El sabor de las cerezas

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el sabor de las cerezas

Cerezas amargas

El sabor de las cerezas (Irán/1997). Guión y dirección: Abbas Kiarostami. Fotografía: Homayon Payvar. Reparto: Homayoun Ershadi, Abdolrahman Bagueri, Safar Ali Moradi, Afshin Khorshid Bakhtiari

Por Alexis Gutierrez

El sabor de las cerezas es esencialmente una road movie que en su deambular nos muestra la vida sencilla y sosegada de los lugareños entre colinas y valles; un panorama antagónico de Oriente Medio al que nos prefiguran cuantiosos films norteamericanos: como una región estrictamente belicosa con ciudades devastadas, habitada por células terroristas, niños armados y mujeres corriendo entre polvorientas ruinas con el cadáver ensangrentado de su hijo.

El plano de apertura nos presenta a un individuo conduciendo un Land Rover por los sinuosos caminos del relieve de Teherán. Durante la primera media hora lo veremos divagar en el vehículo en una translación misteriosa, sin saber qué busca ni hacia dónde se dirige. Hasta que finalmente se nos revelará su aciago propósito, necesita de alguien que haga el trabajo de sepulturero.

El protagonista, el señor Badii (Homayon Ershadi), ha tomado una decisión irrevocable: acabar con su vida. Por lo cual ha planificado todo, durante la madrugada tomará todos los somníferos que posee y se recostará en un pozo a la vera del camino para que alguien se dirija al lugar la mañana siguiente y lo cubra de tierra. El pozo es justamente la metáfora de la angustia, de esa compunción invisible, de la vacuidad del sinsentido.

En ese recorrido se encontrará con un joven soldado iraní, un seminarista afgano y un anciano que trabaja de taxidermista.

A partir de la interacción con el primer candidato, el joven militar, comenzará un despliegue dialéctico sobre una problemática capital, el suicidio, que verá sus contrastes en lo discursivo mediante las diferentes premisas que expondrán los personajes.

Los diálogos con el seminarista reflejarán la contraposición de la voluntad del hombre contra la voluntad de Dios y las escrituras sagradas del Corán. Pero estas serán solo respuestas falsarias a una necesidad metafísica -y por consiguiente la atribución de ideas morales- que quedarán truncas ante la volición del sujeto que encuentra a la muerte como una expresión de libertad.

El taxidermista le relatará una experiencia pasada en la cual intentó quitarse la vida pero fracasó debido a un contacto casi existencial con unas deliciosas moras. Sin embargo -como arguye Schopenhauer- el suicida no detesta la agonía, sino el júbilo que ofrece la vida.

La tormenta final nos impartirá una conclusión ambigua, entre relampagueos dubitativos del pensamiento sobre el acto del protagonista se me presenta una frase de Nietzsche: “La idea del suicidio ha ayudado a los hombres a pasar más de una mala noche”.

 

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