Mes del cine Boliviano – Segunda parte

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Zona-Sur

Zona sur (2009), Cuestión de Fe (1995), El día que murió el silencio (1999), El atraco (2004)

El programa cultura.arte.identidad. de la Secretaría de Extensión y Desarrollo en conjunto con el Centro Cultural Leonardo Favio  invitan a participar del  mes dedicado al Cine Boliviano. Las películas seleccionadas para esta segunda parte de la muestra de Cine Boliviano son: Zona sur (2009), Cuestión de Fe (1995), El día que murió el silencio (1999), El atraco (2004). Desde el Ciclo Cine por la Diversidad se busca  estimular  para que las películas sirvan  como vector esencial del fomento de la diversidad,  la formación y la construcción de identidades.

Invita: Departamento de Ciencias de la Comunicación / Mesa de la Diversidad / UNIENDO CAMINOS, programa radial de la Colectividad Boliviana en Río Cuarto – FM 97.7.

06/08 – 21 hs. Cuestión de Fe, de Marcos Loayza (Bolivia/1995), 88 min.

cuestion de fe

Cuestión de fe es un film de rara solidez. Goza del carácter y la personalidad de los que hablan en primera persona de cuestiones importantes de acá nomás, y está construida de cara a las mejores tradiciones narrativas del cine, que la tornan universal.

La historia arranca cuando a Domingo, un artesano buscavidas de una ciudad que podría ser La Paz, le cae un curioso encargo. Debe construir una escultura de la Virgen en tamaño natural, y atravesar el monte boliviano para depositarla, sana y salva, en la hacienda del Sapo Estivarís, un mafioso de la zona. El plazo es fatal: ahí está el revólver que le obsequia el Sapo, “para que no tenga que matar a un hombre desarmado si no cumples con la entrega”. Así queda planteada, simple y férrea, la premisa de road-movie que dominará al relato. Pero el rigor de Marcos Loayza sobresale mucho antes de ganar la ruta.

Magistrales travellings, con la cámara siempre en mano, pasean al espectador por la intimidad de los preparativos del viaje. A pura imagen, pues, se descubre en Domingo al artesano en su dimensión más honda: el hombre que fabrica sus propios medios de vida con sus manos. También es un borrachín empedernido. Borracho y digno, así es Domingo —y a menudo las dos cosas a la vez— mal que les pese a todos los clisés del “cine latinoamericano”. Hecha la virgen, son tres los que se lanzan a la ruta. Joaquín, apostador irredimible, lo acompaña con la certeza de obtener algún rédito al cabo del periplo. Pepelucho es el compadre ingenuo que se sube al carro de puro gaucho. El carro es la “Ramona”, una furgoneta destartalada que se constituye en la mejor metáfora del film: Cuestión de fe está hecha a pulmón, con presupuesto escaso. No busca fuegos fatuos de superproducción ni prolijidades vanas. Se aferra a la historia, a sus criaturas, con las que construye un trío típico —nunca arquetípico— y avanza sin prisa ni pausa por la espesura.

En la selva, como en la cancha, se ven los pingos de Cuestión de fe. En la primera parada, Domingo irá en busca de los tragos y Joaquín pondrá todo lo suyo, y lo que no también, sobre la mesa de apuestas en favor de un gallo de riña. Más tarde, en Santa Rita, Pepelucho encontrará que en su pueblo todo está como era entonces, cuando emigró a la capital. Su lugar en el mundo, y su mujer, se habían quedado allí como esperando que volviese. Estos y otros avatares transcurren con exquisita naturalidad y al mismo tiempo empujan vigorosamente el planteo argumental, haciendo que afloren los vicios y virtudes de cada uno. El tono de comedia acusa una inflexión cuando Pepelucho se baja de la furgoneta: sin su ingenuidad, algo así como un “colchón”, los otros dos empiezan a enfrentarse con ferocidad.

Los plazos se acortan trágicamente, los accidentes se desencadenan. La religiosidad, hasta aquí ni más ni menos que otro rasgo popular, empieza a ser un dato ambiguo, existencial. ¿Cómo puede ser que las catástrofes, como un designio celestial, acechen el traslado de la virgencita? Semejantes infortunios no se limitan a despejar de nubarrones místicos a la película. También evocan la sagrada mano con que el maestro Luis Buñuel trató este tipo de cuestiones. Hay que ver a Domingo y Joaquín, al borde de la ruta y del desconsuelo, elevar sus ojos en esos planos duraderos con que los honra Loayza. Que ambos persistan, a pesar de todo, dice que su cuestión de fe está mucho más allá —o más acá— de rezos y estampitas. La palabra empeñada, la amistad por encima de las diferencias, los principios. Esos son los verdaderos santos de Cuestión de fe.

Por Guillermo Ravaschino

13/08 – 21 hs. Zona sur de Juan Carlos Valdivia (Bolivia/2009), 108 min.

Zona-Sur

Entre una tupida enredadera y la puerta de calle, el espejo es lo primero que aparece. Que el golpe de vista sea un golpe de sentido, con este espejo y en la Zona Sur, sugiere no la producción de reflejos sino sus fragmentaciones. Y es que el espejo de Zona Sur, la propuesta del boliviano Juan Carlos Valdivia, es de esos que al mirarlos no invierten ni recortan. El espejo del que nos habla Zona Sur es de esos que al redondear la imagen la prolongan sin ángulos y que, ante la inquietud de una cámara que prefiere los círculos, sostiene otro tipo de retratos.

Con un elenco integrado por actores y actrices debutantes en cine, la Zona Sur de Valdivia es una enredadera donde los personajes se construyen por circulación y ausencia. El retrato no funciona por la estaticidad de una mirada que se sostiene en el cuerpo. La cámara circula por el espacio sin quedarse en el personaje, calibrando un retrato que golpea porque no se funda en el recorte. En circulación, la cámara busca e insiste en la proliferación de las imágenes, en la fragmentación de los sujetos. Aquí, allá y mas allá, los cuerpos recorren el espacio construyendo el cuerpo no como una unidad. La casa llena de espejos donde mirarse una y otra vez, cuidadosamente tupida de copas y frascos de cristal a través de los que la cámara cruza con los personajes, la casa donde las ventanas se cierran y los ojos se vuelven sobre sí mismos. Es a través de estas insistencias que se configura una de las intenciones de esta película: retratar a esta familia de la Zona Sur paceña no pasa por el hecho de ofrecer el reflejo de una realidad sino la construcción de una versión de ésta, una mirada profundamente personal donde no se cede ante el estereotipo y donde enfrentarse al espejo es también traspasarlo.

No hacerle caso a la tentación de presentar estereotipos y arriesgarse por una propuesta donde prima lo personal produce la ambigüedad ahí donde mirar al país y revisitarlo no pasa por la traducción. Uno de los gestos más complejos con los que trabaja la película sucede en la sutil construcción de las conversaciones en aymara entre Wilson (Pascual Loayza) y Marcelina (Viviana Condori), los dos empleados de origen aymara de la casa. Los diálogos entre estos dos personajes no se traducen: sostienen, a través de la construcción fotográfica, las burbujas con las que la narración se va articulando. La traducción del aymara al castellano que se evita en estas secuencias funciona como uno de los espejos de las otras burbujas de la película. Si para ciertos textos del indigenismo ortodoxo la traducción del idioma del otro –el indígena- develaba la necesidad del escritor de mostrar al mundo blanco este otro radicalmente distinto, la evasión de la traducción a todo nivel en Zona Sur sugiere la necesidad de ver en vez de mostrar o explicar y, con esto, la posibilidad de hurgar en las complejas articulaciones culturales de la sociedad paceña. Por un lado, no hay romantización. Tampoco hay distancias insalvables. Los círculos con los que la cámara encierra a los personajes no dejan de cruzarse, de hacer de esta casa un espacio –literalmente- de intrincados niveles, donde el contacto no implica una síntesis sino un permanente disenso.

En este sentido, la construcción de los espacios como una red de sentidos parte de la minuciosa ambientación y se sostiene en la insistencia de la cámara en hacer cada objeto. El cuidadoso desplazamiento de quien no quiere perder de vista nada sugiere otra vez el imperativo de ver antes de mostrar en Zona Sur. Que sea una historia de personajes, entonces, pasa también por construir otro tipo de personajes, como la casa de esta familia. Contar una historia fuera de los parámetros aristotélicos implicaba, por un lado, eludir el reciclaje en la construcción de los personajes y, por otro, sostener esta elección a través de las relaciones que los personajes entablan. Sin embargo, la construcción de la burbuja en la que cada personaje –también el de la casa- se encierra y la articulación de los cruces entre estos universos, no resulta afortunado en todos los casos. Bernarda (Mariana Vargas), la hija de Carola, universitaria de la UMSA y no de “la cato”, honesta y lesbiana, no termina de cuajar. Que se busque ver a un personaje que quiere afirmar una identidad, se entiende. Que este personaje, con tanto insistencia, se explique y justifique –ya sea frente a su madre Carola (Ninón del Castillo) o frente a su novia Erika (Glenda Rodríguez) – parece poco verosímil. La ingenuidad no es tanto del personaje sino de la manera en que se lo mira. La relación madre-hija no siempre representa una tensión en la película, ya que muchas veces la figura de la madre gana la lucha de entrada. Frente a Patricio (Juan Pablo Koria) o a su novia Carolina (Luisa de Urioste), Bernarda no logra construir con la madre una relación que vaya un poco más allá de lo que se dicen estos personajes. Las palabras, pienso, terminan sobrando, perdiéndose la riqueza de la sugerencia trabajada con otros personajes.

Por  Mary Carmen Molina

http://www.cinemascine.net/

20/08 – 21 hs. El día que murió el silencio de Paolo Agazzi (Bolivia/1999), 108 min.

el día que murio el silencio

“El día que murió el silencio”, es una película boliviana dirigida por el cineasta  Paolo Agazzi. Protagonizada por Darío Grandinetti y filmada el año 1998 en Mizque, un municipio ubicado en el Departamento de Cochabamba. En su producción,  el autor intenta expresar, a través de una comedia y acelerada, con toques de ironía, el comienzo de la radiodifusión en una aldea y el sensacionalismo de aquellas personas que se jactan de saber más que los demás para aprovecharse.

El día que murió el silencio fue la única película producida en Bolivia durante 1998,  grabada con sonido Dolby Digital y con guión propio.

Que esta película sea la única que se produjo en Bolivia en 1998 le da al filme un reconocimiento épico, al margen de su calidad artística, de la que es imposible aislarse. Pero es que “El día que murió el silencio” tiene más cosas a su favor, que en contra,  ya que es una película: pequeñita, sencilla, reservada y cercana por lo que cuenta y por cómo lo cuenta. La película nos devuelve a aquellos tiempos en los que la radio era algo único e inalcanzable, un milagro. O así es como lo viven los habitantes de un pequeño pueblo al que llega un manipulador que se sirve del encanto de la palabra hablada para romper la armonía de este lugar primitivo con personas con demasiadas emociones calladas. Situada en un lugar en el que todo es posible, la cinta no es ajena al realismo mágico de la literatura latinoamericana, y lo homenajea. Es inevitable alegrarse de que exista “El día que murió el silencio” como testimonio de una filmografía escuálida y porque además nos hace sonreír plácidamente. Sólo por eso, merece la pena ser vista.

27/08 – 21 hs. El atraco de Paolo Agazzi (Bolivia/2004), 126 min.

EL ATRACO

A finales de los años ochenta. Una camioneta que lleva una remesa de dinero en efectivo (el sueldo de miles de mineros) es asaltada en pleno altiplano andino. La cantidad robada sorprende y abruma a los mismos atracadores. Empieza una confusa investigación en medio de graves denuncias de ineptitud, corrupción y protección por parte de la misma Policía. Adolfo, un oficial inteligente y honesto, emprende una investigación paralela a la oficial y sigue muy de cerca la pista a los atracadores; intuye que detrás del asalto hay alguien más, alguien muy poderoso, alguien más temible que los mismos asaltantes…

La película de Agazzi está inspirada en el atraco de Calamarca de 1961, realizado en pleno altiplano boliviano, aunque la trama policial no es más que una excusa para retratar y dibujar la corrupción que prevalecía en esos años en las instituciones bolivianas.

El Atraco cuenta con la participación de figuras nacionales, la actriz española Lucía Jiménez, el argentino Jorge Jamarlli y los actores protagónicos peruanos –Diego Bertie y Salvador del Solar.

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