STEVEN SPIELBERG 2: DIVERSIÓN E INTENTOS DE SERIEDAD (1981-1990)

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Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

Los años 80 marcaron una época de enormes éxitos de taquilla para Steven Spielberg, cada vez que fue un hacedor de mágicos y arriesgados entretenimientos. Sin embargo, de a ratos el Chico Maravilla quiso madurar, y surgieron proyectos “serios”, que lo llevaron al fracaso crítico, y también de taquilla. Ese fue el origen de su tirante relación con la Academia, que sistemáticamente le premió los lujos técnicos de sus obras pasatistas, y le nominó los títulos serios para luego humillarlo negándole estatuillas. En lo estrictamente “autoral”, sus obras volvieron a lucir el tema de la niñez, aunque ahora se sumó una nueva característica: un pretendido gigantismo, que no siempre resultó necesario. Es a partir de esta época que las películas de Spielberg no saben bajar de 120 minutos de duración. Da la sensación que el cineasta supone que cuanto más largas sean sus obras mejores serán, lo cual muchas veces lo condujo a serios (incluso irreparables) errores. Siete largos y un episodio para un film colectivo marcan su labor en la segunda década de trabajo. De ellos hablaremos en esta nota sobre el mago de Cincinnati.

 

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LÁTIGO, SOMBRERO Y CAMPERA. Son las tres imágenes grabadas a fuego en el inconsciente colectivo para definir al aventurero Indiana Jones desde hace exactamente cuatro décadas. Alguna vez pudo pensarse en Steven Spielberg y George Lucas como hombres de cine verdaderamente renovadores, cuando el primero traspasaba los límites de calidad del producto televisivo con una historia de suspenso librada en las carreteras (Reto a muerte), o cuando el segundo no sabía quedarse sólo en la nostalgia para retratar a la juventud estadounidense en la época del rock en American Graffiti. El correr de los años confirmaría la enorme destreza artesanal del primero, pero simultáneamente lo mostraría cada vez más aferrado al engranaje comercial de Hollywood. Y de esa manera se empeñó en cosechar plateas sobresaltadas con su notable Tiburón, o en armar un gran show de platillos voladores en la eficaz Encuentros cercanos del tercer tipo, mientras Lucas se volvía multimillonario con La guerra de las galaxias. A través de declaraciones a la prensa ambos no tuvieron reparo en catalogarse, en 1980, como hombres del show business, y admitieron que en sus tareas apuntaban a proporcionar entretenimiento para espectadores ávidos de esa mercancía. Indiana Jones es el prototipo de esos intereses.

 

Según contaron a lo largo de los años los directores en distintas entrevistas, su asociación nació a raíz de una amistosa rivalidad surgida durante los simultáneos rodajes de La guerra de las galaxias y Encuentros cercanos del tercer tipo. Tras cosechar éxito y mucho dinero con esas películas, ambos se encontraron durante unas vacaciones en Maui y ahí empezó todo. Lucas tenía desde tiempo atrás en su cabeza a un tal Indiana Smith, y Spielberg estaba interesado en rodar un film del icónico James Bond. “Este personaje es aún mejor que 007”, le dijo Lucas a Spielberg y, tras cambiar el apellido al arqueólogo, se pusieron manos a la obra para llevar a cabo el proyecto, aunque con dificultades por parte de los ejecutivos de los estudios, que miraban con malos ojos a Spielberg por sus conocidos excesos de presupuesto en las películas que tenía a su cargo. Sin embargo, una vez más, a la larga todo salió bien: el resultado fue un boom de taquilla y una saga que aún hoy continúa viva.

 

Indiana Jones es, como todo el mundo sabe, un profesor universitario de arqueología que adopta un alter ego aventurero cada vez que se involucra en una misión para recuperar objetos antiguos. No obstante, casi siempre se mete en problemas, porque comete errores que lo comprometen de una u otra forma, mientras que el costado romántico y cínico de su personalidad permiten definirlo de muy diversas maneras: simple caza recompensas, solitario envuelto en constantes búsquedas, detective exótico, patriota estadounidense e incluso indestructible antecesor de los actuales superhéroes. O, lo que es más probable, todo eso junto. El cóctel funcionó con el público desde la primera aparición de Indiana Jones en Los cazadores del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981), film que tuvo nueve nominaciones al Oscar, de las que ganó cinco (dirección artística, sonido, montaje, efectos visuales, efectos sonoros).

 

La película puede verse como una summa, corregida y aumentada técnicamente, del cine de matinée. El intrépido arqueólogo es Harrison Ford, actor que nunca me gustó, aunque como Indiana Jones es perfecto. Aquí es comisionado por el gobierno de Estados Unidos en 1938 para que se anticipe a los agentes de la Gestapo y encuentre una reliquia bíblica apta para dotar de incontenibles poderes a quien la detente. El film propone la clásica aventura ambientada en lugares exóticos, con héroe indomable que debe sortear peligros varios, pero que al final sale ganando y se queda con la muchacha linda. Más en detalle, el héroe puede librar agitado combate con gigantesco villano, cabalgar a mayor velocidad que coches y camiones, jugarse la vida a bordo de un submarino (aunque eso es un decir, dado que la nave no parece sumergirse nunca durante miles de kilómetros), y enfrentar algunas especies animales nada amistosas. La recopilación de situaciones que responden al tipo de cine mencionado parece rigurosa, como si los guionistas hubiesen tenido buena memoria o hubieran dedicado bastante tiempo al repaso previo de películas originales, hechas cuando estas cosas se filmaban en serio.

 

Y es justamente por el lado de la seriedad que la empresa resulta un tanto vulnerable. Un tono de mayor ironía, de guiñada cómplice debió presidir las andanzas de Indiana Jones, su competencia con otro arqueólogo de nacionalidad francesa, sus enfrentamientos con los nazis y los vaivenes del romance con su reencontrada novia (Karen Allen). Empero, ese tono falta la mayor parte del rato a la cita. Es cierto que hay una memorable secuencia de apertura y dos o tres dardos bien lanzados, aprovechando lugares comunes del género para transformarlos en situaciones reideras. Sólo que el film es avaro en ese repertorio de chistes, como si en el fondo Spielberg creyese que el público de 1982 podía impactarse todavía con tanta peripecia acumulada y tanta acción física extraída del viejo baúl de los recuerdos. El saldo (por lo menos para públicos adultos) se torna de a ratos divertido y de a ratos fatigoso, económico en sus bromas y estirado en su afán aventurero. Pero hay algo peor, imperdonable, y eso tiene que ver con el libreto.

 

En cine el término “plothole” significa agujero de guion, y se emplea cuando ciertas partes del argumento contradicen la lógica entera de la película y del universo que se construye alrededor de ella. ¿Cuál es el agujero de guion de Los cazadores del arca perdida? La lógica que usan los nazis parece sólida. En la Biblia el Arca favorecía a los ejércitos que la portaban, creando la leyenda que se convertían en invencibles. Esos ejércitos estaban formados por judíos, pueblo que Dios decidió salvar y que los nazis decidieron extinguir. Jones conoce un secreto sobre el Arca que los nazis ignoran: el artefacto tiene el hábito molesto de derretir los rostros de quienes lo miran directamente, enviando a los individuos al infierno. Acá es donde surge el agujero de guion. Tendría mucho más sentido que Jones no hiciera nada, porque el ejército nazi venía gastando millones de dólares cavando en el lugar equivocado, y si él no se metiese habrían malgastado todo su presupuesto en una actividad improductiva. O mejor: en lugar de intentar hacerse con el Arca, Jones tendría que haber ayudado a los nazis a encontrarla en el lugar correcto, porque así la llevaban a Alemania, la abrían frente a Hitler, y nunca hubiera tenido lugar la guerra. Lo curioso es que ese mayúsculo error fue gestado por dos talentosos como Lawrence Kasdan (Cuerpos ardientes, Silverado, Un tropiezo llamado amor, Grand Canyon) y Philip Kaufman (Elegidos para la gloria, La insoportable levedad del ser). Pero a nadie parece importarle la lógica en estas cosas y el film sigue siendo aplaudido por los fans, aunque debido a ese error no resista el más mínimo análisis, ni siquiera con buena voluntad.

Indiana Jones y el templo de la perdición (Indiana Jones and the Temple of Doom, 1984) funciona un poco mejor, en primer lugar, porque no tiene ningún agujero de guion, pero además porque conecta mejor con todo tipo de público, ya que absorbe con mayor sentido de homenaje el espíritu de un cine lejano en el tiempo, por ejemplo, Gunga Din de George Stevens. Acá no importa que los acontecimientos sean poco verosímiles y que la acción se desarrolle en un entorno quimérico. Esta es una película entretenida en forma global, desde la notable puesta en escena hasta el propio final de la historia. El arqueólogo más famoso del mundo parte en busca de otra codiciada reliquia del pasado para terminar encontrándose a sí mismo e irse con la chica de turno (Kate Capshaw). Dándole un respiro al Tercer Reich, en esta ocasión Jones se enfrenta a una oscura y sangrienta secta hindú (los thugs) que, mientras se encuentran a la espera de conquistar el mundo, se dedican a incinerar gente durante espectaculares performances, y dar puestos de trabajo esclavo en el sector minero a un enjambre de niños literalmente muertos de hambre. Muy simpáticos los thugs. La historia tiene muy bien medidas las dosis de acción y de humor, y mantiene un tono paródico sobre las películas de aventuras exóticas, aunque nunca sea una fácil burla, sino un sincero y de a ratos afortunado homenaje. Sin embargo, apenas obtuvo dos nominaciones al Oscar, y de ellas sólo ganó por los efectos visuales.

Al final de la década, y luego de un par de films “serios”, Spielberg resucitó al arqueólogo en Indiana Jones y la última Cruzada (Indiana Jones and the Last Crusade, 1989), que sigue pareciendo la mejor de la saga. “Encuentre a ese hombre, y encontrará el Grial”: en esa frase queda resumido de manera perfecta el quid del asunto. Porque si bien los films anteriores eran más o menos entretenidos, éste no sólo mantiene los elementos de aventura y misterio, sino que además le añade una dimensión humana y metafísica. El tema del Grial se puede tratar de dos formas: con la materialidad supina con que lo abordó El código Da Vinci, o como camino de perfeccionamiento espiritual, que es lo que expone Excalibur. En este tercer film de Indiana Jones, la búsqueda del Grial es la de uno mismo, es hallar tus miedos y aceptarlos, llegar a una comunión perfecta con lo que uno es. Por eso Jones tiene que hallar a su padre (Sean Connery), porque ese reencuentro es su Grial personal, el momento que borrará las heridas del pasado. Con esta complejidad humana detrás de la aventura, Indiana Jones por única vez pasó de ser el chato héroe del primer film, a una persona compleja y llena de enigmas interiores que deberán ser resueltos. Por supuesto, también en esta aventura triunfará.

 

Como la ocasión requería un retrato más trabajado, para esta tercera entrega comenzaron reconstruyendo el pasado que explica al personaje. Con un River Phoenix adolescente, de mirada parecida al Harrison Ford adulto, aquí se explica la cicatriz de la barbilla, la fobia a las serpientes, el manejo del látigo, y de dónde sacó su nombre y su sombrero. Y también con sólo dejar ver una mano del padre queda totalmente dibujado el conflicto paterno-filial, meollo del asunto. Otro buen elemento es que una vez más los villanos son nazis, retratados de las dos mejores formas posibles: quemando libros y siendo satirizados. Ahí reside el secreto de la película: en cómo se fusionan la acción, la aventura y el humor. Cuando parece que la acción es demasiada, el film sorprende con un toque de humor excelente, y uno se da cuenta que está viendo un entretenimiento inteligente. Además, está lleno de acertijos que producen en el espectador un placer especial al sentirse parte de su resolución. Es difícil pensar en una película de este tipo con un manejo del enigma tan habilidoso. Las tres pruebas por las que ha de pasar Jones para llegar al Grial no sólo muestran unos efectos especiales sorprendentes, sino que dejan entrever una imaginación portentosa, de esas que hacen sufrir y a la vez disfrutar. Pero una vez más el Oscar ignoró a Spielberg: de tres nominaciones sólo obtuvo el premio a los mejores efectos de sonido. El cineasta pasaría casi dos décadas antes de resucitar a Jones.

EMOCIÓN EXTRATERRESTRE. Entre Los cazadores del arca perdida e Indiana Jones y el templo de la perdición Spielberg regresó a la ciencia ficción con un clásico del género y de la emotividad. E. T. el extraterrestre (E. T., 1982) juega alternativamente las cartas del suspenso, el humor y lo sentimental. Todo ello para narrar la llegada a la Tierra de un ser proveniente de otro planeta. El hombrecillo, con aspecto de batracio, desciende de un plato volador que lleva a cabo un aterrizaje nocturno, se distrae en el interior de un bosque y no está de regreso cuando la nave espacial vuelve a levantar vuelo. Desde ese mismo instante hay un grupo de personas con intenciones bastante siniestras que procuran localizarlo, pero el visitante logra entrar en contacto con un niño (Henry Thomas) que lo protege y lo lleva a su domicilio. Los primeros esfuerzos del chico son para convencer a su hermanita (Drew Barrymore) y a su madre (Dee Wallace) de la realidad de esta criatura. Por supuesto, al comienzo todos lo atribuyen a una imaginación demasiado fértil, pero luego no tienen más remedio que rendirse ante la evidencia. Y al tiempo que el extraterrestre progresa rápidamente en el conocimiento de las pautas culturales que lo rodean (aprende a hablar, una visita a la heladera de la casa lo hace gustar en exceso del sabor de la cerveza) muestra a su vez poderes que no figuran en el bagaje de los terrícolas. Así, es capaz de impulsar una bicicleta por el aire y convertirla en un vehículo alado. Mientras tanto, establece con el niño una relación tan estrecha que supone el intercambio a distancia de sensaciones y afectos, como para que cuando uno de ellos caiga progresivamente enfermo el otro requiera también de urgente atención médica. El desenlace apunta a reforzar la actitud pacifista y fraternal con que Spielberg contempla la posibilidad de un contacto entre terrícolas y habitantes de otros mundos.

 

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Esa actitud estaba en Encuentros cercanos del tercer tipo, que en cierta forma anticipó la temática de este nuevo film. Aunque también existen diferencias entre uno y otro: en aquel la tendencia general del libreto apuntaba a una trascendencia imbuida incluso de símbolos religiosos, mientras que ahora el asunto apeló a un mayor grado de fantasía, desligada de respaldos científicos o metafísicos, sin que se observen propósitos más hondos que la búsqueda de la amenidad y la difusión de un liviano mensaje de fraternidad universal. Todo ello apoyado en la reconocida artesanía que Spielberg utiliza para crear sus films. De nuevo el conjunto volvió a funcionar con absoluta precisión, y los distintos climas anotados al comienzo se suceden unos a otros con pleno conocimiento de lo que se pretende lograr, que es una matinée de primera clase: el suspenso que pauta la llegada del extraterrestre, al que se insinúa deliberadamente como un monstruo maligno; las situaciones reideras derivadas de la presencia oculta del pacífico hombrecillo dentro de la casa; el arribo de los científicos con su inútil despliegue instrumental, que desemboca en una agitada persecución y en un trance muy enternecedor. A esas alturas reclamarle otra cosa a Spielberg hubiera sido utópico, pero en lo suyo el cineasta no tenía rivales. Con nueve nominaciones al Oscar, la película fue ignorada en las principales categorías, pero ganó las estatuillas de sonido, música, efectos visuales y efectos sonoros. Pese a ser costosa a nivel estético y técnico, resulta humilde en sus alcances conceptuales, y es esa característica la que la convirtió en la mejor película de Spielberg en esta década.

 

Spielberg también participó en el film en episodios Al filo de la realidad (Twilight Zone: The Movie, 1983), que tuvo como origen una de las series de TV más importantes de la historia, La dimensión desconocida. La película se compone de un prólogo y un primer episodio rodados por John Landis, la segunda historia a cargo de Spielberg, la tercera dirigida por Joe Dante y la cuarta -la mejor- por George Miller. Lamentablemente con su capítulo Spielberg se perdió una gran oportunidad, ya que quería dirigir una adaptación de The Monsters are due on Maple Street, historia de unos niños que corren el rumor que el súbito apagón del barrio se debe a una invasión alienígena, causando el pánico y la histeria general. Pero los productores pensaron que los relatos no podían ser todos de naturaleza brutal, de manera que encargaron a Spielberg un episodio más “positivo”. El resultado fue una adaptación de Kick the Can, antiguo capítulo de Richard Matheson acerca de una residencia de ancianos en la que un nuevo y misterioso inquilino consigue devolver la juventud física y espiritual a los residentes gracias a un conocido juego de niños. El capítulo se aparta completamente del tono sombrío de la serie de TV para ofrecer una historia edulcorada, de las que Spielberg esconde siempre bajo la manga. No importa demasiado, aunque es justo decir que no resulta del todo despreciable.

NO SÉ HACER MELODRAMAS. El color púrpura (The Color Purple, 1985) es uno de los films más desaforados, fallidos y detestables de Spielberg. Más allá de los tópicos del melodrama reconocibles en la película, pueden identificarse las claves que delatan una manera de ver el mundo y la sociedad contradictoria con el planteo del film. Todo arranca con un plano sobre flores rosas, que se va abriendo hasta mostrar a unas niñas negras que juegan alegres y despreocupadas en un campo soleado y florido. Es la imagen de la felicidad total: Spielberg utiliza hasta la exasperación el recurso de insertar detalles que se abren a un plano mayor para retomar la historia (puños, jarrones, cinturones, pipa, navajas). La idílica situación inicial se trunca al llegar el padre, quien introduce una violencia que será la columna vertebral de todo el relato. Semejante planteamiento, unido al hecho que la película esté protagonizada por negros en los reaganianos Estados Unidos de los años 80, podía llevar a la idea de asistir a una historia de liberación del oprimido frente al opresor. Incluso, viendo que la violencia emana de la familia, podría aventurarse una crítica despiadada contra esa institución. Pero ver que, salvo en escasas y marginales ocasiones, los opresores de los negros son los de su propia raza, arroja una sospecha de ingenuidad sobre esa lectura. También transforma la empresa en un auténtico boomerang: el cineasta, según declaró, quiso realizar un alegato antirracista, aunque el resultado que obtiene revela que estos negros son todos villanos o casi idiotas. Si eso no es racismo…

 

La visión de la familia resulta muy ambigua. Por una parte, padre y marido representan para la protagonista la fuente de todos sus sufrimientos. Por otra, la relación de las dos hermanas supone la única válvula de escape a la situación. Aquí hay una ambivalencia que podría responder a la complejidad del problema. Sin embargo, Spielberg no parece sentirse cómodo con un planteo de ese tipo, y pronto pone las cosas en su sitio. Esa dualidad se decantará rápidamente hacia uno de los polos: el problema no es la familia como institución, sino una mala concepción de ella. La familia no es mala: lo malo son las malas familias. Así, los hijos de Celie (Whoopi Goldberg) son felices, pues crecieron en una familia rodeados de cariño. Por otra parte, Sofie (Oprah Winfrey) encontrará la felicidad en el reencuentro con sus hijos durante la Navidad, todos juntos alrededor de la mesa bajo la sombra protectora y callada de Celie. ¿Cómo es posible que una institución tan espléndida pueda alcanzar esos grados de villanía? ¿Cómo puede corromperse tanto lo puro? La solución, para Spielberg, es muy sencilla: no es que haya familias buenas y malas, es que las malas lo son porque no son auténticas familias. Y así se encarga de subrayarlo cuando dice que ni Celie se casó nunca con Albert (Danny Glover), ni su padre (Adolph Caesar) era su padre sino su padrastro, con lo cual se evita la infamia que sus hijos sean también sus hermanos. Todo en su sitio. Todo conveniente. Todo falso.

 

Hay otro mensaje subliminal del film que resulta totalmente rechazable: la sumisión como método para sobrevivir. Bien que se ha ganado Celie su recompensa final, pero para ello sólo tuvo que llevar su cruz y armarse de paciencia: nada de revueltas, nada de rebeliones, ni siquiera el abandono final lo es del todo, porque pronto aparecen los remordimientos que le hacen ver a Albert tras la ventana. Aquí se halla el mensaje más asquerosamente conservador del film:  por muy injustas que sean las situaciones, para Spielberg no cabe otra respuesta que soportarlas con resignación, porque cualquier otra alternativa traerá consecuencias mucho peores. Todo ello queda perfectamente expuesto en la historia de Sofie. Mujer independiente y segura de sí misma, su rebeldía la conducirá a la destrucción física y moral. La agresión al blanco no sólo le acarreará tortura y cárcel, sino que acabará además siendo sirvienta del agresor y, lo que es peor, separada de su familia. Pero si eso no fuera suficiente, ni siquiera le resta la dignidad del pensamiento libre: en un momento de desesperación de Celie, le dice “No lo haga, señora, no vaya a pasar usted también por todo lo que he pasado yo”, por si el espectador ya no se hubiese dado cuenta de esa posibilidad: ¿pensaría Spielberg que todo su público en 1985 era descerebrado?

 

Otro papel crucial en la historia es el de la religión. Dios es el interlocutor al que dirigirse ante la maldad que nos rodea, y finalmente será él quien dictará justicia. La paciencia de Celie se verá recompensada por una inesperada herencia, y el culpable pagará con el abandono y el desmoronamiento de su vida. La justicia no es humana sino divina, y lo único que cabe hacer es confiar y esperar a que llegue cuando corresponda. Tal es su poder que no sólo el culpable pagará sus culpas, sino que el estigma del pecado puede desaparecer y reconstruir la maltrecha comunidad de Celie, su hermana y sus hijos. El final retoma los cánticos y los juegos de las dos hermanas sobre un campo similar al del inicio, aunque ahora en crepúsculo. El amor triunfa, la felicidad vuelve, cada cosa torna a ocupar su sitio para que vayamos aprendiendo a esperar. Colorín colorado. Con este mamotreto Spielberg logró agenciarse 11 nominaciones al Oscar. También consiguió su mayor humillación: irse de la gala con las manos vacías. Se lo merecía.

Terco como una mula, el cineasta volvería al melodrama cuatro años después para caerse una vez más estrepitosamente. Si hay un título de Spielberg (aparte de El color púrpura) donde queden evidentes los peores defectos de su cine, ése es Siempre (Always, 1989). Se trata del remake de Dos en el cielo, un antiguo melodrama MGM de 1944 que se enmarcaba en esa amplia serie de realizaciones que mostraban una visión esperanzadora de la muerte, como manera de compensar los dolores de la guerra que se padecía. Pero Spielberg olvidó que en 1989 la propia historia básica resultaba desubicada, anticuada y carente de fuerza. Spielberg retoma una trama de corte sobrenatural, donde enfoca la relación entre Richard Dreyfuss, un atrevido piloto, y Holly Hunter, una poco femenina operaria de vuelos. Entre ellos existe un fuerte vínculo poco convencional, que tendrá un alcance dramático cuando Dreyfuss muera en un accidente al salvar a su mejor amigo (John Goodman). Holly no logrará salir adelante en un mundo que se le hunde, y debido a ello Dreyfuss será enviado a la Tierra de forma espiritual a reencauzar su vida. Pero habrá un obstáculo: la relación que ella inicia con el atractivo y torpe piloto Brad Johnson.

 

En realidad, todos sabemos cómo discurrirá y acabará la historia, pero lo molesto del film es comprobar cómo Spielberg sucumbe a los peores clisés del género. La historia es larga, llena de almíbar y edulcorante, bonitos contraluces, músicas de Glenn Miller y llamadas a la amistad y los buenos sentimientos. Todo lleno de dulzura exasperante. Para colmo, Spielberg olvidó dirigir a los actores: Dreyfuss sobreactúa mal, Holly está insoportable, Goodman (el único que vale la pena) está desaprovechado y, sobre todos ellos, planea la presencia de un lamentable Brad Johnson. Lo único que despierta relativo interés en este film impersonal y dulzón es comprobar la adhesión que Spielberg siempre muestra al cine fantástico y a lo sobrenatural. Es en esa vertiente donde se hallan los únicos momentos con personalidad de la propuesta. Desde el encuentro de Dreyfuss muerto con ese ángel de la guarda que encarna Audrey Hepburn, a la secuencia en la que Dreyfuss y Johnson se comunican por medio del viejo granjero alucinado, o el momento en que Johnson logra “resucitar” al omnibusero que sufre un infarto: son instantes que elevan de la mediocridad absoluta una propuesta sin fuerza, convencional y olvidable.

Y TAMPOCO SOY DAVID LEAN. En medio de esas dos horribles experiencias el director, lejos de amilanarse, probó suerte con un nuevo proyecto elefantiásico: adaptar al cine la autobiografía de J. G. Ballard El imperio del sol (Empire of the Sun, 1987). Al principio Spielberg compró los derechos de la historia para que la dirigiera David Lean, que después de 14 años de retiro había vuelto al cine en gran forma con Pasaje a la India (1984). Él se reservaría únicamente la labor de producción, que en aquellos años le aportó buenos dividendos con Poltergeist, Gremlins y Volver al futuro. Pero ante la negativa de Lean, empecinado en rodar Nostromo, sobre novela de Conrad, no tuvo más remedio que encargarse personalmente del asunto. El imperio del sol está ambientado durante la ocupación japonesa de China en 1941. En Shanghai, ocupada casi íntegramente por los japoneses, sólo ha sido respetada (gracias a la protección diplomática) la llamada Zona de Asentamiento Internacional, suerte de país dentro de otro donde europeos y americanos continúan normalmente sus vidas de lujo, sin verse afectados por la pobreza que existe al otro lado de las alambradas.

 

Un niño británico de clase alta, Jim (Christian Bale), vive felizmente junto a sus padres en su elegante mansión, asistiendo a suntuosas fiestas de disfraces y disfrutando de su pasión por los aviones. Vive en una burbuja, sobreprotegido y ajeno a la guerra, pero su inocencia se verá violentamente destruida cuando junto a su familia se vea obligado a dejar atrás su hogar para escapar de China, con tan mala suerte que se separa de sus padres en medio de una multitud que huye desesperada por las calles. A partir de entonces deberá valerse por sí mismo en un campo de concentración junto a una base aérea enemiga. El hiperactivo e ingenuo chico pronto se ganará el afecto de sus compañeros de prisión y el respeto de algunos captores. Sin embargo, es en el vagabundo Basie (John Malkovich) donde ve un ideal por alcanzar, realizando sus tareas con destreza para demostrar que es digno de su lugar en ese sitio. Por supuesto, Basie no es una figura para admirar ni digna de confianza, y eso conspira para que el cineasta elija ser padre de sus personajes, en lugar de dejar que los hombres fríos y distantes que pone en esos roles adopten a sus hijos a su manera. Ese es un primer error de enfoque, pero Spielberg no sabe cómo evitarlo, porque es un director emocional y nada sutil, y transmite sentimientos sobrecargando matices.

 

Otro problema de El imperio del sol es que en su interior subyacen dos películas distintas. Por un lado, hay mucho de la épica del cine de Lean en las espectaculares escenas de masas. La secuencia de Shanghai en caos ante la entrada de las tropas japonesas, con esa gran multitud de gente tratando de huir, es un prodigio de montaje. Hay que ubicarse en 1987, el año del rodaje: eran tiempos en que este trabajo se hacía con cientos de extras y sin necesidad de magias digitales, lo que otorgaba una mayor sensación de realismo. Por otro, son perfectamente reconocibles los tics sentimentales con los que Spielberg siempre retrata a la familia y la infancia. Eso lleva al film por derroteros de sensiblería que Lean jamás se hubiese permitido. Esa situación queda en esta oportunidad bastante compensada debido al buen ojo del director para descubrir jóvenes promesas de la interpretación. Esto vuelve a quedar claro en la elección de Bale para el rol protagónico: por aquel entonces nadie podía vaticinar que acabaría convirtiéndose en uno de los intérpretes más versátiles del futuro, pero ya apuntaba un muy buen nivel en su caracterización de Jim.

 

Un tercer desfasaje radica en que nunca hubo nadie tan firme como Lean para mantener el caudaloso y mayestático pulso que debe tener una narración extensa. Spielberg no es Lean. Su película tiene una meseta de 45 minutos donde la narración se empantana en el extenso fragmento que refleja la vida en el campo de concentración. Allí Spielberg se preocupa por describir el paso a la madurez del personaje central, y en cómo se gana el respeto de Basie y del oficial japonés Nagata, pero todo lo que se ve luce externo, sin que la figura protagónica adquiera profundidad psicológica, por lo que el espectador no siente los motivos reales por los que el niño se va convirtiendo en adulto. El segmento presenta también problemas de ritmo, aunque debe admitirse que entrega momentos de notable lirismo, como cuando la luz cegadora de la bomba nuclear confunde a Jim, que piensa que es el alma abandonando el cuerpo sin vida de la señora Víctor (Miranda Richardson), un personaje que reclamaba más relevancia; o el fragmento impresionante del bombardeo de los Aliados al campo, con la aparición del P-51, “el Cadillac del cielo”; y la magnífica escena del reencuentro de Jim con sus padres, a los que apenas reconoce, donde por una vez Spielberg alcanza cotas de emotividad sin caer en lo manipulador.

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Donde El imperio del sol remeda bien a Lean es en el aspecto plástico. En ese sentido es una película hermosa, con gran fotografía de Allen Daviau y una magnífica banda sonora del habitual John Williams. El resultado, en definitiva, es un elegante y respetable semi fracaso, que además tuvo la mala suerte de estrenarse junto a El último emperador de Bertolucci, que arrasó con los Oscar. La Academia vapuleó una vez más a Spielberg: el film obtuvo seis nominaciones, pero sólo en categorías técnicas, y se fue una vez más con las manos vacías. Cronológicamente, Spielberg levantaría cabeza con la tercera película de Indiana Jones, y luego se hundiría en el abismo melodramático de Siempre, con la que se cerraba una década despareja y nada memorable, mientras él mismo parecía pasar por un verdadero infierno creativo, muy confundido, sin saber hacia qué horizonte dirigirse. La gloria del Rey Midas volvería gracias a un sobrevalorado y equívoco nazi salvador de judíos, una maravillosa manada de dinosaurios furiosos, y una crudísima y lograda visión de la esclavitud, olímpicamente ignorada hasta el día de hoy por todo el mundo.

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