EL REGRESO DE SAMUEL MAOZ, DE LÍBANO A FOXTROT.

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ICULT SAMUEL MAOZ FOTO GETTY

Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

Seguramente decir Samuel Maoz signifique poco o nada para gran parte de los cinéfilos. Sin embargo, quizá los espectadores recuerden el escándalo que en 2009 causó Líbano, debut en la ficción de este cineasta israelí, rodado enteramente dentro de un tanque de guerra. Después de ocho años sin hacer cine, trabajando como director artístico en TV, en 2017 Maoz volvió al ruedo y causó una nueva, enconada discusión con las autoridades israelíes, a raíz de su película Foxtrot, que desde hace unos días puede verse en diversas plataformas digitales. Vale la pena sumergirse en la personalidad de este cineasta y en su brevísima pero notable filmografía.

 

SAMUEL MAOZ. Detallar la biografía de este cineasta sería cometer diversos spoilers con sus dos films, por eso este apartado será breve, apenas informativo, para decir que Samuel Maoz nació el 23 de mayo de 1962 en Herzliya, una ciudad en la costa central mediterránea en la parte norte del distrito de Tel Aviv. A los 20 años, mientras cumplía con el requisito del servicio militar obligatorio, estalló la guerra del Líbano y el joven Samuel debió participar en ella en la unidad de acorazados del ejército israelí. Para ubicar al lector sería bueno recordar que el conflicto duró tres años (8 de junio de 1982 a 22 de junio de 1985) y se inició cuando las Fuerzas de Defensa de Israel invadieron el sur de Líbano con el objetivo de expulsar a la O.L.P. del país. La invasión era la respuesta del gobierno israelí, presidido por Yitzjak Navón y asistido por su primer ministro Menahem Beguin, al intento de asesinato de Shlomo Argov, embajador de Israel en el Reino Unido, por parte del grupo de Abu Nidal, uno de los más despiadados guerrilleros palestinos, que en 1974 se había separado de la línea de Yasser Arafat. Los desatinos de ese guerrillero palestino tuvieron de todas formas su contracara, porque durante la ocupación de Beirut las fuerzas israelíes permitieron la entrada de milicias cristiano-falangistas libanesas a la zona oeste de la capital, donde se encontraban dos campos de refugiados. Esas milicias de inmediato entraron en los campos y masacraron a 3.500 refugiados palestinos de la ciudad, en lo que la Historia conoce como la Matanza de Sabra y Chatila, una verdadera mancha para el Estado de Israel. Esa experiencia dramática sería factor fundamental para la realización del primer film de ficción de Maoz, Líbano, pero también tendría una incidencia lateral, aunque muy significativa en un episodio de Foxtrot.

 

Hay que decir, de todas formas, que el joven llevaba el cine en la sangre: ya a los 12 años de edad había rodado en forma casera un corto inspirado en un duelo visto en uno de los tantos westerns de Hollywood. Esa experiencia le dejó un resultado amargo, ya que lo único que logró fue romper su querida y valiosa cámara de 8 mm, pero su espíritu no se quebró y a lo largo de su adolescencia se las ingenió para rodar una docena de cortos caseros con un nuevo proyector. Por eso, al acabar la guerra en 1985, y después de pasar un tiempo de inercia total para superar los trágicos acontecimientos que había padecido durante la contienda bélica, Maoz comenzó estudios en el área de cine, primero como cámara y luego como director artístico. Ambos cursos los llevó a cabo en la Escuela de Teatro y Cine Beit Zivi. Una vez recibido, adoptó como verdadera profesión la labor de dirección de arte, en la cual se desempeñó durante una década, hasta que en 2000 pasó a la realización con un aclamado documental para TV de 56 minutos, financiado por el grupo ARTE, y titulado Eclipse total. Pese a las alabanzas recibidas por ese trabajo, a Maoz le costó mucho tiempo conseguir financiación para el proyecto que tenía en mente. Recién en 2007 pudo lograr una pequeña subvención del Estado de Israel y un fuerte apoyo económico de Francia, Reino Unido y Alemania, con lo cual se lanzó de lleno al rodaje de un film brillante y multipremiado, pero que le ocasionaría varios problemas.

 

 

LÍBANO. Captar la atención del público durante 93 minutos con un relato que transcurre en un espacio reducido y único era todo un desafío. Maoz asumió el riesgo y por su proeza recibió un merecido León de Oro en Venecia, además de otros 16 premios nacionales e internacionales. Basándose en una experiencia personal, Maoz contó la historia de cuatro soldados encargados de manejar un tanque en el primer día de la guerra del Líbano, en 1982. Pero al director no le importó tanto el costado bélico del asunto, sino preguntarse (y preguntarle al espectador) qué clase de experiencia es la guerra. A lo largo de la historia del cine diversos realizadores abordaron ese incómodo asunto. John Ford, por ejemplo, halló amargura en Fuimos los sacrificados (1945), mientras Dalton Trumbo y Francis Ford Coppola llevaron a la pantalla el horror más visceral en Johnny cogió su fusil y Apocalypse Now respectivamente. El acerado Mike Nichols se apoyó en la risa para congelarnos el rictus en la resbalosa sátira Trampa 22, mientras Joseph Losey hacía hincapié en la irracionalidad del alto mando en la memorable y olvidada Por la patria. Hasta un personaje tan contumaz como Clint Eastwood, después de muchas detestables exaltaciones patrioteras, pareció llegar a la comprensión del enemigo en la estupenda Cartas desde Iwo Jima. La inutilidad del heroísmo idealista ante el pragmatismo político fue puesta en primer plano por Andrzej Wajda en Generación, La patrulla de la muerte y Cenizas y diamantes, y las terribles consecuencias del belicismo frente al futuro de la juventud era el tema de la feroz y poética Vuelan las grullas de Mikhail Kalatozov. Sin olvidar que, para reflexionar sobre el pacifismo como remedio al infierno atómico, nadie como los japoneses, ya sea Kon Ichikawa en la austera El arpa birmana o en la terrible Fuego en la llanura, Masaki Kobayashi en su saga de La condición humana, o Shohei Imamura en la dolorosa Lluvia negra. Sin duda alguna, Maoz vi todo ese enorme pedazo de cine, pero en Líbano pareció acercarse al Stanley Kubrick de Patrulla infernal y Nacido para matar, porque en su film bucea fundamentalmente en el aspecto sensorial de la contienda bélica, con sus ramalazos de suciedad, pánico, tormento y muerte.

 

Porque narrar toda la película desde el interior de un tanque era producto de una idea de fondo: no un alarde de pedantería estética, sino el deseo de transmitir al público la clara sensación que un soldado está despojado de una perspectiva de conjunto, porque carece del plan general de la batalla. El luchador sólo ve hasta donde llega su vista y sólo sabe lo que el alto mando quiere que sepa. Por eso los cuatro protagonistas de Líbano saben de la guerra lo que sólo deja ver la mirilla del cañón y algunas instrucciones que comunica un oficial superior. Había además otra idea inteligente en la película: el exterior ingresaba al tanque (y por ende al público) de manera desproporcionadamente cercana, amplificada por la lente del cañón, pero sin sonido. Esa paradoja acentuaba la enorme pesadilla que se mostraba: una familia secuestrada por milicianos, civiles masacrados, una mujer en llamas, un burro con una pata reventada, una casa al desnudo debido al boquete ocasionado por un obús, todo enmudecido por el perpetuo encierro de los soldados, en medio de suciedad, aceite que chorrea y tufo de orines acumulados. Y, de golpe, surgían los sonidos del silencio, que llegaban desde la lente: los tiros rebotando contra las chapas, las voces que se escuchan en la radio del tanque, el ruido del vehículo al moverse, el clac de cada enfoque de la mirilla y el plop del cañón cuando se destapa para disparar.

 

En esa extrema sensorialidad con la que se comunicaba sin palabras el horror del encierro radicó la gran carta de triunfo del film. Por esa vía Líbano sigue pareciendo una versión terrestre de El barco de Wolfgang Petersen, con mirilla en lugar de periscopio, e idénticos seres humanos envueltos en una situación límite, sin aparente escapatoria. Líbano lanzó su diatriba antibélica por medio de imágenes y sensaciones, como debe hacerlo el cine. Es que tenemos tan anestesiado el cerebro que hay mensajes que sólo pueden despertarnos mediante inyecciones de extrema incomodidad.

MAOZ Y LÍBANO. El fastidio y la molestia enorme que esa película causó al gobierno israelí del por entonces flamante primer ministro Benjamín Netanyahu fue en aumento al advertir el éxito internacional de Líbano y los galardones recibidos. Maoz fue acusado de apolítico (¿y desde cuándo serlo es un pecado?), mientras su película era calificada de “artera afrenta al honor del Estado”. En su momento Maoz no respondió en forma excesiva, pero con el correr de los años ha hecho muchas reflexiones sobre su película, como reflejo de las experiencias que vivió en la guerra de 1982: “Yo tenía apenas 20 años y era el tirador dentro de un tanque. En su momento no lo evalué, pero hoy me doy cuenta que era el último eslabón en la cadena de la muerte.  Al igual que se ve en mi película, íbamos por una carretera libanesa, y una camioneta se acercó directamente al tanque en dirección contraria. A través de la mirilla telescópica del cañón puedo ver a un hombre adulto, árabe, conduciendo y gesticulando. Yo no sabía si era el enemigo o no, pero las órdenes eran claras: primero dispara a los lados, y si no se detiene, dispara a matar. Cuando me repitieron la orden, lo hice, y al reabrir los ojos, advertí cuán poco quedaba del vehículo que parecía correr endemoniado hacia nosotros. Recuerdo medio cuerpo, sus gritos, y un montón de pollos que corrían alrededor. Al principio rechacé la idea que yo había provocado aquello, pero una voz en mi cabeza me decía que en ese momento acababa de joderme la vida para siempre. ¿Quién era el hombre al volante? ¿Un enemigo? Quizás. ¿Un granjero? Más probable. En la guerra el instinto puede atacar antes que el cerebro piense, y es un hecho que, a las 24 horas en el frente, la lucha por la supervivencia se ha apoderado de uno. Es que la guerra deja heridas incurables, y no tiene sentido negarlo. Hacer Líbano me ayudó a procesar la sensación que haber quitado vidas me provoca, y a sobrellevar esa carga insoportable con la que estoy obligado a vivir. Tras su estreno, muchos israelíes que sufrían trastorno de estrés postraumático me contaron sus historias, y entonces comprendí que no estaba solo, que mi dolor y mi sentimiento de culpa son un mal colectivo”.

 

Está claro entonces que Líbano es una película en primera persona, y que para Maoz esa guerra fue el Vietnam israelí, “porque en la guerra de Yom Kippur, en 1973, había dos bandos claramente identificables y un territorio en medio que conquistar, mientras que en el Líbano todo era un caos. El enemigo vestía pantalones vaqueros, no podías saber quién era militar y quién era civil. Todo lo que recuerdo de Beirut es pura locura, muchas veces simplemente nos disparábamos a nosotros mismos”. Una pregunta resulta entonces insoslayable: más allá de coyunturas, algunas dolorosas como el estrés posbélico, y otras circunstanciales como la falta de financiación, ¿por qué tardar 25 años en realizar la película? Eso es retrasar un cuarto de siglo una factible catarsis. Maoz siempre ha sido claro al respecto: “Principalmente por dos motivos. Primero por el contexto generacional y luego por razones más personales. En Israel somos la “generación del Líbano”. Nuestros padres y profesores vivieron la infernal experiencia de los campos de exterminio nazi. En cierta medida nos sometieron a un lavado de cerebro, pero no podíamos quejarnos, y los soldados que volvían mutilados de la guerra debían callar. Nos decían que teníamos que ser hombres, porque lo nuestro no era comparable con lo de ellos, y ese tipo de cosas. Así que, durante muchos años, hacer esta película significaba ser un traidor. En cuanto a los motivos personales, traté de escribir el guion varias veces. La primera en 1988, justo cuando terminé mis estudios de cine. La memoria era muy vívida, sobre todo el olor de carne quemada. Era una experiencia muy física, tenía miedo que el síndrome post-traumático sólo se agudizara, así que decidí no escribir nada de aquello hasta que dejara de sentir ese olor. Era terrible. Quería tener una visión más fría y calculada, y sobre todo encontrar una solución cinemática. El estallido de la Segunda Guerra del Líbano, en 2006, proporcionó la catarsis. Una noche, viendo las noticias, me di cuenta que ya no solo se trataba de mí y de mis dolorosos recuerdos, ahora eran nuestros hijos los que estaban muriendo en el caos que nosotros habíamos creado. La Primera Guerra del Líbano me dejó adormecido, pero la Segunda me despertó, e increíblemente una noche dejé de sentir el olor a carne quemada. Me sentí liberado y escribí el guion como en un trance. Existe un elemento terapéutico en el proceso. Yo tenía una necesidad de perdonarme, y aunque no hice esta película para superar mis traumas, al final me ayudó a hacerlo. Me sucedió algo casi místico al respecto. Yo regresé de la guerra con piezas de metralla en mi pie. He vivido con ellas en mi cuerpo todos estos años. Pero en la quinta semana de rodaje, mi pie se hinchó y me recetaron unos antibióticos. Cuando desperté al día siguiente encontré en la cama las siete piezas de metralla: mi cuerpo las había expulsado después de un cuarto de siglo”.

 

De todas formas, no todo parecía haber sido exorcizado como esa metralla, si se presta atención a otra declaración posterior del realizador: “Líbano es una versión light del verdadero infierno que viví. En la sala de montaje se quedaron fuera secuencias mucho más crueles, que traspasan la sensibilidad del espectador normal. Y aun así han acusado a la película –y a mí- de apolíticos… Es que es un tema escurridizo. Mi película no es política en el sentido superficial, no es un film de buenos y malos, su base es puramente humanista. Trata de describir el comportamiento del ser humano en un contexto de guerra. Yo creo que puedes hacer una película humanista y ser al mismo tiempo político. En ningún momento me planteé hacer una declaración política con Líbano, pero sí hice todo lo posible porque la película fuera eficaz, impactante, que aspirara a cambiar la idea de algunas personas sobre lo que significa ir a la guerra. Y eso no lo puedes conseguir simplemente mostrando que unos son muy buenos y otros son muy malos, porque solo conseguirás radicalizar las ideas de la gente. Con todos mis respetos, yo prefiero cambiar la opinión de una madre que colmar las expectativas de cientos de periodistas o un puñado de políticos poderosos”.

https://www.youtube.com/watch?v=wrBEDEmUceM%20

 

FOXTROT. Semanas atrás leía un artículo en el que se afirmaba que si hay una nueva guerra mundial se librará por vía informática en lugar de militar, “teniendo en cuenta que los ejércitos han quedado desfasados como primer instrumento de poder y defensa de un país”. Ahora bien, esto no es así para todas las naciones, porque algunas aún adaptan sus avances políticos o técnicos a una concepción literal de las fuerzas armadas. Ese sería el caso de Israel, algo natural por la perpetua amenaza que siente en sus fronteras con países enemistados, y por su propio origen como nación, basado en el exilio. Si mal no recuerdo de mi época estudiantil, la teoría clásica señala que los elementos constitutivos de todo Estado son: 1) el poder; 2) el pueblo; y 3) el territorio. En el caso israelí, la precariedad del tercer elemento le ha llevado a realzar los dos primeros. Es decir: se ha identificado al pueblo en base a aspectos sociológicos (religión y etnia), y en caso que alguno de ellos falle siempre estará a la mano el otro factor de unidad, el del poder, otorgado por el Estado al ejército. Surge entonces una paradoja: en un Estado que se desvive por mantener una unidad férrea ante “el enemigo”, sea éste cual sea, se termina dando la dualidad de una organización material con reglas, jerarquías, armas, equipos y soldados, que visiblemente parece funcionar, pero dependiente de una estructura que subdivide el poder en dos, “lo político” y “lo militar”, y eso no siempre coincide. Esto permite entender la dualidad que plantea Foxtrot, expresada desde el inicio mismo: los protagonistas forman parte de una familia atea, que se mantienen alejados de las reglas ortodoxas de su sociedad. Pero por lo que se ve y se dice al pasar, tienen una muy buena posición económica y un estatus profesional envidiable, y de esa manera se han integrado a las altas esferas gracias a una fachada que oculta esa secreta rebeldía. Al fin y al cabo, como en algún momento se verá, el servicio militar que en su momento ha cumplido el padre y hoy lleva a cabo el hijo no impide que ambos se sientan más unidos por la contemplación de una Playboy hebrea que por la Biblia, comportamiento pecaminoso que anticipará un error más grave, por el que ambos quizás puedan ser castigados.

 

Foxtrot comienza con unos jóvenes militares que llaman a la puerta y comunican a los padres el fallecimiento del hijo en acto de servicio. El ejército judío tiene un protocolo perfectamente estudiado para comunicar estas noticias, reproducido en toda su brutalidad en la película, incluida la inyección de tranquilizantes a la madre, que parecen tener preparada ya desde antes de golpear a la puerta de ese hogar. El problema es que, más allá de protocolos bien estudiados y pronunciados, los mensajeros que visitan esa casa no saben explicar los motivos del deceso, y ni siquiera le aseguran al padre que podrá ver el cuerpo de su hijo. Mientras tanto la madre, desmayada al ver llegar a los mensajeros y aún dormida por la medicación suministrada, es como si no existiera. La hermana del joven fallecido no contesta el celular, la abuela no entiende lo sucedido a causa de su demencia senil y sólo el tío del chico muerto puede dar apoyo práctico en todo este asunto. Es por lo tanto el padre el que debe afrontar la situación, aunque al principio muestra pasividad y sumisión, productos del estado de shock, que en forma notable Maoz revela en dos escenas muy significativas. Una está construida en base al primer plano del sujeto, mientras los demás hablan fuera de campo o a lo sumo pasan delante de la cámara (su mirada), mientras él no sabe salir de su estupor y asombro. La segunda escena es un gran plano cenital suyo, cuando está solo al cambiar de habitación: la cámara lo sigue desde lo alto, como reforzando la idea de una sumisión a algo más elevado. Este ángulo se repetirá varias veces a lo largo del film, con similares intenciones, como advirtiendo al espectador de manera elíptica que estos personajes son meros títeres guiados por una mano invisible pero muy poderosa: ¿el Estado? ¿Dios? De nuevo una dualidad, aunque sin duda ambos como manifestación del Poder. Lo cierto es que, una vez terminado el film, si meditamos en lo que vimos advertiremos que esta es gente sin verdadera libertad de movimientos, y por ello regresarán al punto de partida. Que es, ni más ni menos, lo que sucede con la propia película y también con el significado de su título.

 

Porque, como en determinado momento explica un personaje, el foxtrot es un baile que se realiza con pasos de ida y vuelta formando un cuadrado en el cual inevitablemente se vuelve al punto de partida, para de allí proseguir en forma continua hasta que la canción termine. La estructura del film es igual: brevísimo prólogo en una ruta recta, primer acto en el hogar de la familia, segundo acto en un puesto fronterizo, tercer acto de vuelta al hogar (aunque seis meses más tarde), y un breve epílogo en la recta ruta inicial, que “cierra la canción”, es decir la historia. Esa simetría narrativa será luego metafórica, y exigirá a Maoz reducir la narración a su esencia: premisa básica, desarrollo escaso en evolución dramática y localizaciones, y enorme riqueza de simbolismos e interpretaciones. A eso ayuda un equilibrado trabajo de cámara: los dos ejemplos dados en el párrafo anterior ya lo prueban, pero no son los únicos a lo largo del film, porque al menos en los dos tercios iniciales cada plano y cada corte están elegidos con enorme rigor y esteticismo. Del segundo acto, centrado con aire surrealista en los vaivenes de los viajeros que deben ser controlados por los jóvenes cabos ubicados en el puesto fronterizo, y los aburridos pasatiempos que esos chicos tienen para sobrevivir al tedio, hay que destacar el picado en detalle de sus siluetas reflejadas en el barro, y -una vez más- las tomas cenitales mientras están tumbados en sus camas. A nivel visual Samuel Maoz se revela maniáticamente perfeccionista: no en vano, la decoración del apartamento durante el primer acto luce una frialdad estética de raigambre claramente kubrickiana.

Pero en una película como Foxtrot no todo podía ser estético, porque hay en Maoz una intención clara: diversificarse hacia los sentimientos. Eso lo logra con plenitud gracias a un tercer acto que intenta dotar al conjunto de una catarsis espiritual, por lo que la cámara abandona el analítico y gélido soporte estático para rodar un par de momentos que pueden significar el derrumbamiento de la fachada de esa familia, sobre todo del padre. Allí Maoz contó con un poderoso aliado en la labor de Lior Ashkenazi, que compone un personaje que casi siempre comunica el sufrimiento por evocación, más que por reacción, aunque cuando se rinde a lo segundo puede resultar contundente. A lo largo de la trama, el actor comunica al público su situación emocional y física de inmejorable manera, enfrentando su expresión en primeros planos dolorosamente fotografiados, como si Maoz fuera un dilecto alumno del mejor y más feroz Ingmar Bergman. La labor de Ashkenazi es una de las mejores bazas de la película, y merecía ser destacada en primer lugar.

 

De todas maneras, Foxtrot no pone particular énfasis en el diálogo, y cuando los hay han sido casi siempre supeditados a la parte visual, que es la que comunica el impacto de las situaciones. Pero la clara intención pacifista o antimilitarista de Maoz necesitaba sin duda alguna de protagonistas con los que el espectador pueda identificarse independientemente de nacionalidades o condición social. Por eso, muy de a poco, como para que nos sintamos parte del caos familiar que vive esa gente, iremos sabiendo lo que ha ocurrido en ese remoto puesto de control fronterizo en el que sirve el hijo de los protagonistas. Lejos de cualquier triunfalismo, lo que allí puede verse es un destartalado y maloliente contenedor que parece hundirse de manera inexorable en el barro. Ese horrendo contenedor sirve como base para un pequeño grupo de soldados, perdidos en medio de ninguna parte, que tratan de controlar el tráfico por una frontera en donde pasa un dromedario y diversos ciudadanos circunstanciales. La duda inmediata que siente el espectador ante ese contexto es doble: 1) ¿vale la pena dilapidar las energías de la juventud de un país en un puesto geográfico de absoluta inutilidad?; y 2) aún si ese lugar fuera mínimamente útil en el plano estratégico, ¿valdría la pena perder la vida en la defensa de una posición así?

 

Foxtrot se estrenó en 2017 en el Festival Internacional de Cine de Venecia, ganando el Gran Premio del Jurado, el León de Plata. Posteriormente fue presentada en el Festival de Cine de Toronto y obtuvo 13 nominaciones de la Academia de Cine Israelí, ganando ocho de ellas, incluidas mejor película, director, actor y fotografía. Se trata de un título que ha generado polémicas en el Estado de Israel, pero los datos específicos de dicha discusión derivan del contenido de la propia película, y revelarlo aquí supondría quitar al espectador el placer (y el dolor) de descubrir el núcleo central de la historia. Vale la pena en cambio mencionar a la música, que en forma esporádica pero poderosa resulta muy efectiva para apoyar a las imágenes. Ha sido compuesta por Ophir Leiwovitch, uno de los músicos más apreciados de la actual industria del cine israelí, aunque la instancia más conmovedora esté comentada por el sufriente son de Spiegel im Spiegel de Arvo Pärt. También hay que decir que el libreto redondea su múltiple narrativa con un epílogo tan eficaz como contundente, y que otro pilar es, en el tercer acto, la labor de la sufrida Sarah Adler, de notable química con Ashkenazi en los estremecedores minutos finales.

 

Pero por encima de todo se luce Giora Bejach, director de fotografía (ya había cumplido el mismo rol en Líbano) y responsable de los encuadres y la utilización de ciertos recursos surrealistas. Porque más allá de posturas ideológicas o discusiones políticas, las imágenes y los símbolos son mucho más importantes que mil palabras en Foxtrot: 1) el dromedario no parece temer ni respetar fronteras, mientras que los incómodos viajeros humanos pueden llegar a pasarla muy mal en ese mismo lugar; 2) una misma bandada de aves es percibida por dos personajes en dos momentos diferentes, aunque unificados por hilos invisibles que luego revelarán todo su escondido potencial dramático; 3) el contenedor que se hunde de a poco en el barro quizá materialice el estado de ánimo de esa juventud, pero también una esclerosada y autoritaria manera de manejar la política bélica de un país que dice hacer todo en nombre de la juventud, aunque en realidad parece cuidar muy poco de ella; 4) Max, el perro fiel, es testigo del desastre que ocurre en su entorno y llega a padecerlo en carne propia, pero también resalta con su presencia la ausencia del dueño verdadero, el joven hijo de ese hogar; 5) la factible unión de una pareja despedazada por un drama enorme se adivina mediante el primer plano de una mano femenina que sangra y una mano masculina en llaga viva; 6) los antedichos planos cenitales, como si el Jehová del Antiguo Testamento mirara desde lo alto y se solazara administrando venganza contra sus presuntos hijos descarriados; y 7) el paradójico hecho que cuando el film ocurre en el encierro del apartamento todo luzca nervioso, incluso paroxístico, ante la gravedad de las noticias recibidas, mientras que en el segundo episodio, enmarcado en una vasta llanura inabarcable, parece no suceder nada y los personajes se ven aplastados por la inmensidad que los rodea. Todas son imágenes de enorme contundencia, en medio de una película que apela a la palabra sólo cuando es necesario: 1) contando una antigua historia familiar que parecería cerrar bien, aunque luego nuevas imágenes darán cuenta de un final muy diferente de ese relato; 2) revelando por medio de una confesión un sufrimiento oculto, y permitir de esa forma entender el dolor íntimo y antiguo del protagonista, en lo que puede llegar a tomarse como una vía de expiación y redención. Es tan fuerte el poder de las imágenes en Foxtrot que por medio de ella hasta se permite ironizar a la palabra, cuando utiliza en el acta de un funeral el término “caído” (en el sentido de cumplimiento del deber), y luego el espectador advertirá mediante la imagen la insólita literalidad de ese término. A la hora de elegir, Foxtrot siempre opta por la imagen y eso es correcto, porque al fin y al cabo el cine debería ser siempre así: imagen pura.

MAOZ Y FOXTROT. Esta película enfureció más que Líbano al actual gobierno israelí, y la Ministra de Cultura Miri Regev llegó a decir que “Maoz intenta destruir a Israel, y es el resultado de la autoflagelación y la colaboración con las posiciones anti-israelíes. Resulta escandaloso que los artistas de mi país contribuyan a incitar a las jóvenes generaciones contra el ejército más moral del mundo mediante la difusión de mentiras en forma de arte”. Lo insólito de todo este asunto es que la airada ministra, para justificar su diatriba, citó una secuencia que en realidad no existe en la película. De hecho, nadie sabe aún de dónde la sacó, y ella tampoco lo ha aclarado luego, lo que trae al recuerdo los airados anatemas escupidos por ciertos religiosos en 1989 contra La última tentación de Cristo de Scorsese, aunque aclaraban no haberla visto, Dios no lo permita…

 

Ironías aparte, la respuesta de Maoz a Regev no se hizo esperar: “En primer lugar la ministra revela poca cultura al utilizar como parte de un solo concepto los términos ‘ejército’ y ‘moral’, lo cual es un oxímoron. Pero además, todo es al revés de lo dicho por la ministra: mi película es el resultado de mi amor por Israel, y del absoluto hartazgo que siento ante la muerte inútil de jóvenes, siguiendo órdenes incomprensibles de gente mayor que nunca en su vida ha estado ni remotamente cerca de un campo de batalla, Pero el sólo hecho que la ministra reaccione en forma tan irracional prueba que mi película da en el clavo: Israel es como el foxtrot: vive volcado en una danza en círculo con el destino y nuestras heridas bien abiertas. En cambio yo creo que este destino no es inmodificable por divino, sino por la propia naturaleza del país. Nos siguen repitiendo que nuestra existencia está en peligro, pero ya no es así. Lo que sucede es que la obsesión colectiva se alimenta de muchas fuentes. ¿Qué se puede esperar cuando una maestra, en el primer día de clases, en lugar de poner su nombre en el pizarrón escribe ‘Es bueno morir por tu país’? A su vez, el primer ministro Netanyahu y los partidos de derecha aprovechan para su propio peculio electoral la cuestión de la seguridad nacional. Y para colmo, no podemos sacarnos de encima el fantasma del Holocausto. Todo en Israel está relacionado con él. Como era lógico, traumatizó a toda una generación, pero la cosa no paró y siguió traumatizando a todas las que vinieron luego. Yo, por ejemplo, o mis amigos, no podíamos quejarnos de nada, porque de inmediato nos decían: ‘Sean hombres, con lo que nosotros hemos sufrido…’. Recuerdo haber llegado a mi casa con una buena nota, un siete, y mi madre, que sólo pretendía un diez, me reprochaba: ‘¿Para esto he sobrevivido al Holocausto’?

 

Es verdad que, a 75 años del Holocausto, nada de lo padecido en ese verdadero horror ha cicatrizado en Israel, y eso para Maoz es trágico, porque “no se cerrará nunca. Se ha convertido en el ADN del país. La identidad de Israel se define por el Holocausto, y por el trauma derivado de él. Nunca sanará porque la élite política no quiere que lo haga. Porque el Holocausto les sirve para seguir presentando a los israelíes como víctimas, y ese victimismo seguirá enquistado en la sociedad durante muchas más generaciones. Yo, como ya dije, he pasado toda mi vida aplastado por él. El Holocausto es una verdadera losa en el alma de mi país”. Maoz en cambio quiere plantear otro tipo de debates: “Haría falta un líder como Isaac Rabin, que imponga un corte con el pasado. Si alguien pone en duda esa memoria, se le acusa de apoyar a los palestinos, pero no va de ellos sino de nosotros: lo gastamos todo en defensa y tenemos un millón de niños pasando hambre. ¿Por qué Netanyahu no utiliza parte del dinero para alimentarlos y educarlos? Porque eso no le da crédito electoral”. Su sinceridad en las declaraciones públicas no le está haciendo fácil las cosas en Israel: “Sigue siendo duro. Me han escrito mails en los que me decían que me estaban esperando fuera de mi casa, y que cuando salga me van a tirar ácido en la cara para que nunca más pueda filmar. También me han amenazado diciendo que mi hija es muy bella, pero en cualquier momento dejará de serlo. Sin embargo, el discurso oficial es que nosotros los israelíes somos las víctimas, los perseguidos por el terrorismo. ¿Y esto que cuento, qué es?”. 

 

Opiniones políticas a un lado, lo cierto es que de la misma manera que Líbano surgió del trauma personal del cineasta por haber tenido que matar gente teniendo apenas 20 años de edad, la génesis de Foxtrot también nace de un miedo íntimo: “Mi hija nunca se levantaba a tiempo para tomar el autobús hacia la escuela, así que siempre me pedía que llamara un taxi. Dado que la costumbre empezó a costarnos mucho dinero, y que además me parecía un signo de mala educación, una mañana me planté y le dije: ‘A partir de ahora tomarás el autobús; si llegas tarde, te aguantas’. Veinte minutos después que se fuera escuché en la radio que un terrorista se había inmolado en la línea 5, justo en la que ella debía viajar, y que docenas de personas habían muerto. La llamé, pero el servicio telefónico estaba colapsado. Nunca he experimentado un terror parecido al que sentí entonces. Una hora después, mi hija regresó a casa. Al parecer, fiel a su costumbre de no estar nunca en hora en ningún lado, había perdido ese autobús por unos segundos y había tenido que esperar el siguiente”. Entre amenazas reales y giros metafóricos del destino, la brevísima pero impresionante obra de Samuel Maoz no debería ignorarse.

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