CHRISTOPHER PLUMMER Y GIUSEPPE ROTUNNO: Se fueron dos grandes.

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INSIDE MAN, Christopher Plummer, 2006. ph: David Lee © Universal Pictures / courtesy Everett Collection

Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

Febrero comenzó peleado con el cine. En 48 horas dos grandes partieron. El 5 falleció el gran actor canadiense Christopher Plummer, 91 años, 217 películas (la última de ellas sin terminar), 68 años de carrera, ganador de un Oscar, un Globo de Oro, dos Emmy, un Bafta y dos Tony. El 7 se iba el eminente director de fotografía Giuseppe Rotunno, 97 años, 82 películas de 1955 a 1997 (año en que se retiró), ganador de un Bafta, 5 David di Donatello y un premio en Venecia. Casualmente ambos coincidieron dos veces: en el film para TV Escarlata y negro (The Scarlet and the Black, Jerry London, 1983) y en el largometraje Lobo (Wolf, Mike Nichols, 1994). En ambos Rotunno fue el operador. En el primero Plummer era el nazi encargado de mantener en orden Roma y vigilar al cardenal Gregory Peck, conectado a la resistencia. En el segundo compuso al padre de Michelle Pfeiffer, millonario dueño del emporio editorial donde trabajaba el protagonista Jack Nicholson.

PLUMMER. Nació en Toronto el 13 de diciembre de 1929. Sus padres se divorciaron cuando era niño, por lo que debió mudarse con su madre a Senneville, Quebec. Debido a ello halló su verdadera vocación, el teatro. Comenzó en secundaria, y de a poco proyectó su naciente talento fuera de ella. Viajaba largas horas en tren sólo para estudiar en Ottawa. Ya mayor de edad, radicado en Nueva York, debutó en TV en 1953, y al año siguiente en los teatros de Broadway. Poco después el promotor Guthrie McClintic lo llevó a París, y a partir de ese momento su nombre se hizo reconocido, logrando un notable éxito teatral con Cyrano de Anthony Burgess. En Inglaterra llegó a actuar en la Royal Shakespeare Company. Durante su carrera alternó entre obras de gran calibre en teatro (sobre todo en los años 80 y 90) y el cine.

 

Para la gran pantalla debutó en Ambición de gloria (Stage Struck, Sidney Lumet, 1957) y enseguida protagonizó Infierno verde (Wind Across the Everglades, Nicholas Ray, 1958), pero volvió al teatro y no regresaría al cine hasta 1964, cuando encarnó al malvado emperador Cómodo en La caída del imperio romano (The Fall of the Roman Empire, Anthony Mann). Fue entonces que logró el papel por el cual las necrológicas aún lo definen: el capitán Von Trapp de La novicia rebelde (The Sound of Music, Robert Wise, 1965). Pero Plummer fue mucho más que eso, sobre todo en el resto de los años 60. Allí fue el mariscal Rommel en La noche de los generales (The Night of the Generals, Anatole Litvak, 1967), el espía Eddie Chapman, infiltrado entre nazis, en Triple traición (Triple Cross, Terence Young, 1967), Edipo en Edipo rey (Oedipus the King, Philip Saville, 1968), un amanerado inca Atahualpa en El imperio del sol (The Royal Hunt of the Sun, Irving Lerner, 1969) y uno de los quince coprotagonistas de La batalla de Inglaterra (Battle of Britain, Guy Hamilton, 1969). Ese buen nivel prosiguió en los años 70: el duque de Wellington, enfrentado al Napoléon de Rod Steiger, en La batalla de Waterloo (Waterloo, Sergei Bondarchuk, 1970), Rudyard Kipling en El hombre que sería rey (The Man Who Would Be King, John Huston, 1975), el archiduque Francisco Fernando en El asesinato que conmovió al mundo (Sarajevsky Atentat, Veljko Bulajic, 1975), Herodes Antipas en Jesús de Nazaret (Gesú di Nazaret, Franco Zeffirelli, 1977), Sherlock Holmes en Asesinato por decreto (Murder by Decree, Bob Clark, 1979) y sobre todo el psicopático ladrón de El socio del silencio (The Silent Partner, Daryl Duke, 1978), quizás su cumbre interpretativa, donde rodó la escena final vestido de mujer.

En los años 80 hizo mucha cosa banal para solventar sus obras teatrales, pero desde los 90 volvió en roles de reparto destacables. En Malcolm X (ídem, Spike Lee, 1992) es el cura de la prisión donde cumple su pena el protagonista Denzel Washington; luego vino la ya citada Lobo, y luego llegó Eclipse total (Dolores Clayborne, Taylor Hackford, 1995), donde es el policía obsesionado por llevar a prisión a la protagonista Kathy Bates. En 12 monos (12 Monkeys, Terry Gilliam, 1995) es el millonario padre del perturbado Brad Pitt; en El informante (The Insider, Michael Mann, 1999) fue el periodista Mike Wallace, junto a Al Pacino y Russell Crowe; en Ararat (ídem, Atom Egoyan, 2002) es un desconfiado guardia de seguridad del aeropuerto; en Alejandro Magno (Alexander, Oliver Stone, 2004) dio vida a Aristóteles; en Syriana (ídem, Stephen Gaghan, 2005) fue un inescrupuloso hombre de negocios; en El nuevo mundo (The New World, Terrence Malick, 2005) es el conquistador inglés que contacta a la tribu de Pocahontas; y en El imaginario mundo del Dr. Parnassus (The Imaginarium of Dr. Parnassus, Terry Gilliam, 2009) es el nigromante del título.

 

La última década también tuvo sus brillos. En Principiantes (Beginners, Mike Mills, 2010) logró el Oscar como padre moribundo y homosexual del protagonista Ewan McGregor; en La chica del dragón tatuado (The Girl with the Dragon Tattoo, David Fincher, 2011) es el industrial que encarga al protagonista Daniel Craig que investigue la desaparición de su sobrina; en Todo el dinero del mundo (All the Money in the World, Ridley Scott, 2017) suplantó al defenestrado Kevin Spacey en el rol del multimillonario Paul Getty, preparando el papel en nueve días; y en Entre navajas y secretos (Knives Out, Rian Johnson, 2019) es el millonario asesinado por uno de sus familiares. Pero aún en esa vejez compuso dos protagónicos inolvidables: el Tolstoi de La última estación (The Last Station, Michael Hoffman, 2009) y el judío afectado de alzhéimer que quiere tomar venganza de un genocida nazi en Recuerdos secretos (Remember, Atom Egoyan, 2015). Murió como quería: en su cama, tranquilamente.

 

ROTUNNO. No por más acotado que lo de Plummer, lo suyo fue menos brillante. Lo apodaban “el mago de la luz”, y había nacido el 19 de marzo de 1923 en Roma. Desde muy joven se ubicó en Cinecittá, pero fue por necesidad: su padre había muerto y no tuvo más remedio que buscar trabajo en la Italia fascista. Lo único que encontró fue un puesto de ayudante de laboratorio en los recién fundados estudios de cine. Allí le dieron una Leica para que experimentara con la fotografía, y la luz lo conquistó para siempre. Pero la guerra lo sorprendió: reclutado para trabajar como reportero en Grecia, en 1943 cayó prisionero de los nazis. Después de pasar dos años en un par de campos de concentración, fue liberado por los aliados en 1945. Volvió al cine, y entre 1947 y 1954 se desempeñó como operador de cámara en doce películas, entre ellas Umberto D. (ídem, Vittorio De Sica, 1952) y Senso (ídem, Luchino Visconti, 1954). Debido a la muerte de Aldo Graziati, director de fotografía de ese film, Rotunno lo terminó, dejando a Visconti tan satisfecho con esa labor que a partir de entonces se convirtió en fotógrafo titular del cine italiano. Rotunno contó que Visconti le enseñó todo lo que sabía, como grabar con tres cámaras a la vez para tener ángulos distintos y no perder la intensidad de la interpretación con los continuos cortes para cambiar el plano: es algo muy útil, pero que sólo se podía hacer en las grandes producciones. Además, ese método obligaba a trabajar con pocas luces.

 

Rotunno debutó como director titular de fotografía en Pan, amor y Sofía Loren (Pane, Am,ore e…, Dino Risi, 1955), pero de inmediato su labor se amplió para inolvidables labores dedicadas a los mejores cineastas de su país. Con Luchino Visconti trabajó en Puente entre dos vidas (Le Notti Bianche, 1957), Rocco y sus hermanos (Rocco e i Suoi Fratelli, 1960), Boccaccio 70 (ídem, 1962), El Gatopardo (Il Gattopardo, 1963) y El extranjero (Lo Straniero, 1967). Acompañó a Vittorio De Sica en Ayer, hoy y mañana (Ieri, Oggi, Domani, 1963) y Los girasoles de Rusia (I Girasoli, 1970), y con Mario Monicelli realizó La gran guerra (La Grande Guerra, 1959) y Los compañeros (I Compagni, 1963). También asistió a Valerio Zurlini en Crónica familiar (Cronaca Familiare, 1963) y a Lina Wertmüller en Amor y anarquía (Film d’Amore e d’Anarchia, Ovvero ‘Stamatina alle 10 in Vía del FioriNella Nota Casa di Tolleranza’, 1973), Nada en orden (Tutto in Posto e Niente in Ordine, 1974) y Noche de lluvia (La Fine del Mondo nel Nostro Solito Letto in una Notte Piena di Pioggia, 1978).

Pero por sobre todas las cosas hay que recordar a Rotunno enalteciendo con su pincel la peor zona de la obra de Federico Fellini, aquella donde el ego desmesurado del cineasta fagocitó el talento que hasta entonces había revelado. Rotunno ayudó con su imaginativo arte a relativizar desastres puntuales como Satiricón (Satyricon, 1969), Roma (ídem, 1972), Casanova (ídem, 1976), Ensayo de orquesta (Prova d’Orchestra, 1978) y La ciudad de las mujeres (La Città delle Donne, 1980), mejoró los desniveles de la sobrevalorada Y la nave va (E la Nave Va, 1983) y se manejó a memorable nivel en el único título valioso de ese período felliniano, Amarcord (ídem, 1973).

 

También destacó en Hollywood, a partir del temprano ejemplo de La hora final (On the Beach, Stanley Kramer, 1959). A partir de entonces destacó en Cinco mujeres marcadas (5 Branded Women, Martin Ritt, 1960), La Biblia (The Bible, John Huston, 1966, con una memorable labor cromática en el inicial episodio de la Creación), La batalla por Anzio (Anzio, Edward Dmytryk, 1968), El secreto de Santa Vittoria (The Secret of Santa Vittoria, Stanley Kramer, 1969), la notable Conocimiento carnal (Carnal Knowledge, Mike Nichols, 1971), la sensacional El show debe seguir (All That Jazz, Bob Fosse, 1979, por la que fue nominado al Oscar), Popeye (ídem, Robert Altman, 1980), Las aventuras del barón Munchausen (The Adventures of Baron Munchausen, Terry Gilliam, 1988), la ya citada Lobo (1994) y el remake de Sabrina (ídem, Sydney Pollack, 1995). Su despido del cine se dio en el sensacional documental Marcello Mastroianni: mi Ricordo, Sí, Io mi Ricordo de Anna María Tatò, en 1997.

 

Rotunno fue uno de los mayores fotógrafos de la historia del cine, y la explicación de ello es sencilla: fue capaz de dar forma a la imaginación de los directores. Al haber logrado una tan perfecta comunión, las películas perduran en la historia. El baile de Burt Lancaster en la Sala de los Espejos del Palacio de Palermo o las coreografías del show musical que Roy Scheider nunca llegará a realizar son fragmentos imposibles de olvidar. Rotunno fue el ejemplo perfecto del operador adaptado a la visión del cineasta: hacía a la perfección lo que le mandaban, sin querer dejar una huella personal en esa labor, aunque de hecho la dejara. Exactamente lo opuesto a Vittorio Storaro. Él mismo lo explicó: “Tienes la luz clave, la luz de relleno y la luz de fondo, con las que puedes crear infinidad de resultados. La luz es un caleidoscopio, pero esas luces mezcladas son más delicadas que el caleidoscopio. Es difícil preguntarle a un pintor cómo pintó el cuadro. Yo voy con mis ojos y mi intuición. Me gusta mucho la luz y no puedo parar”.

 

 

 

 

 

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