La guerra de patentes iniciada por Thomas Alva Edison a fines del siglo XIX tuvo una consecuencia determinante para el nuevo siglo: empujó hacia el Oeste a centenares de inmigrantes judÃos que venÃan huyendo de la pesadilla europea. Y en menos de una década, esos hombres que hasta entonces habÃan sido tratados como ciudadanos de segunda, alzaron una Meca que inventó el sueño americano, dio a conocer la música negra y sentó a medio mundo como en misa, pero frente a una pantalla.
Unas tres décadas antes de que se creara el Estado de Israel, un puñado de inmigrantes judÃos provenientes de Europa Central y del Este fundó una metrópolis que paradójicamente –puesto que nada tuvo ni de santa ni de islámica– se dio en llamar la Meca del Cine. Entre bosques de naranjos, bajo el resplandeciente sol de California, muy cerca del pueblo que los españoles habÃan bautizado Nuestra Señora de los Angeles a fines del siglo XVIII, Carl Laemmle plantó las piedras fundamentales de la Universal City en el antiguo rancho Taylor –de 430 kilómetros cuadrados–, situado en el valle al norte de Hollywood. Una ciudad consagrada al cine, con todo lo necesario para producir, decorar, escribir, rodar, editar y promocionar pelÃculas. Una ciudad con su propio alcalde y su cuerpo de policÃa, que Laemmle irÃa poblando en parte con parientes suyos traÃdos de Alemania.
La Universal fue inaugurada en 1915, y en los años siguientes, los Warner, Cohn, Zukor, Goldwyn, Fox construyeron en las cercanÃas sus propios estudios, agrandando asà la próxima capital de la industria cinematográfica con esas casas productoras, que luego de algunos cambios de nombre y de socios propietarios, pasaron a llamarse Warner Bros, Paramount, Metro Goldwyn Mayer, RKO, Columbia, United Artists… Cada sello tuvo un logo que se volvió muy familiar para el público y que hoy los nostálgicos pueden reconocer en ciertas señales de cable. Las famosas majors tuvieron crÃa y prosperaron espectacularmente durante algunas décadas antes de llegar a la declinación después del auge del macartismo y de las limitaciones impuesta a los monopolios, a fines de los ‘50.
En el demitificador documental Hollywoodism, Jewish, Movies an the American Dream, de Simcha Jacobovici, guión y codirección de Stuart Samuels, visto en el reciente Festival de Cine Independiente de Buenos Aires, en la sección “Algo judÃoâ€, precisamente se demuestra que los padres fundadores de Hollywood, deseosos de integrarse y de hacer negocios, prefirieron no despuntar nada judÃo, ni en sus vidas privadas ni en sus producciones fÃlmicas. Con un enfoque equitativo y agudamente crÃtico, disponiendo de excelente material de archivo y de la participación de una serie de escritores, historiadores y periodistas especializados, Hollywoodism llega a conclusiones esclarecedoras de un alcance inagotable: en su afán de (norte) americanizarse, esos inmigrantes devenidos magnates no sólo crearon la primera ciudad cinematográfica del mundo, sino que inventaron el concepto de sueño americano. Es decir, produjeron las imágenes, los iconos, las formas visuales que se identifican desde entonces con el American way of life. “La gran ironÃa de Hollywood –apunta este provocativo documental– es que los americanos llegaron a definirse a sà mismos por la fantasÃa de América creada por judÃos venidos de Europa que inicialmente no fueron admitidos en los lugares de poder de la América real”.
De buscavidas a magnates
“Hollywood es el sueño soñado por judÃos que huÃan de una pesadillaâ€, reza la frase de venta de Hollywoodism (1998), producción canadiense de sustanciosos 98 minutos. Unos años antes de ponerse a fabricar y alimentar sueños, esos judÃos habÃan llegado a los Estados Unidos formando parte de un contingente de dos millones y medio de inmigrantes de ese origen, que dejaron Europa huyendo de la miseria y el antisemitismo, en busca de tolerancia y seguridad económica. Los futuros fundadores de los estudios y del star system viajaron con unas pocas pertenencias y escaso dinero. Y se encontraron con una elite protestante decidida a mantenerlos a distancia, en “su†sitio: debieron ir a vivir en barrios bajos, trabajar por salarios mÃnimos, sin chance alguna de entrar en el mundo de los negocios, en la banca, en la universidad (por los costos y el sistema de cupos). De todos modos, ellos se la rebuscaron sobre todo en el rubro confección y venta de artÃculos de vestir: Samuel Goldwyn (por ese entonces, Goldfish) tuvo un taller de guantes; Carl Laemmle, una tienda de ropa; Adolph Zukor hizo su primera cantidad interesante de dólares al inventar una estola de zorro que cerraba con un broche en la boca del animalito (que se mordÃa la cola para abrigar el cuello de las damas). Era la época de los nickelodeon, a comienzos del siglo pasado, salas populares donde se proyectaban pelÃculas por 5 centavos de dólar, alternadas en ocasiones con números musicales. Para muchos judÃos, el cine se convirtió en un negocio familiar más que aceptable, como distribuidores y/o exhibidores. Al respecto, Hollywoodism ofrece una graciosa anécdota –casi un chiste judÃo– que narra Judith Balaban, hija de Barley, quien presidirÃa la Paramount: “Mi abuela vivÃa en dos habitaciones, arriba de un mercado de pescado, con sus ocho hijos. Un dÃa salió corriendo enloquecida en busca de uno de ellos: Barley, Barley, mirá qué negocio tan maravilloso, el mejor del mundo. Y lo llevó a una de esas salitas de un nÃquel: Es increÃble, decÃa ella, la gente paga antes de recibir el productoâ€.
Pero comenzó la llamada guerra de las patentes (1908-1915), promovida por Thomas Alva Edison, quien al frente de un poderoso trust obligaba a productores, distribuidores y exhibidores a pagar un diezmo. Fue precisamente para zafar de los matones controladores de Edison que, hacia 1915, los que serÃan los zares del cine enfilaron hacia el Oeste, hacia los naranjales en flor de California que, arrasados en parte, terminarÃan dando hipnóticos frutos de celuloide. “Creo que se quedaron allà porque no existÃa un sistema de jerarquÃa social, como en Boston o Chicago, de donde venÃan algunos de ellos. Se dieron cuenta de que en ese lugar podÃan crear su propio entorno, más aún, un imperio propioâ€, señala el crÃtico Ned Gabler, mientras que el periodista Bob Thomas acota: “Eran hombres duros, que venÃan del gueto, resueltos a sobrevivir en un negocio feroz. Pero les encantaban las pelÃculas, vivÃan para el cineâ€.
Incluso antes de largarse a producir, Carl Laemmle y sus pares intuyeron que el cine podÃa ser algo más que las pedestres producciones de Edison: Adolph Zukor, por ejemplo, compró en 1912 un film francés protagonizado por Sarah Bernhardt, Queen Elizabeth, y logró estrenarlo en una sala de Broadway, conquistando un público de clase media. Contradictoriamente, como hace notar el film de Jacubovici. “El logro artÃstico más importante de la primera época de los estudios y también éxito de taquilla, fue una producción judeoamericana, El nacimiento de una nación (1915), dirigida por David Griffith, historia explÃcitamente racista que glorificaba el Ku Klux Klan, reflejando valores americanos considerados tradicionales en esos años.â€
Navidad blanca, música negra
“Dirijo este tugurio porque tengo sentido común, vengo de Minsk, conozco el negocio, soy el judÃo más grande, más malvado, más escandaloso de este lugarâ€, le decÃa un aparatoso productor a un tÃmido escritor en Barton Fink (1994), de los hermanos Coen, en una escena que se asemeja a la que memora A. C. Lyle, un viejo productor de Paramount que de chico llevó un mensaje de Zukor a Harry Cohn. Es que realmente, los ejecutivos supervisaban todos los aspectos de una producción desde el arranque. Y se hacÃan cientos por año en esos tiempos de apogeo, porque la gente acudÃa en masa al cine, regularmente, con una actitud que, remarca Rosenbaum, tenÃa que ver con la religiosidad, la adoración. Cuando el público empezó a reconocer a las actrices y los actores de las pelÃculas, los magnates desarrollaron el star system, que no sólo significaba sueldos más altos y mejores papeles: las estrellas fueron promocionadas mediante gacetillas, fotos divinamente iluminadas, vestuarios y maquillajes personalizados. Y a partir de 1927 se hizo presente el Oscar, también un invento judÃo con el que Hollywood se celebra a sà mismo anualmente.
Como dice la historiadora Hacia Diner, si bien algunos de los jefes de estudio dejaron a sus esposas judÃas para casarse con blancas cristianas, y mandaron a sus hijos a colegios Ãdem, en lo que se refiere a la música, ejecutivos y compositores se fijaron en la América negra: “Fueron los mensajeros de su cultura. La tomaron, la consumieron, la integraron a su repertorio y después la introdujeron en la América blanca. No por azar, el primer film parlante se llama El cantor de jazz (1927), con Al Jolson entonando ‘My May’ y ‘Blue Skies’.†Además de adaptar el musical de Broadway –cuyos grandes nombres son judÃos–, Hollywood incorporó a sus filas a un inmigrante judÃo genial, Irving Berlin, autor de canciones americanas por excelencia, algunas de las cuales entonaba el aristocrático Fred Astaire, de frac y sombrero de copa… Entre otras músicas, Berlin compuso la de Navidad blanca (Holiday Inn, 1942) que canturreaba Bing Crosby. Y se ganó una medalla de oro, de manos del presidente Eisenhower, por haber creado el himno “God Bless Americaâ€.
Hacia fines de los ‘30, cuando la persecución a los judÃos se volvÃa más encarnizada en Alemania, un grupo de estrellas encabezado por John Garfield y Edward G. Robinson se arriesgó a criticar públicamente a Hitler y a pedir que se suspendieran las relaciones con ese paÃs “hasta tanto cumpliera los principios humanitarios internacionalesâ€. Carl Laemmle suscribió la protesta y Harry Warner pronunció un discurso antifascista. Pero Joseph Kennedy voló a L.A. para acallar esas voces que, amenazó, podÃan arrastrar a los Estados Unidos a la guerra con Alemania. Asà fue que el único film importante contra el nazismo antes de la Segunda Guerra, El gran dictador, llevaba la firma de un director y actor que no era judÃo, Charles Chaplin. Y ya después de concluida la contienda, en 1947, a Elia Kazan se le hizo cuesta arriba el rodaje de La luz es para todos (Gentlemen’s Agreement, pelÃcula que se está viendo estos dÃas por Cinecanal Classics) porque contaba la historia de un periodista cristiano que se hacÃa pasar por judÃo para probar el antisemitismo ordinario norteamericano, situación que no coincidÃa con el americanismo difundido por los judÃos de Hollywood, con su optimismo, su patriotismo y sus finales felices.
Ese americanismo convenció a los americanos y al mundo entero –o poco menos– y hoy sobrevive: tal la tesis de Hollywoodism. Según Jonathan Rosenbaum, “ésa es la cultura dominante, la fantasÃa dentro de la cual vivimos todos. Hubo y hay un hollywoodismo. Incluso irÃa más lejos para decir que ésa es la ideologÃa que gobierna nuestra cultura occidentalâ€, Cowboys, policÃas, soldados, John Wayne, Gary Cooper, Shirley Temple, James Stewart, una pitada de Humphrey Bogart en Casablanca, la niña Elizabeth Taylor abrazada a Lassie ilustran los versos cantados que escribiera Irving Berlin: “Dios bendiga América, mi dulce hogar. Desde la montaña, hacia la pradera, a través de la noche, con la luz de las alturas. Dios bendiga a América, el paÃs que amo…â€
Por Moira Soto (Información extraÃda de Página 12)