la fuerza y la increíble gama de sonidos que se desprenden de toda esa parafernalia.

 

De ese desastre automovilístico surgirá, desde los meandros de la memoria, el mapa que contiene la verdadera existencia de Piccoli, los fragmentarios episodios de amor, los recuerdos de familia, la separación, su soledad última. Pero esas imágenes -en definitiva, la película misma- no son solamente el flash de una vida que pasa ante los ojos en el momento de morir, no son imágenes que describen la vida como fue, sino como sólo puede recordarla su dueño. Sautet arma el sentido último de su film acorde a las ideas del filósofo Walter Benjamin: “El pasado recordado es infinito, el futuro es incognoscible”. Por eso cerca del final, después de numerosos recuerdos, asistimos por enésima vez al episodio del accidente. Allí la cámara enfoca a Piccoli despedido del auto, aterrizando en el pasto; sin perder el conocimiento, mira los restos mortuorios de su coche estrellado, mueve la cabeza y ve un rayo de sol sobre un puñado de flores, la copa de los árboles, un hermoso cielo abierto que llena la pantalla. Y es entonces cuando todo movimiento cesa, porque accedemos al futuro, al eterno enigma que marca el tránsito de la vida a la muerte. Esa forma narrativa fue totalmente nueva en 1970, y se vio reforzada además por la escena de cierre, que no le va en zaga, al comunicar una muerte (al espectador y a los propios personajes) en forma muda y alegórica, evitando así los riesgos de melodrama que acechaban desde el inicio a esta historia. Al talento de Sautet y su eminente operador debería sumarse la partitura de Philippe Sarde, extrañamente romántica, más la sensible labor de Romy Schneider, la introspección de Lea Massari y la presencia del siempre descollante Michel Piccoli, todos colaborando en equipo para un film que merece ser rescatado urgentemente del olvido.

AÑOS DE AUGE. Después de esa verdadera maravilla, Sautet prosiguió su estudio de la complejidad de la gente sencilla, y de esa forma se fueron sucediendo una serie de obras de compacta solidez. El inspector Max (Max et les Ferrailleurs, 1971) es la historia de un policía amargado y muy reservado (Michel Piccoli), que está desencantado con la justicia y tiene una obsesión: atrapar delincuentes en delito flagrante. Ha llegado a la conclusión que esa es la única forma de evitar que los suelten por falta de pruebas. Para llevar a cabo su sueño, decide provocarlo: se hace pasar por banquero y establece una relación con una prostituta (Romy Schneider) que es la amante del jefe de una banda de delincuentes de poca monta (Bernard Fresson). Las intenciones del inspector son incitar a la banda, a través de esa mujer, a que roben una sucursal bancaria. Un argumento interesante con tensión creciente y sensación pesimista acerca de la resolución final que, no obstante, sorprende. Sautet aquí ya se revelaba como un director maduro y personal. Vuelve al policial, pero lo hace con paso seguro, sabe lo que quiere y maneja la historia con el ritmo adecuado. El realizador con buen criterio deja que su película descanse en las escenas ubicadas en el apartamento del policía cuando lo visita la prostituta, y de esa forma una cínica anécdota policial se transforma en una tierna historia de amor entre dos seres grises, carentes de afecto. De hecho, la película aparece armada en dos estilos de secuencias: las que narran esa singular relación, y todas las demás. Rodeados de unos secundarios de lujo, Piccoli y Romy redondeaban dos labores muy creíbles.

César y Rosalie (Cesar et Rosalie, 1972) contó la historia de una mujer divorciada (Romy Schneider) y madre de una niña de tres años. Vive en situación de pareja con un hombre de mediana edad y buena posición (Yves Montand), del que cree estar enamorada, pero cuando se reencuentra con un antiguo novio, artista de trato exquisito y de edad parecida a la suya (Sami Frey), la mujer se ve enfrentada a la necesidad de elegir a uno de los dos. El film suma comedia, drama y romance. Trata temas cotidianos y construye diálogos fluidos y abundantes. Explora la realidad diaria desde el punto de vista de personajes sencillos, comunes y próximos, con los que el espectador se identifica fácilmente. El tema central viene dado por el amor de pareja, sus manifestaciones, estímulos y motivaciones. Esa exploración trata de dar respuesta a amplias preocupaciones vigentes en los primeros años 70 a causa de los cambios profundos experimentados en el comportamiento sexual de los jóvenes (especialmente de la mujer), en la progresiva difusión de nuevos conceptos sobre el amor de pareja, el amor libre y la desacralización del sexo, y en ese mapa humano Sautet termina apostando por el valor de la experiencia combinada de amor y sexo. Sin llegar al nivel de los dos títulos anteriores el film interesa como testimonio de la inquietud de los jóvenes de los años 70 en relación con el amor puesto al servicio de la persona.

Vicente, Francisco, Pablo y los otros (Vincent, François, Paul et les Autres, 1974) se interesó por la crisis de tres amigos: Pablo (Serge Reggiani), un escritor bloqueado, Francisco (Michel Piccoli), un médico que perdió sus ideales, y Vicente (Yves Montand), un banquero que enfrenta la quiebra y el divorcio de su esposa (Stéphane Audran), en medio de un coro de personajes secundarios interpretados por otras luminarias del cine europeo (Gérard Depardieu, Marie Dubois, Antonella Lualdi, Umberto Orsini). Sautet da a través de su film la pintura de toda una civilización. Es la historia del hombre moderno en el mundo actual, y allí figuran los valores dominantes, que moldean la civilización tal cual la conocemos, más allá de las clases sociales y las idas y vueltas ideológicas. Valores e ilusiones burguesas que Sautet no juzga, sólo las muestra con arte. Los protagonistas son como el espectador, gente común, querible, con grandezas y miserias, gente destinada a padecer aflicciones, desgracias, repudios, adversidades y desengaños. Empero el film no es trágico ni pesimista, porque el fracaso se presenta como un doloroso pero necesario baño de realidad para esos ilusos y egoístas sujetos, y a todos se les concederá una oportunidad, un nuevo comienzo. Una historia realista e inteligente, que obliga a los espectadores a abrir los ojos sobre sí mismos. Algo que sólo el buen cine sabe hacer.

Luego llegó Mado (1976), donde un hombre de negocios (Michel Piccoli) advierte cómo peligra su futuro cuando su socio (Bernard Fresson) se suicida por las deudas contraídas en la empresa. Es entonces cuando su enemigo en los negocios (Julien Guiomar) le intenta comprar la compañía por una cifra irrisoria, mientras el protagonista decide salir del paso mediante una estafa en la que involucra a una prostituta (Ottavia Piccolo) y a su esposa, una mujer desequilibrada (Romy Schneider). Una vez más Sautet no decepciona debido a una dirección elegante y precisa, que no deja detalle al azar para describir como nadie la transformación de ese hombre de negocios rodeado de buen vino y de una amante, en un suntuoso apartamento de amplios ventanales, vistiendo trajes caros y camisas con gemelos de oro, que terminará sudando y perdiendo a esa amante, porque la bajeza moral lo deteriora hasta cubrirlo físicamente de barro, en una película metafórica donde la joven prostituta terminará dando una lección de moral al hombre “limpio”.

Una historia simple (Une Histoire Simple, 1978) mostró las frustraciones de una mujer divorciada (Romy Schneider) que reencuentra a su ex marido (Bruno Cremer) y abandona a su maduro amante (Claude Brasseur). Pero la película abre un abanico temático mayor, y mediante la anécdota inicial también explora la vida de ese hombre maduro, que vive con una mujer más joven y expresa poco sus sentimientos, y de un amigo suicida que ha perdido el impulso de vivir. Esos personajes son la gran carta de triunfo de la película, porque tienen la bienvenida sencillez que les proporciona una óptica que prescinde deliberadamente de toda construcción intelectual, procurando apresar la vida sin ningún tipo de razonamiento. Por eso se trata realmente aquí de una historia simple, que muestra las frustraciones y las esperanzas afectivas de varios personajes entrelazados, de los cuales se muestran y explican pocas cosas, apenas una sucesión de encuentros, diálogos, acercamientos y tensiones nunca nítidos en su significado. Es en esa sencillez de enfoque, en el talento para insinuar sin decir y permitir de esa forma múltiples lecturas, que Sautet cifró el encanto de su cine, que tiene el aroma de una cercanía auténtica a los problemas de seres reales. Tal vez por ello Romy Schneider lució una belleza menos sofisticada de lo habitual en ella, y tal vez también por eso confirió a su personaje un peso de veracidad muy apreciable.

 

Los dos siguientes films de Sautet nunca llegaron a Uruguay. En Mal hijo (Un Mauvais Fils, 1980) un joven (Patrick Dewaere) sale de prisión, adonde había ido a parar por tráfico de drogas, busca trabajo con la esperanza de iniciar una nueva vida y se refugia en la casa de su padre (Yves Robert), un hombre amargado que le echa la culpa de la muerte de su madre, quien aparentemente no habría podido soportar el dolor de ver que su hijo acabó preso. Garçon! (1983), por su parte, contó la historia de un ex bailarín de music hall (Yves Montand) que regentea un restorán y se debate entre el amor de dos mujeres (Nicole García, Marie Dubois). Ambas películas no fueron demasiado apreciadas por la crítica, especialmente la segunda, que estaba planeada para Romy Schneider y debió ser cambiada sobre la marcha debido a la repentina muerte de la actriz.

Ese episodio afectó hondamente a Sautet, y debieron pasar cinco años para que el cineasta volviera a situarse tras la cámara. Cuando lo hizo, el resultado se llamó Un día conmigo (Quelques Jours Avec Moi, 1988), que contó la historia de un joven y rico patrón de una cadena de supermercados (Daniel Auteuil) que parece hastiado de todo y de todos. De pronto comienza a sentirse atraído por la joven empleada (Sandrine Bonnaire) de uno de sus gerentes, sentimiento que ira complicándose hasta provocar varias perturbaciones en su propio universo familiar y en el mundo provincial que deberá enfrentar. Sautet apuntó aquí a una renovación temática dentro de sus preferencias por las historias sentimentales y las exploraciones emotivas, y redondeó un producto bastante perverso en la descripción del medio, y con una mayor extrañeza en los personajes de la que era habitual en la etapa anterior.

 

 

 

NUEVA CULMINACIÓN. Un segundo título magistral en la obra de Sautet resultó ser Un corazón en invierno (Un Coeur en Hiver, 1992). En la primera escena el lutier (Daniel Auteuil) cierra la caja del instrumento que está construyendo con enorme esmero. Luego se sabrá que ese hombre es capaz de advertir la menor distorsión en el sonido que emana de sus violines, pero se sabrá también que es incapaz de registrar otras ondas emocionales, como si toda su vibración se hubiera trasladado a la música y su sensibilidad hubiera quedado inválida para las relaciones humanas. El taller donde trabaja es propiedad de un amigo (André Dussollier), cuya nueva amante, una destacada violinista (Emmanuelle Béart), comienza a reparar en él de manera discreta: un cruce de miradas, un intercambio de opiniones musicales, un inesperado tono confidencial en la charla, una atracción que está en el aire. Lo que parece un romance en lento camino de gestación se disolverá sin embargo debido al aislamiento sentimental del hombre.

Lo que la película propone es un tema singular, desarrollado a través de la indefinible condición del personaje masculino. Ese admirable lutier vuelca su devoción y fuerza en la artesanía que llena su vida, pero no parece tener vida fuera de esa devoción. Cuando el interés de aquella mujer se va haciendo notar, el hombre responde con una docilidad que parece una respuesta, pero cuando la actitud de ella se hace frontal y pide devolución, él confesará su indiferencia amorosa, su sincero desinterés por esa enamorada que se le ofrece. El hermetismo de ese hombre bloqueado para toda expresión emotiva provocará el desaire, luego el abatimiento, y más tarde el pasajero desenfreno de esa mujer, aunque todo se evaporará en el aire que sólo las frases musicales pueden recorrer sin tropiezo.

 

Las sonatas de Ravel invaden la banda sonora y son una clave adicional del tema a través de alguna cadencia elegíaca, algún trance apasionado y algún pasaje de apremio, donde las notas se demoran, se encienden o se precipitan de la misma manera que la conducta y los sentimientos de los personajes. “La música es un sueño”, dice el hombre replicando a un reproche de la mujer, y a través de los sueños quizá pueda entenderse a ese individuo que no se conmueve y no parece sentir nada, más allá del fervor de la manualidad en su taller o la embriaguez de los sonidos. Porque los sueños tienen una carga emocional que se divorcia de la realidad, son una segunda vida aliviada del lastre físico, y pueden llegar a convertirse en un doblez de la plenitud espiritual, un ideal fuera de un mundo donde los valores parecen tan confundidos. En medio de esa confusión, el lutier puede ser visto como una variante de la santidad, un ejemplar en infranqueable estado de pureza frente a la simulación, el mercantilismo y la vanidad que lo rodean.

 

Al comprender eso se entiende también que la verdadera vida del protagonista no va por fuera sino por dentro: por eso es un hombre que apenas habla, que no se expone, que permanece exteriormente impávido cuando cumple el acto piadoso de ayudar a un amigo a acelerar una agonía interminable. El origen de este tema está en un cuento ruso que Mikhail Lermontov escribió hace 180 años, y que examina a un personaje en estado de gracia, poseedor de una nobleza impalpable que al habitante del pragmático siglo 21 quizá pueda escapársele. Allí radica precisamente la mayor inteligencia de Sautet, en dejar pendiente parte del enigma, para que su efecto sobre el público opere de la misma forma en que lo hace sobre la desconsolada heroína. Cada espectador deberá completar lo que aquí se dice a través de su propia exploración de un relato leve, muy cautivador en sus silencios, elipsis y puntos suspensivos. Es en ello que radica el alcance fascinador de la propuesta, en la obligación de ir internándose hacia lo profundo a partir de referencias que parecen triviales, situaciones sólo en apariencia trascendentes, vínculos que fingen ser simples y diálogos que suenan convencionales. Una tenue grandeza circula por debajo de esas pistas engañosas, atrayendo a quien la registre con un magnetismo creciente. Un capítulo aparte son sus actores, por la gracia inteligente de Emmanuelle Béart, la astucia con que Dussollier juega su papel de amigo, y la fantástica intuición de Auteuil como eje de todo el asunto.

FINAL. Parecida inteligencia esgrimió El placer de estar contigo (Nelly et Monsieur Arnaud, 1995), donde una joven (Emmanuelle Béart), separada de un marido abúlico (Charles Berling), acepta que un señor mayor a quien apenas conoce (Michel Serrault) pague sus deudas, iniciando un vínculo que le traerá situaciones y desenlaces imprevistos. El resultado es un fino ejercicio intimista, la exploración minuciosa y delicadísima de una relación muy particular, un análisis de sentimientos, de emociones no dichas, de un contacto vicariamente incestuoso donde no resulta difícil detectar -en clave- el tema de padres e hijas. El resultado es un sólido ejemplo del sutil arte de este cineasta discreto, carente de opulencias expresivas, un dramaturgo en el sentido clásico del término, cuyo objetivo siempre fue entrar en la realidad sociológica y/o psicológica, haciendo partícipe de ese universo al espectador a través de la minuciosa observación de las conductas de los personajes, enfrentadas a sus actitudes e intenciones.

 

Esta película fue el adiós al cine de Sautet, que moriría en París el 22 de julio de 2000, después de una larga batalla contra el cáncer. Se cerraba una obra madura y homogénea, levantada sobre la sencillez del enfoque, sobre el talento para insinuar sin decir y para permitir con ello múltiples lecturas amplificantes, en las que cifró el encanto y alcance de sus films, que tienen el aroma de una aproximación auténtica a los problemas de seres reales. Con todo ello Sautet hiló una finísima tela de araña y supo revelar los matices del mapa del corazón humano. Una sensación de melancolía y una cierta quietud permearon su cine, características que se complementan con una paz, una languidez y una lentitud deliberadas, las cuales permiten al espectador internarse en un mundo de ricas texturas. Para ello el cinéfilo deberá aportar una atención redoblada y un cuidadoso ojo para los detalles. Poblado por personajes complejos, ese universo fue abordado por el cineasta mediante una serie de miradas y gestos dirigidos a unos seres límpidos y opacos a la vez, erigiendo una obra en la que no sólo importa lo que se ve, sino también lo que se escucha: las conversaciones, la música y los silencios. De esa manera los films de Sautet logran conquistar al espectador atento mediante su participación en lo que ve, sustrayéndolo a la actitud pasiva del voyeur, que sólo pretende espiar las intimidades ajenas.

 

 

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