EL AÑO QUE VIVIMOS EN PELIGRO: PANDEMIAS Y EPIDEMIAS.

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Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

La frase del título remite a una recordada película del australiano Peter Weir (1982), protagonizada por Mel Gibson y Sigourney Weaver, y ambientada en Indonesia en el año de la caída del régimen de Sukarno. Sin embargo, también podría aplicarse al actual estado de situación mundial respecto al coronavirus, entendiendo la palabra “peligro” en su acepción de “contexto en el que existe la posibilidad, amenaza u ocasión que ocurra una desgracia o contratiempo”. Uruguay no sólo recibió al coronavirus días atrás, sino que ya generó casos autóctonos. La cultura, el espectáculo, el deporte y la vida diaria se han visto drásticamente alterados por las necesarias medidas de defensa implementadas desde el Gobierno, y el cine sufrirá -como todo el mundo- un duro golpe económico, excepto Netflix y el resto del streaming, claro, que parecen ser los únicos que podrían beneficiarse con esta situación. A lo largo de su historia el cine detalló los efectos de todo tipo de epidemias. Repasemos algunas porque, como se sabe, la vida copia a la ficción.

LA PESTE. Siempre ha sido el paradigma de las epidemias. A lo largo de la historia su sombra se extendió, apoyada en trágicos episodios como la plaga de Justiniano (540-590), la peste negra (1346-1353) o la peste de Londres (1665). Aunque en 1894 se descubrió el microorganismo que la producía, dos films de Friedrich Wilhelm Murnau mostraron que la peste podía ser causada por los embajadores del Mal. En Nosferatu (1922), adaptación de la novela Drácula de Bram Stoker, surgían brotes de peste en cada lugar donde el vampiro (Max Schreck) posaba su planta. La misma situación se repitió, aunque de manera más gráfica, en la pesimista versión de Nosferatu que en 1979 rodó Werner Herzog, sólo que allí la relación entre el vampiro y la plaga se enfatizaba más a nivel simbólico. La película de Herzog contrastaba la manera en que los personajes veían la enfermedad: por ejemplo, Van Helsing, un médico y, como tal, un hombre ilustrado en ciencia (Walter Ladengast), no aceptaba la existencia del vampiro, y mucho menos su relación con la peste, mientras que Lucy (Isabelle Adjani), esposa del protagonista (Bruno Ganz) y a quien el vampiro (Klaus Kinski) quería poseer, encontraba la explicación de la plaga en un libro de ocultismo y elaboraba una estrategia para vencer al monstruo.

 

Por otro lado, y volviendo a Murnau, en Fausto (1926), notable adaptación del clásico de Goethe, el cineasta escenificó una desoladora epidemia ocasionada por Mefistófeles en persona (Emil Jannings). Allí el protagonista (Gösta Ekman) hacía un pacto diabólico para acabar con la plaga y salvar a su enamorada (Camilla Horn) y a la humanidad. Tanto Nosferatu como Fausto son ejemplos mayores del expresionismo, y revelaron que la ciencia y el pensamiento racional parecían impotentes para enfrentar en forma certera a un enigmático y malvado poder destructor. No es casual que esas películas surgieran en Alemania en los años 20, porque esa nación aún estaba pagando las consecuencias sociales, políticas y económicas de su derrota en la Primera Guerra Mundial.

La peste también sirvió como metáfora de males mucho más recientes. En El séptimo sello (Ingmar Bergman, 1956), el caballero (Max von Sydow) regresaba a su pueblo natal después de haber peleado en las Cruzadas, pero en el camino se encontraba con la Muerte (Bengt Ekerot), a quien retaba a una partida de ajedrez para poder prolongar de esa manera sus días de vida. Debido a ello será testigo del azote de la peste en su país, con lo cual la película sumó a su contexto más visible (la búsqueda de Dios) una alegoría sobre los efectos catastróficos que podrían sobrevenir a la humanidad si la guerra nuclear, más caliente que nunca en aquel contexto de Guerra Fría, se terminaba convirtiendo en una nueva y mucho más eficaz peste destructiva.

 

Por su parte, el mexicano Felipe Cazals en El año de la peste (1979) especuló sobre lo que podría ocurrir en ese momento en su país en caso de surgir un brote de peste. Esa crítica social además advertía que, en caso de catástrofe, la ciudadanía quedaría en manos de políticos negligentes e inmorales, más dañinos que la propia plaga. La película fue un fracaso de taquilla, y lo mismo sucedió con La peste (Luis Puenzo, 1993), coproducción de Francia, Gran Bretaña y Argentina basada en memorable novela de Albert Camus, poblada por un elenco internacional: William Hurt, Sandrine Bonnaire, Jean-Marc Barr, Robert Duvall, Raúl Juliá, China Zorrilla, Jorge Luz, Victoria Tennant y Verónica Llinás. Esos talentosos empero no pudieron salvar un film fracasado desde su gestación, aunque el tema que abordaba era muy interesante: cómo se veía afectada la vida en una ciudad sudamericana tras ser declarada una epidemia de peste. Para el joven médico protagonista marcharse de la ciudad sería el equivalente a una deserción, por eso decidía quedarse a combatir el mal, mientras el pánico inundaba las calles. Al final, en una clara propuesta de amargo existencialismo, la plaga era vencida, pero quedaba planteada la duda sobre si no sería posible que la amenaza siguiera vigente y algún día pudiese regresar.

 

LOS VIRUS. En los últimos 30 años del siglo pasado el cine sobre epidemias se dedicó a exponer que las mayores catástrofes sanitarias casi siempre terminan siendo provocadas por un virus. El origen de ese brusco viraje temático respecto al cine de los años anteriores es muy probable que se deba a la aparición del sida, flagelo que fue revelado al mundo en esa misma época, precisamente. La ciencia ficción sacó notable partido de este asunto. En este género los agentes de infección provienen siempre de lugares ajenos a la gente infectada: el espacio exterior, una potencia extranjera, o un laboratorio secreto dirigido por científicos dementes o militares belicistas. En cierta manera, las historias que cuentan esos films reviven el viejo mito de Frankenstein, ya que los microorganismos surgidos en los laboratorios pueden tornarse monstruos que amenazan la vida humana.

Un precursor en la materia fue David Cronenberg en Rabia (1977), película seminal en la que habría que detenerse un poco. En ella una bella joven era víctima de un experimento que la convertía en una suerte de vampira que seducía hombres, los penetraba con un aguijón y se alimentaba de su sangre. El aguijón salía de un pequeño pene, que a su vez nacía de una especie de vagina, con lo que al vincular la plaga con el sexo el osado director canadiense, sin imaginarlo siquiera, estaba presagiando el sida. Y también la clonación, porque lo que Cronenberg expuso aquí era la idea de unas células neutras que podrían reproducirse y servir para regenerar partes dañadas del cuerpo humano, varios años antes que esto se empezara a desarrollar realmente. De esa forma este cineasta, fascinado con el cuerpo humano, las enfermedades y las deformidades, utilizaba un nuevo experimento para acabar provocando un caos en Montreal. La idea era trasladar el terror a los lugares comunes, al entorno del ciudadano, que el espectador pensara que podía estar caminando por la calle o viajando en subte y ser atacado de pronto por alguien infectado. Por falta de presupuesto, Cronenberg encerraba a sus personajes en espacios y encuadres limitados, donde apenas hay sitio para una o dos personas, decisión inteligente que le permitía crear una atmósfera opresiva, con la que mantuvo al público en tensión, esperando y anticipando el próximo movimiento. También recurría a la radio y la TV para contar lo que pasaba en otros lugares o a gran escala sin que tuviéramos que verlo, en una forma económica y eficaz. Un plus fue el retrato psicológico de la protagonista, estupendamente interpretada por la actriz porno Marilyn Chambers. Rabia cosechó críticas durísimas, un gran éxito de público y el reconocimiento en el Festival de Sitges, mientras Cronenberg empezó a ser calificado como “rey del terror gore” y “rey de la enfermedad venérea”, entre otras cosas. Apelativos aparte, lo más valioso fue que a partir de esta película siguió haciendo siempre cine a su manera.

SIDA. Con este virus ya descubierto surgieron un sinnúmero de melodramas para cine y TV que explotarían las vertientes más lacrimógenas y sensibleras del asunto, pero entre ellos hubo tres películas que vale la pena recordar. La primera es la minuciosa y muy bien documentada Y la banda siguió tocando (Roger Spottiswoode, 1993), relato realizado para cable (y luego exhibido en cines) sobre las reacciones sociales, políticas y médicas ante el descubrimiento del sida, y el tenso trabajo de los profesionales y médicos que lo investigaban. Cuando este film comenzó a rodarse ya se contaban en USA más de 315.000 casos declarados de sida, de los cuales 192.000 habían resultado mortales. Lo que hizo el film es enhebrar los trabajos del equipo de investigadores californianos que aprendieron el estudio del síndrome cuando sólo había escasas pistas sobre su naturaleza y se carecía de pruebas científicas para establecer una profilaxis o una terapia. El relato consistía en el largo detalle de los pasos que esa gente fue dando contra las apreturas presupuestales y las resistencias sociales, hasta confirmar sus hipótesis y establecer mecanismos de prevención. El interés del film entonces era de índole documental y su divulgación resultó imprescindible en un mundo donde mucha gente (incluso promiscua) se creía a salvo de todo tipo de peligro en la materia. La película contenía saludables informaciones y advertencias para cualquier espectador descuidado de los años 90, alcance didáctico que no convenía desestimar. A lo largo del relato se ilustraban casos reales de condición muy dispar, pero se anotó asimismo el entretelón de negocios y vanidades, intereses políticos y manipulaciones de prensa, que entorpecieron el impostergable conocimiento que la población debía tener sobre los riesgos de la peste. Entre esos pormenores figuraba la resistencia de los bancos de sangre a controlar sus reservas, posiblemente infectadas, en nombre del altísimo costo que tendría ese control. La película se rodó con la colaboración desinteresada de mucha gente famosa, parte de la cual asumía papeles de cinco minutos (Anjelica Huston, Steve Martin, Phil Collins), mientras resultaban estimables los aportes de Matthew Modine como protagónico médico, Lily Tomlin como luchadora social, Ian McKellen como dirigente del movimiento homosexual, Alan Alda como discutible celebridad médica, y Richard Gere como coreógrafo famoso y ya enfermo. La producción se tomó el trabajo de rodar parte del asunto en el propio Instituto Pasteur de París, y así el elenco se amplió con notabilidades francesas como Patrick Bauchau, Nathalie Baye y Tcheky Karyo. Lo más conmovedor era sin embargo el epílogo al compás de una vibrante canción de Elton John, donde desfilaban imágenes de celebridades por entonces enfermas (Derek Jarman, Magic Johnson) o ya muertas de sida (Rock Hudson, Liberace, Freddie Mercury, Denholm Elliott, Tony Richardson, Michel Foucault, Rudolf Nureyev). Lo importante fue que el film se atrevió a hablar (desde un lugar tan conservador como Hollywood) de las dificultades que debieron vencerse para convencer al prójimo de la gravedad del virus más peligroso e infamante del siglo 20.

Tan mediática como honesta resultó Filadelfia (Jonathan Demme, 1993), cuyo eje era un abogado joven (Tom Hanks) cuyo talento le valía la incorporación al estudio jurídico más lustroso de la ciudad, donde obtenía elogios y promociones de parte de sus veteranos colegas. Sin embargo, esa promisoria carrera se veía interrumpida por el despido, que los directivos del estudio explicaban por un descenso en el rendimiento del protagonista, pero que éste interpretaba como un gesto discriminatorio cuando se sabía que padecía sida. Entonces resolvía entablar una demanda apelando a la jurisprudencia que ampara a los minusválidos privados de su empleo a causa de sus desventajas. No le resultaba fácil encontrar un abogado defensor, por el miedo que provocaba el sida y el desprestigio social que lo acompañaba, pero también por su homosexualidad en medio de una sociedad que la cuestionaba severamente. Cuando por fin el defensor aparecía (Denzel Washington), el enfermo veía deteriorarse su salud y el juicio empezaba. El film trató con particular delicadeza un tema erizado de dificultades, esquivando las trampas emotivas que se abrían a cada paso de su historia. Durante la primera parte lo lograba manteniéndose fuera de ese conflicto personal, prefiriendo la información al drama, y aún en situaciones más sensibles mantenía el control. La parte final imponía más vehemencias, porque en el tribunal se enfrentaban posiciones aguerridas y se ventilaban cosas temibles, pero aún allí Demme mantenía su habilidad para matizar personajes sombríos que podían excederse de villanía y suavizaba la alevosía que supone litigar contra una víctima cuyo debilitamiento es veloz, y cuyo aspecto en las sesiones finales es desolador. Cuando se acercaba la agonía y el film no tenía más remedio que blandir la emoción lo hacía frontalmente, con tal desempeño del elenco que lograba sacudir a la platea. El resultado era también arriesgado y valiente para los parámetros de Hollywood.

El tercer ejemplo es el más cercano, se llamó El club de los desahuciados (Jean-Marc Vallée, 2013) y tiene sus valores, aunque se ubica un escalón debajo de sus predecesores. Está basado en la vida de Ron Woodroof, electricista texano enfermo de sida que en los años 80 armó un gran aparato de distribución de medicina alternativa e ilegal para el tratamiento de la enfermedad. Lo interesante en este film está en ver que el crecimiento económico y ético del personaje se da a partir de saberse poseedor de una enfermedad mortal, causante de vergüenza y desprecio. Un punto a destacar es la labor de Matthew McConaughey, pero también importa la visualización directa del problema, porque la película no teme ser cruda con un tema que aúna nociones tan incómodas como son la enfermedad, la adicción, la discriminación, el dinero y la muerte. El film tiene dos problemas, de todas formas: el armado y el guion. El armado porque peca en la utilización de la cámara en mano, que no es garantía para dar más realismo a la imagen; en fundidos a negro; en notas agudas de la música cada vez que se acerca una crisis del protagonista; y en cierto vaivén entre el esteticismo de algunas escenas contra el naturalismo crudo o melodramático de otras. Y el problema de guion es que se vuelve interesante cuando comienza el negocio de Rob y su lucha contra el gobierno, pero al faltarle peripecias reales se ve obligado a abrir múltiples sub tramas, que debilitan el relato principal y lleva a un final ferozmente anti climático. La repercusión de la película se encuentra menos en el tema del sida que en su denuncia de la medicina como negocio al amparo de los gobiernos. Ante esa situación son los pobres y marginados quienes deben tomar al toro por las astas, y es esa sinceridad de enfoque lo mejor de esta película.

PANDEMIAS. Además del sida otras enfermedades como el ébola o la influenza han generado también bastante cine. Epidemia (Wolfgang Petersen, 1995) narró una intriga militar relacionada con el diseño de armas bacteriológicas y la preservación secreta de un virus altamente mortal, parecido al ébola, que por falla humana quedaba libre y hacía estragos en la población. La película contó con un lustroso reparto (Dustin Hoffman, Morgan Freeman, Donald Sutherland, Kevin Spacey, René Russo, Cuba Gooding Jr.) y para redondear el paralelismo entre el ébola real y el ficticio (que en el film se llamó motaba), en las imágenes de laboratorio se mostraba al primer virus como si fuera el segundo. Es posible que la psicosis que se generó cuando la opinión pública descubrió este letal agente ayudara a llevar a los espectadores al cine a ver la película, que en la taquilla funcionó bastante bien, cuadruplicando la inversión. Epidemia parece en algún momento un drama médico o un thriller, pero en el fondo es cine catástrofe, con su parte aventurera en la recta final, y su población en riesgo de muerte a la que hay que salvar. La obra destaca por su corrección formal, pero también por ser muy previsible en la última media hora.

 

Entre las películas sobre epidemia de influenza la más famosa fue una coproducción entre Japón y USA titulada en Montevideo El final ya está aquí (Kinji Fukasaku, 1980), que reunía a un valioso elenco de Hollywood (Glenn Ford, Olivia Hussey, George Kennedy, Chuck Connors, Robert Vaughn, Edward James Olmos, Henry Silva) con un nuevo astro del cine nipón, Ken Ogata. En la película el mundo sufría un auténtico apocalipsis a causa de la liberación accidental de unos virus que habían sido desarrollados para la guerra bacteriológica. De resultas de ello en la Antártida, donde el intenso frío evita que los virus se multipliquen, se afincaban algunas personas para intentar sobrevivir y repoblar el planeta. El resultado era una mezcla de melodrama lacrimógeno, denuncia social y cine catástrofe, una colcha de retazos en medio de una película costosa que se vio afectada por el típico problema que aqueja a estas coproducciones internacionales: la versión japonesa duraba 156 minutos, mientras que en Occidente se exhibió un montaje estadounidense que oscilaba entre los 100 y los 110 minutos. Ante tantos desbarajustes, ninguna película puede salir indemne.

Otras veces las epidemias se desatan y los virus que las causan permanecen en el misterio. Es el caso de Ceguera (Fernando Meirelles, 2008), basada en una memorable novela del portugués José Saramago, con rodaje parcial en la Ciudad Vieja de Montevideo. Una misteriosa epidemia de ceguera súbita se abatía sobre el planeta y provocaba el colapso total de la sociedad, en lo que era (en la novela y en la película) una metáfora sobre la dependencia a las estructuras sociales y las dificultades para implementar nuevos mecanismos de supervivencia. Lo inexplicable era que un personaje femenino (Julianne Moore) nunca perdía la visión y era la encargada de liderar a los ciegos, entre los cuales estaban Mark Ruffalo, Danny Glover, Alice Braga y Gael García Bernal. Siempre digo que no es imprescindible ser fiel a un original literario para llevar una película a buen puerto, pero el gravísimo error de Meirelles a la hora de adaptar el hito de Saramago fue haber respetado a rajatabla la estructura y el anecdotario de la novela, tomando al pie de la letra la estética y sus aspectos superficiales, e ignorando flagrantemente la intensidad dramática y el espíritu de la propuesta. El resultado es pretencioso, con recursos visuales notables en sí mismos (la espléndida fotografía quemada del uruguayo César Charlone, por ejemplo) pero que se revelan gratuitos y contradictorios respecto a la historia, ya que ni siquiera pueden ser tomados como el punto de vista de los ciegos, porque estos ni siquiera podían ver destellos de luz en la oscuridad. De esa manera la película luce vacía de contenido, y sólo podrá gustar a quienes no hayan leído el intenso libro de Saramago.

Tampoco Terry Gilliam dio explicaciones acerca del origen de su epidemia en 12 monos (1995), ciencia ficción con Bruce Willis, Madeleine Stowe, Brad Pitt y Christopher Plummer situada en el futuro (2035), donde los sobrevivientes de una misteriosa plaga que ha matado a millones de personas viven a duras penas en comunidades subterráneas. Para intentar solucionar las cosas, el protagonista se ofrece a viajar al pasado para conseguir una muestra del virus y tratar de elaborar un antídoto. Parte del éxito de 12 monos radicó en un guion bien elaborado, cuyo desarrollo argumental estaba basado en una inquietud inherente al ser humano actual (el miedo al apocalipsis) pero condimentado por un trueque inteligente, ya que aquí no se intenta evitar la catástrofe, sino conseguir la redención de los supervivientes. Es de destacar, además, la evolución paulatina a la que nos fuerza el film en tanto espectadores. En una primera visión nos sentimos identificados con el protagonista y sus indagaciones, obteniendo las mismas respuestas y realizándonos las mismas preguntas, hasta llegar a la vuelta de tuerca final. En posteriores revisiones, en cambio, la reflexión de los saltos en el tiempo y la ordenación mental de detalles individuales es lo que más puede atraernos. Es una de esas obras que hay que ver muchas veces para disfrutar cada día más.

 

En una liga muy diferente juega una película muy exitosa actualmente, aunque cuando se estrenó no llegó a Occidente. Virus (Kim Sung-su, 2013) es un film surcoreano que ahora está en boca de todos por dos razones casuales: el éxito mundial de la película Parásitos y la actual epidemia de coronavirus. Esta es una clásica historia de cine catástrofe, con un virus que llega a China y se propaga rápidamente, sin que se sepa cómo contener la pandemia. En medio del caos el protagonista, todo un idealista, se toma su tiempo para galantear a una doctora bastante antipática y encariñarse con la hija de esa mujer. El resultado es muy menor, y hubiera pasado a la historia sin dejar rastro si no fuera por las coyunturas citadas (Parásitos y el coronavirus). Es cierto que hay un par de secuencias visualmente impactantes, pero sin salirse nunca de lo previsible, con lo cual todo es ágil y entretenido, pero sin muchas pretensiones.

Mucho más inquietante -por lo real- resulta Contagio (Steven Soderbergh, 2011), donde un virus mortal surgido en China en pocas horas se propaga por el mundo y diezma la población. Los protagonistas son un matrimonio (Matt Damon, Gwyneth Paltrow), un científico (Laurence Fishburne), un blogger (Jude Law) y dos epidemiólogas (Kate Winslet, Marion Cotillard). Los personajes y las sub tramas se interconectan, en un esquema similar al de Traffic, también de Soderbergh, quien jamás recae en el efectismo de la espectacularidad o el despliegue banal de efectos especiales. Si no fuera por los conocidos rostros del elenco, todo se parecería a un documental acerca de la extinción del hombre, haciendo hincapié en las numerosas fases de deducción científica y los gajes políticos y burocráticos que parecen impedir la salvación de la humanidad. Mientras tanto, la paranoia colectiva revela cuán poco civilizada es nuestra arquitectura social y cultural, dato que tiene que ver con nuestra íntima realidad actual, tras los disparates que vemos (la gente arrasando con todo en los supermercados) o escuchamos a diario respecto a qué se debe hacer y qué no con el maldito coronavirus. Como cine Contagio tiene dos falencias: una, que ciertas líneas narrativas no encajan en el orden mayor del film, por no ser demasiado interesantes o ser poco relevantes a la trama principal; y la otra, porque Soderbergh clausura el asunto con un final “a los ponchazos”, que contrasta con el tono manejado hasta entonces. Pero a la altura de este complicado 2020 parece claro que Contagio es un thriller efectivo que captura la atención debido a sus características premonitorias: estados de cuarentena, imágenes de ciudades vacías, aeropuertos cerrados, personal sanitario enfundado en vestimentas especiales, población con mascarillas, todo hace que las coincidencias con el actual coronavirus sean asombrosas y perturbadoras.

EPÍLOGO. Un adelantado en combinar realidad y ficción fue Richard Matheson (1926-2013), escritor y libretista estadounidense que en 1954 publicó la novela Soy leyenda, donde el mundo era devastado por una pandemia originada por una mutación del virus del sarampión, que intentando curar el cáncer convertía a los infectados en vampiros. La novela tuvo tres versiones en cine. La más humilde (y muy efectiva desde su clase B) fue Seres de las sombras (Sidney Salkow y Ubaldo Ragona, 1966). La más publicitada, y también la peor de todas, resultó La última esperanza (Boris Sagal, 1971). La mejor por lejos fue Soy leyenda (Francis Lawrence, 2007). En todas, el protagonista Robert Neville (Vincent Price, Charlton Heston, Will Smith) intenta sobrevivir mientras lucha contra los nocturnos depredadores ciudadanos e intenta encontrar una cura para el virus.

 

Y, por supuesto, hay todo un subgénero de terror y ciencia ficción en el cual las epidemias virales transforman a la población en zombie, desde el clásico La noche de los muertos vivientes (George A Romero, 1968) y su posterior revisión El amanecer de los muertos (George A. Romero, 1978), donde no se daban explicaciones sobre el virus que había convertido al 90% de la humanidad en zombie, hasta las más actuales Exterminio (Danny Boyle, 2002), Guerra Mundial Z (Marc Foster, 2013), o la saga de Resident Evil (2002-2016). Reflexión extra merece Invasión zombie, también conocida como Tren a Busan (Yeon Sang-ho, 2016). En primer lugar, porque el cine surcoreano se ha convertido desde inicios del actual siglo en uno de los más prolíficos, talentosos e imaginativos del mundo. Pero lo que específicamente tiene que ver con este film es su inteligente relectura de un subgénero siempre considerado “berreta”. Si algo caracteriza a Invasión zombie es que la acción transcurre casi completamente sobre un tren de alta velocidad que viaja desde Seúl a Busan, detalle importante desde lo narrativo y sobre todo desde lo técnico, terreno en el que el film se luce por la enorme destreza del cineasta para resolver las dificultades de desplazar su cámara dentro de los reducidos espacios de un vagón de tren, y al mismo tiempo coreografiar complejas escenas de acción. A eso hay que sumar una mirada muy humana proyectada hacia el perfil de sus personajes y cómo van evolucionando desde el inicio al fin del relato. Gracias a ellos, Sang-ho esboza una crítica sobre el individualismo capitalista de la sociedad coreana, construida a imagen y semejanza de USA. El resultado es una película con personajes atractivos, escenas intensas resueltas con notable pericia y un final oscurísimo, desolador, pero también emotivo. En Invasión zombie y en el resto de estas películas el zombie es una entidad monstruosa, devoradora y expansiva, y deja en evidencia que su lucha contra la humanidad simboliza la belicosa relación que existe entre nuestra especie y los virus, bichitos que van a seguir dando mucho que hablar.

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